En su primera entrevista a un medio internacional como presidente electo, Gabriel Boric le comentaba a la BBC: “Me da mucha esperanza y espero tener un trabajo codo a codo con Lucho Arce en Bolivia, si Lula gana las elecciones en Brasil con Lula, la experiencia de Gustavo Petro si se consolida en Colombia. Creo que ahí se puede armar un eje tremendamente interesante”.

Es imposible no ver esta declaración enmarcada en la crecientemente popular noción de que América Latina está viviendo un nuevo giro a la izquierda, como el que vivió a comienzos del siglo XXI.

Por otro lado, la idea de que los países de la región están viviendo una nueva “ola rosada” está lejos de ser un consenso. Para empezar, parece bastante claro que este eventual giro tiene varias diferencias con el anterior. Después de todo, en la misma entrevista el presidente Boric se apresuraba a aclarar su distancia con los regímenes nicaragüense y venezolano.

En general, los referentes que están llegando al poder, o se ven bien aspectados para ganar sus elecciones, levantan discursos menos refundacionales, en términos económicos, que sus pares del ciclo anterior. Además, en esta nueva ola las banderas levantadas tienen muchos más colores que el rosado. Las banderas moradas del feminismo y verdes del ecologismo han tomado un rol protagónico.

Quizás lo que más dificulta hablar de un nuevo giro a la izquierda es describir lo que hubo entre ambos giros. Algunos habían afirmado que este periodo correspondía a un “giro a la derecha”. Se basaban en las victorias de referentes de derecha en Chile, Perú, Argentina y Brasil. Otros, como el Economist, han desechado por completo la idea de giros a la izquierda o derecha y han visto en todos estos cambios de signo político de América Latina un reflejo del sentimiento anti incumbentes, y no alguna disposición ideológica.

En esta columna propongo que una de las cosas que marcan este nuevo giro es la experiencia de los giros previos, lo que predispone a un cierto escepticismo a los discursos grandilocuentes y explica su expresión ideológica difusa. Este nuevo “giro a la izquierda” puede entonces entenderse más como un giro hacia un proyecto de inserción global marcado por agendas que inherentemente trascienden las fronteras nacionales y del subcontinente, como la agenda de crisis climática, feminista y de respeto a los derechos humanos.

El primer giro a la izquierda

A comienzos del siglo XXI, varios proyectos de izquierda comandaron procesos de transformación en sus países. Sin embargo, englobar a esta diversidad de proyectos bajo el rotulo de “ola rosada” fue siempre controversial, debido a su heterogeneidad. Por lo mismo, las descripciones de este giro solían hablar de (al menos) dos izquierdas.

Serían las posiciones ante el liberalismo las que explican algunas de las diferencias de estas fuerzas de izquierda. Mientras que un grupo de izquierdas en América Latina aceptó la validez de los procedimientos liberales, como la representación parlamentaria, la codificación de los derechos ciudadanos y la separación de poderes, las vertientes populistas plantearon sortear los mecanismo burocráticos y constitucionales del liberalismo, entendidos como instrumentos de exclusión y control oligárquico, y buscaron expresar la voluntad popular directa y espontáneamente (Beasley-Murray, Cameron y Hershberg, 2009). Sin duda, el más reconocido exponente de la segunda vertiente fue Hugo Chávez, en Venezuela.

Por otro lado, en aquel periodo, los gobiernos progresistas pudieron aprovechar un boom de los commodities que permitió financiar varios programas de desarrollo social y reducir significativamente la pobreza. El principal motor de este boom fue la demanda china por recursos naturales. El comercio de América Latina con China se ha multiplicado por nada menos que 26 en las dos décadas que siguieron el 2000.

Geopolíticamente, esto implicó una menor influencia de Estados Unidos. Las izquierda de la esfera bolivariana aprovechó esta mayor autonomía para ensayar nuevas alianzas internacionales, lo que se expresó en la conformación de foros internacionales como el ALBA y UNASUR. Estos espacios eran espacios para una Latinoamérica que se miraba a sí misma y volvía a priorizar los vínculos entre los países de la región. Como explican Schuster y Stefanoni, fue “un regionalismo que oficiaba de internacionalismo localista”, con abundantes referencias a la “patria grande”. En buena medida, el primer “giro a la izquierda” de América Latina fue un giro hacia sí misma.

Cómo Venezuela desencadenó un giro a la derecha

Lo que vino después fue la deriva autoritaria del chavismo y el colapso económico, a medida que se terminaba el boom de los commodities y se comenzaba a sentir el efecto de unas políticas públicas que priorizaron gastar la bonanza, sin conformar cambios significativos en la estructura productiva. El golpe de gracia lo terminó dando las sanciones económicas impuestas a Venezuela.

