Riesgo de suicidio entre la población migrante: ¿miramos para otro lado?
Resulta complejo dibujar la realidad de las migraciones y su relación con el suicidio. Pese a las abundantes referencias bibliográficas sobre salud mental y migraciones, pocos estudios reflejan la relación entre la población migrante –y, más concretamente, la población refugiada– y los actos suicidas.
Por ejemplo, se ha observado un incremento del 24,3 % de los suicidios en la población migrante residente en España entre 2018 y 2021. Estos casos suponen un 12.1 % de las cifras actuales, contribuyendo a la tasa de 8,45 suicidios por cada 100 000 habitantes y a las 4 003 muertes totales registradas en 2021.
Se considera que la soledad, el aislamiento, las circunstancias económicas y la sensación de falta de futuro son factores desestabilizadores de la salud mental bajo condiciones de migración, sea forzada o no. Es, por tanto, necesario incluir al colectivo de migrantes como un grupo social básico para vertebrar los programas de prevención de suicidios.
En estrecha convivencia con la muerte
Además, las condiciones de la migración irregular suponen un desafío a la muerte y, de algún modo, implican una convivencia con la misma. Por ejemplo, estos desplazados tienen que atravesar durante el viaje ríos, montañas o barrancos y se exponen reiteradamente a situaciones que ponen en riesgo su integridad física.
A esto se suma que deben afrontar conflictos interpersonales que, a menudo, implican violencia. En las zonas fronterizas y en los campos de refugio se exacerban las condiciones de abuso hacia los grupos vulnerables. Se ha constatado que a mayor distancia entre el lugar de origen y el de destino, mayor probabilidad de exposición a situaciones violentas durante el tránsito.
Consecuencias humanas de la “necropolítica”
Llegados a este punto, ¿podría considerarse la propia migración irregular un acto suicida? Pese a que los migrantes persiguen la supervivencia más que la muerte, algunos datos avalan esta idea. Según el Proyecto Migrantes Desaparecidos de la Organización Internacional de Migraciones, más de 3 000 personas fallecieron o desaparecieron el año pasado en el Mediterráneo. Y, con toda seguridad, el número real de víctimas es muy superior a las cifras registradas.
Muchas personas migrantes desaparecidas engrosan cifras negras en el ámbito de la criminología; es decir, las violaciones de derechos humanos que sufren a lo largo del desplazamiento no son objeto de denuncia. Además, por las propias características de la migración es difícil, sino imposible, hacer un censo preciso de las personas muertas y desaparecidas durante la travesía.
Así, desde que en 1988 se documentó en la costa de Tarifa (Cádiz) el primer cuerpo sin vida de un migrante llegado a territorio español, hay consciencia de que la muerte acompaña a quien migra sin autorización a otro país. El concepto de “necropolítica”, acuñado por el historiador y teórico político camerunés Achille Mbembe, rige hoy las estrategias geopolíticas que establecen quién debe vivir y quién debe morir en los estados modernos.
En el campo de la sociología, Zygmunt Bauman subrayó que la manera de enfrentarnos a la actual crisis humana condena la ayuda al necesitado y es una estrategia condenada al fracaso.
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Hace falta más investigación
Puede, pues, afirmarse que las actuales condiciones migratorias son exposiciones continuas y sistemáticas a la muerte. Sin embargo, falta evidencia empírica que establezca vínculos significativos de las ideaciones y actos suicidas con la población migrante y refugiada. Aunque la prevalencia de intentos suicidas entre refugiados y el resto de la población de los estados de acogida es similar, la ideación suicida sí resulta más habitual en el primer colectivo.
Además, estudios recientes apuntan a la gestión administrativa de la protección internacional como un factor relevante en este contexto. Así, hay una mayor tasa de ideación suicida entre solicitantes de asilo o en personas en campos de refugio o en centros de control de la migración que en la población del país de acogida.
Por lo tanto, la situación residencial es un elemento a considerar. No es de extrañar que las condiciones de hacinamiento o de convivencia forzada con otras familias o individuos constituyan un riesgo para la salud y la estabilidad mental de estas personas. En algunos centros de acogida para refugiados y migrantes estas realidades son muy habituales.
Sin embargo, debemos tomar estos datos con cautela. Los factores socioeconómicos, socioculturales (por ejemplo, la religión), la esperanza en el futuro, la ruptura de expectativas o la acumulación de eventos traumáticos son otros tantos factores que mediatizan el riesgo suicida.
De lo que no hay duda es que las condiciones actuales de la migración forzosa plantean un riesgo para la estabilidad mental de quien abandona su país. Además, no satisfacer sus necesidades psicológicas obstaculiza su recuperación emocional y entorpece la convivencia en los estados de acogida. Dicho de otro modo: se requiere mejorar la calidad de vida de estas personas para minimizar sus riesgos suicidas.
Marta Guarch-Rubio no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.