A comienzos del siglo XX, nadie conocía las distancias de las estrellas, la existencia de otras galaxias ni el tamaño del universo. No había cómo saber si una estrella se veía grande porque estaba cerca o porque era realmente de un tamaño superior o más luminosa. Antes de que lo estudiara Henrietta Leavitt, el cielo nocturno era un paño en dos dimensiones.

Henrietta había estudiado en las universidades de Oberlin y la que se convertiría en Radcliffe, y graduada, se interesó por la astronomía; tuvo que esperar antes de dedicarse a la disciplina, ya que una severa enfermedad la postró y la dejó casi sorda. Finalmente, en 1895 se unió como voluntaria al Observatorio de Harvard.

Ahí fue eventualmente contratada, junto a otras universitarias, para hacer un mapa del cielo. Hasta ese momento se conocía la posición y el movimiento de las estrellas, pero no su luminosidad exacta, que estaban calculando con la ayuda de fotografías. Un telescopio en Perú registraba las estrellas más pequeñas sobre placas fotográficas que se enviaban para ser analizadas en Boston. El trabajo consistía en medir el tamaño de cada estrella y anotar el número en una tabla. Era tan aburrido, que ningún hombre estuvo dispuesto a hacerlo por un sueldo cercano al de un recogedor de algodón. Era tan mecánico, que Leavitt y sus compañeras decían ser computadoras, máquinas de cálculos.

A Henrietta Leavitt le asignaron la misión de buscar variables, estrellas cuyo brillo va y viene como si fuesen faros en cámara lenta. Tenía que superponer fotos tomadas en momentos diferentes para identificar estrellas que cambiaran de tamaño. Su trabajo era observar, medir y tomar notas. En 1904 descubrió variables en la Nube de Magallanes, la galaxia que sirvió de guía al viajero portugués. “Miss Leavitt es una verdadera fanática de las estrellas variables”, escribió un astrónomo de Princeton por las 2.400 que ella descubrió.

En 1908 publicó un artículo lleno de tablas con sus hallazgos y un comentario fundamental: “las variables más brillantes tienen periodos más largos”. O sea que las estrellas más luminosas demoraban más en cambiar de tamaño. Como todas estaban en el mismo grupo, se podía asumir que estaban a la misma distancia de la Tierra. Si la correlación era cierta, se podría calcular la luminosidad verdadera de una estrella teniendo el ritmo de su pulsación y, al compararla con la luminosidad aparente, se obtendría su distancia. Leavitt había descubierto cómo medir distancias en el espacio.

Lo anterior sirvió para descubrir que la Vía Láctea no es la única galaxia en el universo. Hubble se basó en las observaciones de Leavitt para calcular el tamaño del universo, que descubrió en expansión. De aquí surgió la teoría del Big Bang, entre otros hallazgos. Todo gracias a una mujer que, superando su trabajo de computadora, se hizo preguntas y propuso respuestas a partir de sus observaciones.

Siempre tuvo el cargo de ayudante en su trabajo. Solo al final tuvo el valor de considerarse una astrónoma, cuando un oficial del censo le preguntó por su profesión. Murió de cáncer en 1921, cuatro años antes de que un matemático sueco le enviara una carta para nominarla al Premio Nobel.

Publicidad