Hace 10 años no habríamos creído posible el modo en el que ROZZUM unidad 7134 (Roz para sus colegas) aprende y se comporta en su nuevo entorno, una isla salvaje y aparentemente hostil. Roz habría sido un personaje de pura ciencia ficción. Sin embargo hoy, en este año 2024, la adaptación cinematográfica que ha hecho Dreamworks del premiado best seller de Peter Brown, Robot Salvaje representa un excelente ejemplo para entender cómo aprende una inteligencia artificial y las capacidades que puede desarrollar. El cerebro de Roz es posible… o casi.

Trailer oficial de ‘Robot Salvaje’.

Cómo funciona el cerebro de Roz

El cerebro de Roz, la protagonista de Robot Salvaje, es una inteligencia artificial basada en redes neuronales artificiales (RNA). Este es el campo en el que trabajan los ganadores del Nobel de física de este año, J.J. Hopfield y G.E. Hinton.

Las RNA son algoritmos de la IA que están inspirados en tareas propias de los seres humanos tales como reconocer una pintura de Bansky o la banda sonora de Star Wars, aunque todavía carecen de cuerpo físico.

Roz es una náufraga en una isla donde debe aprender a sobrevivir, a reconocer los animales que la habitan y a interpretar sus lenguajes. Para adaptarse a su nuevo hábitat, Roz necesita usar las RNA.

El origen de las RNA

Al igual que las neuronas ‘biológicas’ se comunican entre sí mediante la transmisión de impulsos nerviosos (sinapsis), las neuronas ‘artificiales’ interaccionan entre ellas con una intensidad variable y se ordenan en capas para emular los mecanismos del cerebro.

Hay que trasladarse a la década de 1980 para descubrir el origen de este desarrollo. John Hopfield en 1982 y Geoffrey Hinton en 1985 demostraron que estas tareas pueden explicarse mediante modelos de física estadística y sistemas dinámicos con propiedades muy similares a las del córtex del cerebro humano, relacionadas con la memoria asociativa y la plasticidad.

Como una banda de estorninos

La actividad neuronal se explica desde dos enfoques. En primer lugar, desde la física estadística para comprender comportamientos colectivos sin detenerse en la descripción microscópica de las interacciones entre neuronas. Y en segundo lugar, desde los sistemas dinámicos que explican los patrones de sincronización según la intensidad de las interacciones entre neuronas.

Las singulares formaciones de bandas de estorninos que sincronizan su vuelo son un ejemplo representativo de estos patrones de sincronización, que también se generan en el cerebro humano y en una inteligencia artificial como la de Roz. Además, estos fenómenos de sincronización fueron abordados por Arthur Winfree en 1967 en ecosistemas, por Yoshiki Kuramoto en 1975 en osciladores químicos e incluso por la autora de este artículo en osciladores convectivos.

Reconocer una cría de ganso

Recién llegada a la isla, Roz debe aprender a adaptarse a su nuevo entorno para sobrevivir estableciendo gradualmente relaciones con los animales de la isla. Primero tiene que reconocer lo que ve y oye, aprenderlo.

Los modelos de Hopfield y Hinton en las RNA permiten explicar los procesos de reconocimiento y reconstrucción de una información o patrón de entrada en la red, que funciona de manera similar a como lo hace el cerebro humano ante un estímulo. Incluso cuando hay variaciones o pequeños errores, somos capaces de reconocerlo.

Por ejemplo, en las RNA existe un patrón de entrada (lo que veo es una cría de ganso) que llega a la primera capa de neuronas. Una vez recibido el estímulo, se propagará a través de distintas capas de neuronas hasta llegar a la última capa, que producirá el patrón de salida o respuesta generada.

Las RNA buscan que la respuesta generada (“se trata de la imagen de una cría de ave ” o, en un caso más genérico, “se trata de la imagen de una especie animal terrestre”) sea lo más parecida posible a la respuesta verdadera (“se trata de la imagen de una cría de ganso”). Es decir, la red intenta cometer el menor error posible.

Y así es como se entrena Roz, el cerebro de Robot Salvaje, en su nuevo entorno. Colirrosa, una mamá zarigüeya, y Bribón, un astuto zorro, enseñan a Roz a cuidar de una cría de ganso. Su cerebro de RNA se entrena simulando los procesos de aprendizaje del cerebro humano.

En esta fase de entrenamiento, la red reajusta las intensidades de interacción entre sus neuronas para identificar con la mayor precisión las imágenes o sonidos que no ha visto ni oído antes. Roz, por ejemplo, aprende a sobrevivir identificando el gruñido de un oso grizzly.

Esta adaptabilidad de la red imita la plasticidad del cerebro para establecer nuevas conexiones entre neuronas, mientras que los mecanismos de reconocimiento y reconstrucción de un patrón de entrada responden a una memoria asociativa.

La importancia de la memoria

No basta con reconocer una cría de ganso: hace falta memorizar ese concepto. De nuevo, el funcionamiento de las RNA imita los procesos de memoria del cerebro: se crean y almacenan patrones de memoria asociados a cada nuevo concepto o estímulo. En el aprendizaje de Roz, grupos de neuronas en su cerebro forman patrones de memoria que le permitirán reconocer una “cría de ganso” y distinguirla de un “ganso adulto”.

Los modelos de Hopfield (1982) y Hinton (1985) están inspirados en modelos de Ising que describen, entre otros sistemas, a algunos materiales magnéticos. En este contexto, el comportamiento de las neuronas se asemejaría a la de unos imanes ‘atómicos’ que pueden manifestar dos estados: activo o inactivo. Cada nuevo aprendizaje produce un cambio de configuración de la red, la cual tratará de minimizar una función de energía. Los patrones de memoria quedarán almacenados en los mínimos de esta función.

Qué hay de las emociones

A Roz le ocurre algo excepcional: se convierte en madre cuando, accidentalmente, un huevo de ganso llega a sus manos. Roz tendrá que priorizar el cuidado de su hijo y tomar decisiones que incluso pueden resultar perjudiciales para ella.

Hace 40 años, la física sentó las bases para entender el cerebro en términos de energía, interacciones y fenómenos de sincronización. Desde entonces, los avances en tecnología computacional han impulsado la simulación del cerebro a una velocidad vertiginosa hasta la IA actual. El cerebro de Roz está en el límite, superando sus capacidades programadas al atreverse a generar nuevas respuestas similares a las emociones humanas, definir sus propios fines y perseguirlos. Este ‘atreverse’ todavía escapa a los modelos físicos y a los algoritmos del mundo real.

Pero tengamos muy presente que en la vida real el resultado puede no ser tan amable como en Robot Salvaje. El camino que nos queda por recorrer hacia una IA general como la de Roz exige trabajar multidisciplinariamente a físicos, ingenieros, filósofos, neurobiólogos y psicólogos, entre otros. Además, es fundamental invitar a todos ellos a participar en los comités de ética que supervisan la IA.

Nos queda disfrutar de una película encantadora que abre el gran debate del siglo: la importancia de la ética ante el desarrollo de la IA.

Montserrat-Ana Miranda no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.

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