El universo no tiene pudor en desvelarnos su edad. Son numerosas las rutas que nos ofrece realizar para averiguar cuánto tiempo ha transcurrido desde el Big Bang hasta este momento presente. Estimamos que han pasado 13.400 millones de años, con una incertidumbre de 200 millones.
Un margen de error de cientos de millones de años no es poca cosa. Sin embargo, esa inexactitud se está estrechando gracias a los cronómetros cósmicos, cada vez más precisos.
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Para conocer la edad del universo aprovechamos que se está expandiendo, algo que sabemos desde hace casi 100 años.
Esta expansión produce fenómenos con cifras mareantes. Por ejemplo, nuestro vecino de galaxia, el agujero negro Sagitario A* se está separando a 80.000 km/s de sus primos de la lejana OJ287.
Básicamente ocurre con casi todos los agujeros negros del universo. Se están separando entre sí al ritmo que lo hacen sus galaxias anfitrionas. Sin embargo, la veracidad de las conclusiones científicas se sustenta en la repetición de los experimentos. Y eso es algo que no permite el universo.
Cómo medir el tiempo desde el Big Bang
Para compensar esa carencia comparamos distintas fuentes de datos. De esa manera conseguimos ajustar bien nuestros cronómetros cósmicos. Pero ¿cómo conseguimos medir el tiempo transcurrido desde el Big Bang?
Nuestro dato fundamental es el factor de Hubble. Es una cantidad que representa el crecimiento porcentual del universo promediado en el tiempo. Imaginemos que podemos medir ese crecimiento en sí y también a qué ritmo se ha producido. Combinando ambos obtenemos el tiempo transcurrido en esa evolución. Es decir, tenemos un cronómetro cósmico.
Pero pongámoslo en términos cotidianos. Un cosmético revolucionario promete hacer las pestañas el doble de largas en 60 días. Así que si lo aplicamos y vemos que nuestras pestañas han crecido un 50 % habrá transcurrido un mes. ¿No?
No, quizá no. Si no hemos aplicado el producto a diario constantemente el crecimiento se habrá ralentizado. Deducimos así que medir tiempo en base a cambio de tamaño puede llevar a error. Necesitamos conocer bien qué ha ocurrido día a día. Es lo que llamamos controlar el experimento. Entonces ¿será también ese un mal método para medir la edad del universo?
Cuando el universo era más joven que la Tierra
En 1947 G. Gamow usó los datos de Hubble para estimar que la edad del universo serían 2.500 millones de años. Poco después los geólogos databan la edad de la Tierra en 4.500 millones de años. ¿Cómo podía ser el universo más joven que nuestro planeta?
Obviamente la estimación de la edad del universo era incorrecta. El problema era que no se entendía suficientemente bien de qué está hecho. Pero sí se sabía que la expansión normalmente disminuye la densidad de las componentes del universo. Y según su naturaleza van a distintos ritmos.
En las épocas primitivas del universo dominaba la radiación. Como la radiación se diluye muy rápidamente, fue reemplazada por la materia oscura, ya que su densidad se hace pequeña más despacio. Todo esto sigue el dictado de las ecuaciones de Einstein. La naturaleza tanto de la radiación como de la materia oscura hacen al universo decelerarse. Eso quiere decir que, aunque en esas etapas también había expansión, su ritmo se hacía cada vez más pequeño.
Pero esto chocaba con la evidencia. El ritmo de expansión del universo estaba creciendo.
La llegada de la energía oscura
Había una componente nueva reclamando protagonismo: la energía oscura. Por una de esas coincidencias mágicas, los efectos de las distintas etapas del universo se compensan. Es decir, el retraso primitivo en el ritmo de expansión se lo ha comido el acelerón actual. Por ello, es sensato adivinar cuán viejo es el universo directamente a partir del factor de Hubble.
Reiteramos que en este tipo de trabajo hace falta medir aumentos de escala en nada menos que el propio universo. Para ello aprovechamos que la expansión ensancha la longitud de onda que nos llega de los astros. El efecto correspondiente es el llamado corrimiento al rojo. Esto se hace, por ejemplo, en espectroscopía usando amplios catálogos con patrones de intensidades y longitudes de onda. Así se identifican objetos prácticamente idénticos entre sí pero a distintas profundidades en el universo.
Es importante tener en cuenta que cuanto más lejos se encuentren comparativamente su luz habrá sufrido más estiramiento. Por ejemplo, la luz roja que nos llega de la galaxia más lejana conocida, GN-z11, es ultravioleta en origen.
La base de los cronómetros cósmicos
Calculando el corrimiento al rojo de una galaxia estimamos la expansión que se haya producido desde el momento en que se emitió cada rayo de luz. Y a continuación se repite el cálculo con una galaxia idéntica y se comparan los resultados.
El siguiente paso es promediar esa diferencia de expansión en el intervalo de tiempo correspondiente. Precisamente esa ventana temporal será la diferencia de tiempo de viaje de la luz según venga de una galaxia u otra. Eso equivale a obtener la diferencia entre las edades de las galaxias.
Así se forja una técnica que está emergiendo con fuerza, la de los llamados cronómetros cósmicos. Con esta idea brillante (nunca mejor dicho) se espera poder arbitrar la disputa de los valores del factor de Hubble entre las medidas del universo local y el profundo.
Un atajo para conocer la edad de cada estrella
Como las galaxias tienen cientos de miles de millones de estrellas, hay que tener un poco de cuidado.
Para obtener las edades de las galaxias hay que promediar demográficamente las edades de sus estrellas. Y, curiosamente, lo hacemos respetando su ley de protección de datos. Esto no es porque queramos, sino porque no podemos hacerlo de otro modo. Se puede intuir la imposibilidad de averiguar la edad de cada estrella de forma individual.
Afortunadamente, un truco providencial facilita la tarea. Consiste en usar con éxito una señal muy específica de cambio de intensidad de la luz emitida en los 4.000 ángstroms. Se produce por la presencia de metales calentando la galaxia y permite redondear la técnica de los cronómetros cósmicos.
En realidad no solo estimamos de esta manera el factor de Hubble actual, sino también para épocas anteriores. Combinando esto con la cosmología relativista refinamos nuestro conocimiento sobre la energía oscura. Y la rueda sigue girando dándonos respuestas sobre las componentes del universo.
Actualmente tenemos solo una cantidad modesta de ese tipo de cronómetros cósmicos, pero de una precisión exquisita, eso sí. Sin embargo hay grandes esperanzas de rascar algunos más de misiones futuras.
Eso permitiría construir un catálogo potente e informativo. Lo experimentos prometedores a los que me refiero son el EUCLID y el Nancy Roman. Sin duda, mejorarán las perspectivas de los cronómetros cósmicos para posicionarse como piezas clave para medir no solo el factor de Hubble sino la propia evolución del universo.
Estos avances engordarán nuestra arrogancia para abordar el mayor enigma de todos. ¿Cómo se formó el universo? No lo sabemos, pero podemos reafirmarnos en lo que dijo Maxwell: "La ignorancia totalmente consciente es un preludio de todo avance real en el conocimiento".
*Este artículo se publicó originalmente en The Conversation. Puedes leer la versión original aquí.
Ruth Lazkoz es profesora de Física Teórica en la Universidad del País Vasco, Euskal Herriko Unibertsitatea.