Por Matías Sánchez J., Carolina Acuña C. y Paulina Figueroa C.
―Hola, ¿cómo están? Pase, pase…
Son cerca de las 11 de la mañana de un caluroso miércoles de octubre y Rosa (su nombre ha sido cambiado) está parada en la puerta de su departamento que no supera los 30 metros cuadrados. En vez de usar un delantal, viste una polera sin mangas, calzas y zapatillas deportivas. Es venezolana y tiene cerca de 35 años.
―Ellos son mi hija e hijo ―dice Rosa sobre dos niños que se le acercan mientras cierra la puerta. De fondo se escuchan risas, gritos y balbuceos de más niños.
En el living, las paredes están decoradas con varias imágenes infantiles junto con las vocales, el abecedario y una pizarra blanca para dibujar. El mesón de la cocina americana es el único mueble en el lugar. El departamento tiene una sola habitación y la utiliza Rosa para dormir. Ahí tiene la mayoría de sus cosas personales. El baño lo deben compartir todos: niños y adultos.
El piso está recubierto de las típicas alfombras de goma de colores que amortiguan las caídas de los niños. El lugar no es amplio. No supera los 15 metros cuadrados y, en ese espacio, son ocho los niños que conviven.
Los otros departamentos y edificios del sector son similares en tamaño, ya que todos pertenecen a las grandes construcciones que, en el último tiempo, se han apoderado del cielo en Estación Central.
Rosa asegura ser psicopedagoga y se dedica, hace casi tres años, al cuidado de niños. Cuenta que el negocio informal lo comenzó su madre y hermana, las que transformaron el pequeño departamento en una guardería.
―Tenemos que trabajar ―confiesa Rosa. Pero ella no es la única mujer con este servicio en el edificio. Tampoco en Estación Central.
A comienzo de octubre, la mayoría de los medios de comunicación informaron sobre un estremecedor video que se viralizó en redes sociales: un niño de 2 años colgaba desde la baranda de un balcón, a 21 pisos de altura. Era un departamento, en la misma comuna, que funcionaba como guardería informal.
Con el registro también se reveló una realidad que se mantuvo en segundo plano en el último tiempo, detrás de las sombras que entregan estas construcciones: la falta de cupo de salas cunas y jardines infantiles públicos en Estación Central. Un problema que rápidamente encontró la solución entre sus propias megatorres, convirtiendo algunos departamentos en espacios informales para el cuidado de los niños.
“Reportajes T13” investigó las guarderías clandestinas ubicadas en los ―mal llamados― “guetos verticales” de Estación Central, detectando en 10 edificios más de 20 departamentos ilegales dedicados a este rubro, todo en un radio de un kilómetro a la redonda.
Rosa sabe que su trabajo es una solución parche al problema. De los ocho niños que cuida, la mayoría no supera los tres años. Algunos son de nacionalidad chilena y otros son hijos de migrantes que llegaron hace poco al país, y a la comuna. Sin embargo, todos comparten un punto en común: sus padres no tienen otra opción más que recurrir a estos lugares. Todos están atados de manos por la falta de cupos que entrega el Estado.
Mientras Rosa explica las condiciones de su guardería, se acomoda en el suelo. Luce cansada, pero aún le faltan 8 horas más de trabajo. A su lado, algunos niños juegan y otros ven Peppa Pig en el televisor. Excepto una. Sentada en la pequeña terraza del departamento, una niña está absorta mirando el cielo. Nadie la acompaña. A su alrededor solo hay unos peluches y muñecas. Rosa dice que tiene trastorno del espectro autista (TEA).
―¿Por qué está en la terraza?
―Le cuesta compartir con los demás, se aísla. No puedo estar todo el día encima de ella, con los otros niños se me hace difícil. Algunos se mueven por el departamento y es imposible vigilarlos a todos. Otros intentan abrir la puerta y es inevitable…
―¿Acá, ella recibe los estímulos necesarios?
―Mira, acá nosotros somos una guardería…
Antes de terminar su frase, Rosa interrumpe la conversación:
―¡No, hijita. No, no, no, bájate de ahí! ―grita, pero se mantiene sentada en el suelo.
De un momento a otro, la niña dejó de mirar el cielo y se paró. Segundos después estaba tratando de subirse a la baranda de la terraza del departamento.
Rosa tiene su guardería en el piso 27.
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En los últimos años, junto con la llegada de miles de extranjeros al país, Estación Central se convirtió en uno de los sectores de Santiago con mayor población migrante, asegura Felipe Muñoz, su alcalde.
