¿Qué condiciones han permitido la expansión del crimen organizado en la región?
Por el fin de la pandemia hubo un reacomodamiento del crimen. Eso significó que en América Latina esta transnacional criminal, muy fragmentada y ya no bajo el modelo de los viejos carteles de la droga que tenían mando central, unificado, línea vertical, sino ahora organizaciones que operan como una especie de holding. Eso impactará muy seriamente a América Latina. Y también el portafolio criminal se ha ampliado. En el pasado la economía criminal estaba basada en narcotráfico y minería ilegal. Hoy, la diversidad de economías criminales pasa por el tráfico de personas y de especies, la deforestación, y la extorsión masiva.
¿Qué potencialidades ve en Chile que lo hacen un país atractivo para que se instalen estructuras de crimen organizado?
No le resulta fácil al crimen organizado instalarse en Chile. El país tiene la virtud de tener una ciudadanía y medios de comunicación que, lejos de silenciarse ante el delito o la violencia, eleva de manera muy visible la preocupación y llaman la atención de autoridades. El caso de Chile es particularmente distinto al de otros países de la región, donde se nota un silencio por temor o hay una cohabitación con la violencia que no permite esas reacciones.
También, mientras en el mundo la preocupación por el crimen globalmente bordea el 30%, en Chile, a pesar de tener una de las tasas más bajas de homicidio en la región, es del 66%, lo que me parece muy bien. Las organizaciones criminales reciben un mensaje disuasivo para penetrar. Pero yo creería que Chile está muy a tiempo de impedir que se instalen de manera definitiva y estructural estas organizaciones.
¿Cuán atrasados estamos en Chile en torno a los servicios de inteligencia?
Chile tiene que elevar su capacidad de inteligencia, y también de investigación judicial, para entregarle al Poder Judicial mayores elementos de juicio y pruebas, y llevar definitivamente a condena a los delincuentes.
¿Qué recomendaciones le haría a la ministra Carolina Tohá?
Hay lecciones aprendidas de la historia colombiana, de éxito y fracaso, que son aplicables y otras no. Primero, hay que fortalecer capacidades de inteligencia y conocer más al adversario criminal. Hay que asegurarse de construir todos los protocolos y barreras para que la corrupción no permee las instituciones. Donde hay crimen organizado, hay capacidad de corrupción, y hay que contenerla.
Es necesario mantener en equilibrio las tareas de prevención y las tareas de persecución del delito. Además, un país como Chile debe recibir la cooperación internacional, porque no es un problema exclusivo de Chile. También hay que construir una narrativa política que contrarreste el impacto negativo de las acciones de los delincuentes.
Usted ha catalogado al Tren de Aragua como “la organización criminal más disruptiva de la región”. ¿Por qué?
Su origen es muy particular. Nace desde la cárcel donde estaba su jefe y la convierte en un centro de mando y control del crimen. No nace con la aspiración de ser un cartel de drogas, sino que es una organización multicrimen, con microtráfico, tráfico, secuestro, extorsión, tráfico de migrantes. Y, por otro lado, es disruptiva porque en muy poco tiempo logró permear al menos nueve países de la región bajo distintos modelos. En unos casos vendiendo el nombre del Tren de Aragua a estructuras locales, en otros casos haciendo alianzas locales, o en otros llevando su propia gente para que tengan el control de la estructura de crimen.
El origen del Tren de Aragua está en la cárcel de Tocorón, algo similar ocurre con el Primer Comando de la Capital de Brasil (PCC) y con otras organizaciones delictivas en la región. ¿Cuál es el rol que juegan las prisiones en la nueva criminalidad?
Estamos frente al mayor fracaso de la política en materia judicial, de seguridad y de lucha contra el crimen. Las prisiones en América Latina han sido habitualmente centros de hacinamiento que dan origen a la violación de derechos humanos, por las condiciones infrahumanas en su interior. Las cárceles se convirtieron en universidades del delito, porque quien entra allí tiene contacto con delincuentes, intercambia información delincuencial y logra obtener el grado en criminalidad.
Entre el 58% y el 65% de quienes han pagado condena reincide. El fracaso de la resocialización es total. Las cárceles son una institución a replantear, máxime si se estima que ya en la región hay dos millones de privados de libertad.
¿Qué riesgo hay de que se vayan replicando este tipo de patrones en las prisiones chilenas?
Los campanazos de alerta de Venezuela, Brasil y Ecuador, donde las cárceles fueron el centro y la retaguardia del crimen para lanzar oleadas de terrorismo y asesinatos, han llamado la atención de todos de los países de América Latina para concentrarse en prevención, control y seguridad en los centros penitenciarios.
¿Por qué modelo penitenciario se inclina usted? ¿El de Bukele, el italiano, otro?
La población carcelaria se puede estratificar en tres grupos. Uno bastante minoritario, los máximos responsables criminales y los más peligrosos, que deben estar en centros penitenciarios de alta seguridad. También hay un grupo de personas que han sido condenadas por delitos que no significan graves peligros a la sociedad. Y hay personas que han estado en delitos que son una amenaza. La prioridad es mantenerlos protegidos para que no sigan vinculados al delito, pero al mismo tiempo abrir las puertas a una segunda vida en legalidad.
¿Y en eso la región está al debe?
-Todavía hay un tratamiento demasiado generalizado y hay una mezcla explosiva en las cárceles. Hay personas tremendamente reincidentes, otros que están condenados por un primer delito, y los grandes capos de organizaciones criminales y el terrorismo, todos mezclados.
¿Qué le parece el modelo Bukele?
-Hay varias dimensiones. Una ética-política, donde habrá que revisar muy bien si en El Salvador el fin ha justificado los medios. Es decir, de esa población privada de libertad, ¿cuántos han sido condenados, cuántos imputados, cuántos acusados o cuántos están allí sin causa penal? Habría que verificar qué está pasando con esa población, en términos de asegurar el debido proceso y todas las garantías procesales.
¿Qué otras dimensiones existen?
En términos prácticos, el modelo salvadoreño no es aplicable al resto de los países de América Latina, porque hay diferencias sustanciales. Es una población muy reducida, frente a la de Chile, Colombia o Perú. Además, es un país victimizado por años por las maras, donde hay una subcultura delincuencial muy arraigada, que se expresa de manera muy clara, con ritos y símbolos, pero que en nada se parece a la fisonomía del crimen en el resto de América. Una política simplemente de encarcelamiento no ofrece los resultados suficientes en el resto de los países.
Y, en tercer lugar, no hay que desconocer que la inmensa mayoría de los ciudadanos en El Salvador ha sentido un gran alivio con esta política. Una ciudadana salvadoreña de 60 años me dijo “general, por primera vez me siento libre y en menos riesgo sin el acecho de la violencia sobre mí”.