Una camioneta blanca avanza con dificultad en una carretera de Laguna Salada, a medio camino entre la ciudad dominicana de Santiago y Dajabón, en la frontera con Haití.
Sillas, mesas, colchones, armarios, ollas, garrafas de agua, un neumático, una bombona de gas, un televisor… un enjambre de objetos apilados de manera caótica pero magistralmente colocados para que nada se caiga triplica la altura del vehículo.
Al volante, un inmigrante haitiano que, por miedo a perderlo todo, ha decidido reunir a su familia y regresar a su país con la casa a cuestas.
Es una imagen que se repite decenas de veces cada día en los numerosos puntos fronterizos que separan ambos países desde que culminase a mediados de junio el registro del plan de regularización de extranjeros al que se han acogido más de 288.000 indocumentados, la mayoría haitianos.
Los otros, los que no consigan reunir los requisitos para quedarse legalmente, viven bajo la amenaza de ser deportados que está dejando medio vacías algunas de las numerosas comunidades de inmigrantes haitianos en el país.
"Nos estamos yendo porque siempre vemos por la televisión que la cosa va a estar caliente y yo, con mi familia, no puedo dejar a mi hija aquí botada. Yo me voy", le dice Rafael a BBC Mundo nada más sellar el papel que le certifica como inmigrante retornado en el puesto fronterizo de Ouanaminthe (Haití).
Tras pasar más de 4 años trabajando en campos de caña de azúcar y en la construcción en la localidad dominicana de Villa los Almácigos, este joven de 22 años ha decidido regresar junto con su mujer Joselyn, de 20, y su hija Janeire, de sólo 7 meses.
Vivir bajo la sombra de la deportación
Acaba de cruzar la frontera sobre el río Dajabón (río Masacre en Haití), que separa ambos países, y apostado delante de la moto con remolque que alquiló para trasladar sus pertenencias, Rafael sabe que el futuro que le espera en su país, el más pobre del continente, es incierto.
El futuro que les espera a los inmigrantes haitianos retornados como Joselyn y su hija Janeire en el país más pobre de América Latina es incierto.
"Vamos a ver qué sale por allá para ponernos a trabajar. No sé todavía qué va a resolver uno allá", lamenta el joven que presume de haber tenido una buena relación con sus vecinos dominicanos.
Los oficiales de inmigración haitianos que le han puesto el sello en sus documentos no pueden ocultar su enfado por la situación de sus compatriotas en República Dominicana mientras hablan con Jean Mari Josef, un haitiano de 52 años que asegura que fue deportado pese a tener una visa de trabajo.
Aunque las autoridades dominicanas dicen mantener el periodo de gracia previo a las temidas deportaciones de quienes no han conseguido regularizar su situación, este trabajador asegura que lo detuvieron y lo expulsaron a Haití cuando salía de su trabajo en un complejo hotelero en Puerto Plata.
"Voy a subir a un motor (carro) y hay tres hombres que me llaman y me dicen: ven acá, moreno, dame tu cédula, y le dije: yo no tengo cédula pero tengo mi pasaporte y también yo voy a tener residencia. Y me deportan con doce personas", afirma.
Indignado por que dice que los funcionarios que lo detuvieron no le dieron la oportunidad de ir a buscar sus documentos, Josef está dispuesto a tirar la toalla tras 17 años viviendo en el país donde tiene dos hijos, ambos con carrera universitaria.
"Voy a volver para vender lo que yo tengo, me dan mi liquidación. ¡Yo salgo de ese país y vengo para mi país ya! No puedo hacer nada porque no voy a coger vergüenza de acá para allá", le dice a BBC Mundo, refiriéndose a cómo se sintió cuando fue expulsado.
Entre el miedo y la indignación
En el municipio dominicano de Guayubín, a 69 kilómetros de la frontera por donde expulsaron a Josef, otro inmigrante haitiano, Lance Neville, comparte ese sentimiento de hastío.
A Lance Neville, una organización lo está ayudando a conseguir los papeles para regularizar su situación, pero asegura que no tiene miedo de una posible deportación.
Sentado a la sombra de un árbol mientras deshace las pequeñas trenzas que lleva su esposa, Neville afirma que está tratando de reunir los papeles para conseguir regularizar su situación, pero que si tuviera que irse lo haría "sin problemas y tranquilo".
"¿Tú ves cómo estoy ahora"?, pregunta el hombre apuntando al suelo de tierra de la comunidad de Ranchadero donde reside, un empobrecido conjunto de casas de latón y madera construidas de manera rudimentaria donde vive con un centenar de sus compatriotas.
"Cualquiera que me diga: ¡Vámonos para Haití ahora!... Yo me voy", exclama el inmigrante que asegura que llegó con la idea de trabajar unos meses en el país para ganar unos pesos, pero que su estancia ya se extiende por más de una década.
Como la mayoría de sus vecinos, Neville se busca la vida trabajando en los campos de guineo (banano) y yuca, en la construcción, o en lo que surja, donde gana lo justo para sobrevivir y mantener a su mujer y sus cinco hijos –cuatro de los cuales estudian en Haití-.
