Ahora que se acerca el tercer aniversario del estallido, y con la claridad que comienza a dejar el paso del tiempo, se pueden elaborar algunas ideas más decantadas sobre sus orígenes y consecuencias. Son diversos los factores que interactuaron entre sí, y que influyeron en el origen del estallido social, no solo uno, como se le suele atribuir simplistamente a la inequidad (por cierto que verdadera e irritante).
Los factores principales van enumerados entre paréntesis () para facilitar la labor del lector.
Larga lista de factores causales.
Hubo una evidente expresión local de mega tendencias internacionales: la crisis mundial de representatividad política de la década 2010-20, con numerosos conflictos de carácter social, político y económico en París, Nueva York y Madrid, por nombrar solo algunos. Es demasiada la casualidad como para pretender que no influyó en Chile.
Así, (1): la representatividad de nuestros partidos políticos, mediadores naturales de las inquietudes ciudadanas, estaba y está en el suelo. Es el punto de partida que desencadenó todo el resto de los problemas.
Luego, entre los factores locales, el modelo neoliberal llevado al extremo efectivamente generó en Chile (2): elevadísima segregación social, urbana y educativa, con muchas escuelas públicas convertidas en verdaderos guetos de desesperanza aprendida, en barrios pobres de todo el país, no sólo en el INBA; y anomia, entendida como deterioro generalizado del contrato social, expresada en el desprecio por los derechos de los demás. La solidaridad social se nos fue escurriendo entre las manos desde el gobierno de Pinochet en adelante.
Más allá del modelo neoliberal “puro y casto”, hubo (3): numerosos abusos y colusiones con su consecuente y legítima irritación, especialmente cuando las sanciones fueron clases de ética o palmaditas en la mano.
Poderosa señal: es mejor robar mucho que robar una gallina. Por cierto, debemos agregar al explosivo coctel (4): la sensación de fragilidad económica en vastos sectores de la endeudada clase media: bastaba y sigue bastando con una enfermedad en la familia o un desempleo pasajero para caer en la pobreza. Aunque el ingreso per cápita mejoró mucho, y el Gini mejoró algo en los 30 años, esta fragilidad abarca fácilmente al 60 o 70% de los ciudadanos.
No es exagerado afirmar que sólo el 20% de los hogares más ricos de Chile goza de tranquilidad económica, a la vez que, según Forbes, 10 personas concentran un patrimonio cercano a US$ 40 mil millones.
Perdón por la larga letanía, pero los factores son muchos y es imprescindible mencionarlos todos, pues la eventual solución a esta crisis pasa por abordarlos todos.
Prosigo entonces (5): la expansión indiscriminada de la educación universitaria en la década anterior al estallido, alimentada por una defectuosa o a veces inexistente acreditación de universidades y carreras, generó y sigue generando más de un millón de portadores de títulos devaluados o de plano inservibles.
¿Se imagina el lector la frustración de farrearse 4-6 años para terminar de chofer o de vendedor de huevitos de campo a domicilio en el barrio alto?
Negligencias del Estado
El Estado mantuvo por décadas una gran negligencia respecto a problemas clave, como (6) el abuso infantil, 26% con niveles graves de violencia intrafamiliar, (7): las patologías mentales, hoy ya epidémicas, peor aún después de la pandemia, (8): cárceles con elevada reincidencia, verdaderas escuelas del crimen, (9): permisividad respecto a la emergencia de narcos, anarcos y barras bravas. Para la elite, estos eran problemas que no los (nos) afectaban mayormente. Por ende, se formó un ejército potencial de encapuchados a punto de descargar su ira sobre la sociedad. El barril de pólvora ya estaba simplemente esperando la chispa.
El gobierno de Piñera.
El detonador del barril de pólvora fue la contingencia de un gobierno políticamente inepto, de actitud gerencialista, con frecuentes declaraciones desafortunadas (“si quieren arreglar la escuela organicen un bingo”, “aprovechen, que las flores están baratas”).