El resultado fue una progresiva “venezuelización” de la política latinoamericana, sobre todo a partir de la crisis financiera de Venezuela en 2009 y su posterior desplome económico generalizado en 2016. A lo largo del subcontinente distintas fuerzas de la derecha y centroderecha política empezaron a tomar fuerza con un discurso que combinaba su ideario histórico con referencias concretas a Venezuela y al giro reciente en la política regional. Por cierto, en Chile se sintió este influjo con fuerza en la campaña de segunda vuelta del entonces candidato Sebastián Piñera y las referencias a “Chilezuela”.

Quien lideró este giro fue, en buena medida, Argentina, con la candidatura de Mauricio Macri (de hecho, Macri dio su apoyo a Piñera durante la campaña). Esta derecha empujaba un retorno a los consensos mundiales de los noventa con una programa “pos o antipopulista de tipo republicano, modernizador y de ‘vuelta al mundo’”, lo que implicaba alejarse de las orgánicas constituidas durante el primer giro de izquierdas. Como declaró el mismo Macri en la reunión anual de la Clinton Global Initiative, el proyecto de esta centroderecha fue “…volver a ser parte del mundo y cortar con el aislacionismo”.

Estas derechas se preparaban para llegar a un mundo y un Estados Unidos con el optimismo noventero en la globalización. En su lugar se encontraron con el auge de las nuevas derechas nacionalistas y, en particular, se encontraron con Donald Trump (Macri dio su apoyo a Hillary Clinton en la disputa con Trump). Un Estados Unidos que abandonaba el acuerdo de Paris y el TPP. Parafraseando a Andrés Malamud, cuando la derecha latinoamericana quiso salir al mundo, el mundo ya no estaba allí. Eso explica, también, cierto giros neosoberanistas de Piñera, negándose a firmar el acuerdo de Escazú y el pacto de Marrakaech. Más allá de los argumentos entregados, pocos dudarían que el Piñera del primer mandato, con Obama en la Casa Blanca, hubiese firmado esos acuerdos.

Para terminar de coronar el choque de realidad que enfrentó esta centroderecha, llegó una derecha alineada con el proyecto de Trump de la mano de Jair Bolsonaro en Brasil. Esto, en parte, explica la imposibilidad que tuvo el giro a la derecha para consolidarse y que quizás su única articulación se diera en torno a Venezuela, a través del Grupo de Lima y Prosur. En buena medida, el “giro a la derecha” de América fue un giro de alejamiento a la influencia de Venezuela.

¿Hay un segundo giro a la izquierda?

Esta ola tiene menos discursos grandilocuentes de refundación que la del primer giro. Marcada por la sombra del fracaso chavista, existe un mayor reconocimiento de la importancia de la institucionalidad democrática y resquemor a la concentración de poder. Además, el feminismo y ecologismo han tomado un rol protagónico. Más que ola rosada, parece abundar el morado feminista y el verde ecologista.

En términos de política exterior, este giro también muestra al menos dos grandes tendencias.

Un sector ha propuesto una estrategia de “no alineamiento activo”. Una especie de actualización del no alineamiento de la guerra fría, en este caso enmarcado en la disputa entre Estados Unidos y China. Este consistiría en una posición que “no se incline ante ninguna de las grandes potencias, sino que tome sus decisiones solo tomando en cuenta los intereses nacionales objetivos de los países latinoamericanos”.

La  otra posición es la que se ha expresado como “autonomía estratégica”. Esta posición propone que seguimos en un mundo multipolar, complejo y fragmentado. Por eso se propone una camino de “diplomacia emprendedora”, construyendo alianzas regionales y globales ad-hoc, con un fuerte énfasis en el multilateralismo y la diplomacia en nichos como la agenda de derechos humanos y de crisis climática. Es un giro hacia el mundo, pero no a los consenso de los noventa, como pretendió el giro a la derecha.

El gobierno de Boric, se ha vuelto una expresión de la segunda estrategia. Así me parece que se puede entender el abandono de una posición de no alineamiento ante la invasión rusa (Boric adoptó una explicita y marcada posición de denuncia), a la vez que reafirmaba su posición de defensa de los derechos humanos en el mundo, sin importar el color político.

Por otro lado, en su primera conferencia en el cargo, el presidente Boric remarcó la necesidad de organizaciones regionales que no dependan del signo ideológico de los gobiernos, para fortalecer de verdad la voz de la región en el mundo. Después de Unasur y Prosur, hay pocas ganas de otro acrónimo terminado en “sur”, que represente la última tendencia ideológica de la región.

En definitiva, quizás ha llegado la hora de dejar de girar, y empezar a avanzar.

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