"Alguna vez no puedes comer bien para que los hijos vayan a la escuela y no pasen hambre", lamenta el inmigrante.
Precisamente los altos costos es uno de los principales problemas con el que se han encontrado muchos inmigrantes haitianos a la hora de registrarse en el plan de regularización.
Amenazas
A Neville lo está ayudando una organización de trabajadores a reunir los papeles, pero con los 250 pesos dominicanos que gana al día (unos US$5,5), no podría pagar los hasta 15.000 pesos (US$ 333) que pide un abogado para hacer los trámites.
En esta hilera de casas en la comunidad de Ranchadero vivían 11 familias por 500 pesos dominicanos al mes (unos US$11). Ahora sólo quedan cinco. El resto se fueron por temor a las deportaciones.
Pero no todos sus vecinos están tan tranquilos.
De hecho, en su comunidad, muchas casas se han quedado vacías después de que las familias huyeran por miedo a las deportaciones forzosas.
"La mayoría ¿tú sabes por qué se fueron?", explica Jackson Lorrain, el líder sindical que ayuda a Neville a reunir los papeles de los vecinos.
"Porque (algunos policías) llegan a la puerta de donde viven los migrantes y les dicen ¡ay!, ¿cuándo ustedes se van? Entonces contestan que ya pronto va a comenzar la deportación y que los van a devolver a todos. Los amenazan.
or eso la gente se está yendo de sus comunidades. No porque se quiera ir voluntariamente", apunta.
Prefieren volver a su país con sus pertenencias y sus familias antes de que un oficial de migración los detenga en medio de la calle y los expulse.
El ministro del Interior dominicano, José Ramón Fadul, aseguró que se dieron instrucciones a la policía y las Fuerzas Armadas "para el trato a las personas y que no haya atropellos" a partir del 1 de agosto, la última fecha dada de cuando podrían comenzar las deportaciones.
Pero la posibilidad de que se produzcan agresiones u otras violaciones de derechos humanos en las eventuales expulsiones y un vacío de la ley que hace que algunos inmigrantes se queden en situación prácticamente de apátridas, hizo saltar las alarmas en los despachos de los organismos internacionales y las ONGs.
Residentes después de medio siglo
El plan que levanta las susceptibilidades a nivel internacional y en República Dominicana (que defiende su derecho a decidir sus propias políticas migratorias), para sus principales destinatarios –los haitianos, que son el 87% de los inmigrantes en el país- tiene muchos sentimientos y significados.
Este lugar donde el gobierno dominicano da los carnets de residencia será también centro de detención cuando comiencen las deportaciones.
Como la justicia que le evoca a Osmán Noel, un haitiano menudo con una incipiente barba blanca que tras medio siglo exacto en República Dominicana -la mayoría de esos 600 meses picando caña de azúcar- por fin tiene un carnet que lo reconoce como residente legal en el país.
Con una camisa blanca impoluta y un sombrero marfil que contrastan con su piel oscura, Noel viajó desde el batey (finca) en el que vive en la provincia oriental del Seibo a Haina, ciudad aledaña a Santo Domingo, para recoger su tarjeta de residencia.
Muy elegante, como el resto de los cerca de 60 trabajadores de la caña jubilados con los que compartió un autobús verde algo destartalado, no puede ocultar su satisfacción:
Muchos trabajadores de la caña jubilados de los bateyes del este se han visto beneficiados por el plan de regularización.
"Este carnet es un derecho que me da el país y algo que dejaré a mis tres hijos", le dice Noel a BBC Mundo delante de la puerta del "Centro de acogida vacacional Haina", al lado del mar Caribe, y que, paradójicamente, se convertirá en una especie de centro de detención cuando comiencen las deportaciones.
Pero para quien Osman tiene palabras de agradecimiento es para Epifania Saint Charles, una joven dominicana de origen haitiano que trabaja en una organización que ayudó a los cañeros de los bateyes del Seibo a legalizar su situación y les costeó los trámites.
Para ella, la entrega de los carnets a los trabajadores de la caña jubilados –un sector ampliamente beneficiado por el plan de regularización- también es un acto de justicia.
"Son personas que tienen entre 40 y 60 años viviendo en el país. Yo nací y crecí en el batey y me encontré con ellos", afirma en declaraciones a BBC Mundo. "Esas personas han echado toda la vida aquí, ya son de aquí. ¿Pa dónde van esos viejitos, pa dónde los van a llevar? Tienen familia, hijos… No es necesario que los deporten ".
Sin embargo, Saint Charles reconoce que el plan deja fuera a mucha gente –se estima que al menos 180.000 personas-, como los hijos de inmigrantes haitianos que nacieron después del año 2007 y que no pudieron registrarse por no poder demostrar la estadía legal de sus padres.
La OEA advirtó en un informe emitido esta misma semana y que fue fuertemente criticado por República Dominicana que esas personas corren el riesgo de quedar apátridas, de "no contar con ninguna nacionalidad conocida".
Los inmigrantes lamentan el alto costo de los trámites y la dificultad para conseguir algunos papeles para su regularización.