Bastó así con una mini chispa de 30 pesos para que los estudiantes, obviamente de la educación pública, reaccionaran saltando torniquetes (envejeció mal el twitteo de Giorgio Jackson: “gracias totales, cabr@s”), más una maxi chispa posiblemente planificada en siete estaciones de Metro incendiadas casi simultáneamente el mismo 18 de octubre, para detonar la conflagración, que prendió muy rápidamente.
La violencia ya era difícil de parar, aun con magníficas propuestas sociales y constitucionales. Para rematar, hubo un círculo vicioso difícil de romper: violencia -> reacción de (10) una policía con graves problemas internos y desbordada -> inevitables muertes y heridos -> oposición y violentistas denunciando la violación de DDHH como política de gobierno -> acusaciones constitucionales -> más violencia -> mayores dificultades para pactar soluciones.
Derrocar al gobierno de Piñera se convirtió en una meta explícita de los violentistas y también de la izquierda dura, y si no fuera por las Fuerzas Especiales, se habrían tomado La Moneda, con consecuencias inimaginables hasta hoy, incluyendo una posible guerra civil. El pacto constitucional fue como un clavo ardiendo al que se agarraron el gobierno y la mayor parte de los partidos, y el gran mérito de Boric fue haberlo firmado.
La culpa la tenemos todos los ABC1.
El “modelo” implantado por Pinochet, y que todavía perdura en su esencia, generó (11) actitudes de individualismo extremo en el sector ABC1 (“yo me pago mi Isapre, mi AFP, y las escuelas particulares de mis hijos, y el resto que se joda”), acompañado de fuertes desconfianzas e incluso agresiones interpersonales y grupales.
A la elite chilena, tanto la económica como la política, no le interesó reaccionar a las denuncias de abusos e inequidad frente a meras manifestaciones pacíficas y masivas por la educación escolar, la universitaria o las AFP, que se sucedieron el 2006, el 2011, o el 2017 por nombrar las más importantes.
Así, finalmente pagamos todos, justos y pecadores, ricos y sobre todo los más pobres, el costo de una violencia sicopática y nihilista que se derramó sobre Chile y se desbordó en magnitud, duración y virulencia, y además con participación de actores que no tuvieron ningún interés en detenerla, los “del baile de los que sobran”: un joven abusado del Sename, o un desempleado que desertó de la educación media o superior, encontró el canal de expresión de su rabia, y de gratificante participación grupal, incendiando y destrozando. Por algo se llamó “estallido”. Estallido de rabia. Hoy ya no hay estallido pero la rabia sigue igualita.
Tres años más tarde.
El balance arroja: un proyecto constitucional completamente fracasado, la elección de un gobierno octubrista que todavía no atina en despojarse de su octubrismo, deterioro urbano con una fealdad que atraviesa el alma, crispación política, y una crisis económica que nos pasó de un plumazo desde la vanguardia a la retaguardia del crecimiento latinoamericano.
Quien crea que una nueva Constitución bastará para arreglar este entuerto está muy equivocado, aunque en algo muy importante podría ayudar, si nos dota de un nuevo y mejor sistema político y de partidos que recuperen en algo su representatividad, punto de partida del problema.
Pero ojo, quienes crean que este texto sagrado mejorará por si misma la desigualdad o los derechos sociales solo padece de un brote del realismo mágico de la literatura latinoamericana. Esos aspectos mejorarán únicamente con mayor productividad y mejor estructura tributaria, asuntos al alcance de cualquier constitución, incluida la actual.
Nadie, nadie tiene derecho a rasgarse las vestiduras viendo la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio respecto a lo ocurrido en estos tres años. Mientras no partamos por asumir nuestras múltiples y variadas responsabilidades, desde distintas veredas, no podremos lograr un pacto político para reconstruir el país, y reconstruirlo significa corregir, o al menos paliar, la lista de los 11 problemas, errores y omisiones arriba mencionadas. Tomará con suerte una, si es que no dos décadas de persistente esfuerzo y paciencia.