Mejor con guantes de boxeo
—¿Quién de ustedes obtuvo el mejor promedio? —interrogaba el padre a sus cuatro hijos hombres, cada diciembre, al terminar el año escolar. La pregunta era parte de un ritual de consecuencias conocidas para los Piñera Echenique. Porque el que mostrara mejores calificaciones recibiría la mesada más alta al año siguiente.
La vida cotidiana de los hermanos estaba salpicada de escenas como ésta. Desafiarse unos a otros era la manera en que se relacionaban.
—¿De cuántas formas distintas puede sentarse una persona cuando hay dos asientos, siete hombres y cinco mujeres, sin tener una mujer al lado derecho? —lanzaba uno de ellos durante el desayuno. Los demás sacaban cuentas, frenéticos. Era el inicio de un día cualquiera.
Quienes se preguntan por el origen de ese afán tan competitivo que caracteriza a Sebastián Piñera, deben remitirse a costumbres e imposiciones arraigadas en su familia paterna durante generaciones. Sebastián creció en un ambiente en que destacar era un precepto sagrado, sobre todo para los hombres. Una norma que nadie se hubiera atrevido a cuestionar.
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Ya en los relatos del arzobispo Bernardino Piñera, tío del presidente, es posible hallar antecedentes de esta obsesión familiar. En un capítulo de sus memorias referido a su infancia, el sacerdote resume, en siete palabras, lo que su padre esperaba de él: que fuera el mejor de su curso. Simple y drástico. Un mandato de excelencia universal. Cuenta el prelado que con ocasión de una entrega de notas en el colegio al que entonces asistía Bernardino, en Francia, su padre José Manuel Piñera Figueroa fue a su encuentro al terminar la ceremonia para inquirirle:
—¿Qué puesto obtuviste?
El muchacho tenía motivos para enorgullecerse:
—El tercero —contestó alegre Bernardino.
—¿Y por qué no el primero? —Fue la inmediata reacción del progenitor.
«No entendí la pregunta de por qué debía ser yo el primero», confesaría décadas más tarde el sacerdote. Aunque en su destacada carrera religiosa todo indica que incorporó el mensaje.
Un padre excéntrico
Pero hubo algunas excepciones entre los Piñera. Quien se apartó temporalmente de la regla de excelencia fue el padre del mandatario. Al ingresar a un colegio de París en 1929 (entonces la familia residía en Francia), José fue mal evaluado y se situó entre los últimos de su promoción. Motivos había. Pese a haber cumplido doce años, nunca había pisado una sala de clase, pues había sido educado en su casa por una institutriz. No obstante, logró sobreponerse a la desventajosa situación, y a fines de ese mismo año ya figuraba entre los primeros del curso.
Destacar entonces sería la consigna de la familia. Por ello, no es de extrañar que tal afán fuera traspasado a la siguiente generación. En el hogar de los Piñera Echenique, los niños fueron tempranamente iniciados en este estilo de relación con sus pares. Competían entre sí por las notas, por la comida, por la mesada y… por los afectos. Todo era objeto de desafío y lucha, en especial entre los hermanos. En la década de los sesenta, solían ir todas las tardes a la plaza de Américo Vespucio con Presidente Errázuriz, en aquel tiempo un tranquilo barrio residencial, para medirse en carreras, tiro al arco, saltos, volteretas, lo que fuera. Sin embargo, el duelo más excitante de todos no tenía lugar allí, sino en casa, y se daba en el plano intelectual.
