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Sigur Rós: Mundo mágico

Sigur Rós: Mundo mágico
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La banda islandesa debutó en Chile ante 11 mil personas en el Movistar Arena.
Síguenos en Google News Síguenos en Google News Por Bastián García Santander

 

El olor de la marihuana guía el camino hacia el sector cancha en el Movistar Arena y también antecede lo que está por venir. Sigur Rós, la banda islandesa de culto y número esencial del post rock, debuta en Chile acompañado de una experiencia que ataca el subconsciente, que juega a adormecer los sentidos para luego sacudirlos, como si se tratara de ese segundo justo antes de despertar.

 

De hecho, el espectáculo plantea una puesta en escena en tres dimensiones, utilizando no solo lo ancho sino también lo largo del escenario. Hay una serie de estacas lumínicas verticales fijas a unos tubos horizontales de la misma tecnología para dar la sensación de volumen, justo delante de una pantalla central imponente y dos laterales que a lo largo del show desintegrarán con diversos filtros las figuras de los protagonistas.

 

Y ante 11 mil personas aparecen el bajista Georg Hólm, el baterista y tecladista Orri Páll Dýrason, y Jónsi, el cerebro del conjunto, como un equipo que a través de una sencilla instrumentación es capaz de estremecer a su audiencia a tal punto que la cantidad de smartphones en el aire intentando capturar algún momento del show fue mínima.

 

 

Con Sigur Rós se trata de percibir, de dejarse llevar hacia paisajes oníricos, donde las luces de los paneles bailan como luciérnagas o chispean como el fuego; pero también de sumergirse dentro de uno mismo, haciendo una interpretación íntima del vonlenska —ese idioma creado por la banda que no tiene un significado real— e imaginar la pena, la alegría y la rabia de acuerdo a la historia personal.

 

Porque las sinfonías orquestadas desde el piano o las murallas de ruido generadas por el arco encontrándose con las cuerdas de la guitarra, además de la voz coral de Jónsi, son tan etéreas que Orri Páll Dýrason se vuelve clave en la ecuación. El percusionista es el cable a tierra, el hombre que raya los límites de las obras, entregándoles ritmo, pausas y velocidades a un grupo de canciones al que es difícil seguirle la marcha.

 

Aunque las proyecciones de tierras apocalípticas, universos que se fortalecen de energía y la disección de la cabeza del frontman, en una especie de sueño digital, capturan ese mundo mágico propuesto por la banda que asemeja a un sueño, pero que cuando se convierte en pesadilla amenaza con explotar en cualquier momento. 

 

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