En aquella familia de seis hermanos con edades muy próximas (los primeros cuatro nacieron en un período de cinco años), era el padre quien incentivaba el debate. Ingeniero de profesión y excéntrico por definición, José Piñera Carvallo educaba a sus hijos de acuerdo a una teoría desarrollada por él mismo. Sostenía que nadie nacía inteligente, sino que esa virtud se cultivaba a lo largo del tiempo mediante el estudio. Por lo tanto, el jefe de la familia se aseguraba en persona de que sus hijos contaran con el acicate necesario para formar destrezas intelectuales, y disfrutaba incitándolos a resolver problemas y memorizar información. La hora de la comida, sentados todos a la mesa, era el momento de las preguntas: «¿Cuál es la capital de Japón? ¿Cuál es la moneda de Francia? ¿Quién es el presidente de Uruguay?»…
De los seis hermanos, tres —Guadalupe (Lupe), la hermana mayor; Miguel (Negro), el quinto, y Magdalena (Pichita), la menor— no entraron en ese juego. Lupe, porque nunca le atrajo capitalizar la atención de los demás. Dedicada a la vida familiar, hasta hoy mantiene un perfil bajo. Miguel manifestó otros intereses: desde muy chico se inclinó por la música y, más tarde, por la bohemia. Pichita, dada la diferencia de edad que la separaba de los otros, no llegó a clasificar para la disputa. En cambio, los tres hombres mayores, José (Pepe), Sebastián (Chato) y Pablo (Polo), con escasa diferencia de edad, parecían disfrutar desafiándose mutuamente. Sebastián Piñera, entonces, desarrolló su personalidad en un ambiente riguroso. «El padre de Sebastián se relacionaba con la gente desde el plano intelectual, y por ello llevaba a la mesa familiar su obsesión por las pruebas de conocimiento», recuerda Sergio Molina, un amigo de la familia. Esto se potenciaba con el sello de personalidad de la madre: Magdalena Echenique era una mujer de voluntad férrea, lo que sin duda forjó el carácter del presidente.
Aunque sin llegar a convertirse en conversación de eruditos, la discusión hacía primar los temas más elevados sobre la mera anécdota cotidiana en las reuniones familiares. «Se podía hacer alguna referencia a Rousseau, pero no al punto de que el comedor pareciera un salón de Versalles», recuerda con humor Fabio Valdés, amigo de la infancia del presidente, para ilustrar el tono exacto de la conversación de los Piñera Echenique: interesante, pero no rebuscada.
Su eterna competencia con su hermano José.
El desafío constante era la tónica impuesta por su padre a todos los hermanos. Pero en el caso de Sebastián hubo un factor adicional que exacerbó el rasgo competitivo de su personalidad; el motor permanente en su afán por sobresalir: la obsesión por derrotar a su hermano José. El mayor de los hombres le llevaba un año de ventaja en casi todo. Sería el primero en convertirse en economista, el primero en obtener un doctorado en Harvard y el primero en lanzarse en una aventura presidencial. Justo detrás, Sebastián fue haciendo exactamente lo mismo. «Desde muy chico mantuvo una sorda lucha con Pepe, quien, por sus capacidades, le puso un estándar muy alto», relata un cercano.
Las fuertes diferencias de carácter entre los hermanos no facilitaban la convivencia. A Pepe, quien era extremadamente metódico, y al que enfurecía el desorden en el estrecho espacio que los hermanos debían compartir, siempre le costó integrarse al grupo. Le agradaba leer y necesitaba de una tranquilidad que no encontraba en su casa. «No le gustaban las bromas, el ruido, el desorden. Y esta familia es de mucho hueveo», explica uno de los integrantes. A diferencia de José, Sebastián convivía bien con el desorden y la improvisación, y parecía estar siempre listo para cualquier panorama.
Como la casa familiar no contaba con dormitorios individuales para cada uno de los seis hijos, pronto se hizo necesario compartir. Por consideraciones de edad, los padres asignaron la misma pieza a los mayores, José y Sebastián.
No fue una solución feliz.
«Peleaban mucho. Se cacheteaban de lo lindo», reveló en una ocasión la madre, quien, según admitió ella misma, tenía dificultades para controlar el fuerte carácter de José. Las peleas llegaron a ser tan frecuentes y duras que, cansada de los golpes entre los hijos, doña Picha —como llamaban a la madre de Sebastián— mandó instalar un ring de boxeo en el jardín posterior de la casa. Fue allí donde los muchachos siguieron resolviendo sus conflictos por largo tiempo. El único requisito que les impuso la mamá fue que usaran siempre guantes acolchados.
Los hermanos se acostumbraron al rigor de la confrontación. Un miembro de la familia que cometía un error no podía esperar misericordia. «Había que estar atento, porque el que fallaba se convertía en objeto inmediato de mofa del resto», recuerda Pablo Piñera.
Más que el dinero y el poder, su obsesión era la competencia.
Desarrollada en su infancia, esta necesidad de medirse constantemente con otros reaparecería más tarde en diversos momentos de la vida de Sebastián, tanto en el mundo de las empresas como en el de la política, e incluso después de haber alcanzado La Moneda. No pasa un día sin que se imponga un desafío o se lo imponga a sus subordinados. Sus ministros tuvieron que aprender a enfrentar las reuniones de gabinete como si fueran exámenes finales. Ante un error mínimo, la crítica caería sin piedad. «Hay que tener cuero duro para trabajar con Sebastián, porque es irónico, descalificador y, aunque seas su mano derecha, te puede humillar en público», dice un ex hombre de confianza.
Más que el dinero, más que el poder e incluso más que el deseo de saborear el triunfo, es la adrenalina de la competencia la que lo seduce. El ambiente de lucha que reinó en su hogar familiar, instigado por el padre, aceptado por la madre y abrazado en mayor o menor grado por los hermanos, definió su personalidad. Así, batiéndose sin tregua, ha cosechado enormes éxitos profesionales y financieros, pero también se ha hecho de enemigos. Medirse constantemente con los demás se volvió un modo inconsciente de buscar satisfacción y reconocimiento. La paradoja es que a menudo consigue rechazo. «Es tan competitivo que en las reuniones de directorio a uno le dan ganas de decir “¡Basta ya, Sebastián! ¡Ya sabemos que eres el más inteligente!”», comenta una colaboradora para ilustrar la frustración que le provoca la necesidad de Piñera de demostrar superioridad sobre los otros.
El ring que mandó instalar la Pichita para poner coto a las disputas de sus hijos resultó eficaz y consiguió el loable objetivo de evitar bajas en la familia. Con el tiempo, el foco de atención de los muchachos se deslizó más allá de los límites del hogar, y la frecuencia e intensidad de las peleas entre ellos disminuyeron. Pero las rivalidades alimentadas en aquel cuadrilátero jamás desaparecerían.
El ingreso a la política
Los tres hermanos Piñera Echenique entraron a la Universidad Católica a estudiar Ingeniería Comercial. Pepe y Sebastián obtuvieron sucesivamente el premio «Raúl Iver», que se entrega al mejor alumno de cada promoción, y se graduaron con distinción máxima. En una escala de 1 a 7, Sebastián obtuvo un 6,87 y José, un 6,89 de promedio. Ambos siguieron caminos similares: se destacaron como profesores de la Universidad Católica; viajaron a la Universidad de Harvard donde lograron sendos doctorados, y en algún momento hasta tuvieron un mismo jefe: el empresario Manuel Cruzat. Constantemente, las rutas de los hermanos se cruzaban, generando nuevas oportunidades de medir fuerzas y probar quién lo hacía mejor. Pero donde la rivalidad entre ambos alcanzó niveles inéditos fue en el mundo de la política. Pepe llegó a ser ministro del régimen militar, mientras Sebastián y su familia levantaban banderas en la oposición. Para el plebiscito de 1988 —que decidiría la continuidad de Pinochet en el poder— el hermano mayor apoyó el Sí. Sebastián, por el contrario, votó por el No. Y cuando este último postuló a un escaño en el Senado en 1989 (el cual obtuvo), Pepe apoyó al otro candidato: Hermógenes Pérez de Arce.
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En esas primeras elecciones democráticas, la lucha entre los hermanos fue escalando y el padre —el propio José Piñera Carvallo— debió intervenir para evitar que la disputa terminara por destrozar las relaciones en la familia. En julio de 1989, cuando ya Sebastián había lanzado su campaña, Pepe asumió como generalísimo de la de su rival. Cuando la controversia estaba al rojo, el padre se interpuso. Tomó el teléfono y llamó a su hijo mayor para pedirle que desistiera de su aventura política. La influencia del padre surtió efecto. «Pepe había sido un jefe de campaña muy dinámico, pero lo tuvo que dejar por las presiones familiares», recuerda Pérez de Arce.
En circunstancias similares, Sebastián también tuvo que hacer concesiones en pro de la convivencia familiar. Cuando Pepe fue candidato a la Presidencia de la República, en 1993 (ocasión en que sólo alcanzó el 6,18 por ciento de los votos), Sebastián no intervino en la campaña de su hermano y se mantuvo en silencio. No lo atacó. Y tampoco lo apoyó. Pero las diferencias persistieron y volvieron a evidenciarse durante la campaña que condujo al hermano menor a la Presidencia. En pleno proceso eleccionario, Pepe escribió en su Twitter que su voto «estaba abierto», y que «se lo ganaría quien demostrara ser el mejor». Nunca apoyó públicamente a Sebastián. Y de todos los hermanos Piñera Echenique, fue el único que no llegó la noche del triunfo, el 17 de enero de 2010, a la comida de celebración en la casa del flamante mandatario.