―Es una comuna que creció de manera exponencial, en un periodo muy corto de tiempo. Pasamos de ser 120 mil a ser más de 210 mil habitantes, en cuatro a cinco años. La proliferación de edificios en altura no trajo consigo equipamiento comunal para hacerse cargo de este problema.
En Estación Central, la oferta de salas cuna y jardines infantiles está compuesta por nueve establecimientos de la Junji, cinco de Integra y cinco de la municipalidad, vía transferencia directa. Todos funcionan desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde, y son gratuitos. Pero ninguno tiene disponibilidad. No obstante, en el sector privado existen más de 30 establecimientos infantiles, algunos con disponibilidad inmediata, pero la mayoría bordea mensualmente los 300 mil pesos por niño.
―Lamentablemente, hemos visto sucesos que impactan de lo peligroso que puede resultar el no tener los cuidados suficientes para los niños y niñas. Ellos requieren contar con ciertos elementos de seguridad, que incluyan el desarrollo de los menores. Son criterios muy estrictos que establece la Junji y, en caso de no cumplirlos, estos niños se encontrarían en una vulneración de derechos ―comenta Felipe Muñoz, alcalde de Estación Central.
Sin embargo, otro de los principales problemas ―explica Yolanda Pizarro, subsecretaria de la Niñez― es cómo el sistema califica qué personas pueden optar o no a las salas cunas y jardines infantiles del Estado.
―Es importante no estigmatizar a las familias que acuden a estos servicios. Una parte importante de estas personas extranjeras, tal vez sus ingresos son mayores a lo que exige la Junji o Integra, pero no son suficientes para pagar un jardín o sala cuna particular. Entonces, aparece esta oferta que es una manera de sostener su propia realidad económica.
Pero encontrar una guardería en las altas edificaciones de Estación Central, no es tan difícil. Solo basta con preguntar en varios lugares. Los conserjes suelen conocer qué vecinos tienen estos espacios informales y se encargan de hacer el nexo con los departamentos. Algunos dirán que ya no existen o que no están permitidos en el edificio. Otros preguntarán: ¿No vio el video que salió hace unas semanas? ¿El del niño colgando del balcón? Mejor busque una sala cuna legal”.
También se puede dar con alguna, a través del dato de otra dueña de una guardería. Rosa, por ejemplo, recomendó sin ningún problema a Laura (su nombre ha sido cambiado), la que tiene un departamento similar en espacio. Ella también es venezolana, de unos 30 años. Vive en el piso 11 de otro edificio en Estación Central. Allí trabaja junto a otra mujer que la ayuda en la guardería.
Al salir del ascensor de su edificio, desde el pasillo ya se escucha a los niños. “Tenemos 11, pero podemos cuidar hasta 15”, dice Laura. Ellas trabajan desde las ocho de la mañana hasta las siete de la tarde. Pero Laura reconoce que les cuesta sobrellevar el horario y la carga laboral.
―En la mañana no están todos los niños, entonces ella (su compañera) llega más tarde. Después, la que llegó más temprano, se va antes. Y así nos vamos turnando porque se hace pesado igual.
En el living de Laura, los niños están sentados en sillas y mesas acorde a sus alturas, pintando con témperas sobre dibujos fotocopiados. Todos en un pequeño espacio, rodeados de decoración infantil. A simple vista, el lugar luce como una típica guardería infantil, pero construida a más de 30 metros de altura.
La mayoría de los niños se ve feliz, algo inquietos, pero sonriendo. Uno de ellos lleva una polera estampada con el dibujo de la cuchara Forky, el personaje de la película Toy Story 4. Mientras todos pintan, un niño del grupo comienza a comerse una de las témperas. Todos los miran en silencio y luego se ríen.
Por cada niño, Laura cuenta que puede llegar a cobrar hasta 130 mil pesos, dependiendo si es media o jornada completa. No incluye las comidas, pero sí tiene flexibilidad en el horario de retirada, algo que no ofrecen las salas cuna y jardines infantiles. Algunas veces, se queda hasta las ocho y media de la noche. Niños que están más de 12 horas seguidas en el departamento. También cuenta que solo acepta hasta los 5 años y, si son mayores, exige ―como requisito― que hayan postulado al colegio, pero no haber quedado seleccionado.
Ese departamento, Laura lo arrienda y utiliza como guardería desde hace menos de un año. “Antes tenía una casa, pero la me pidieron”, cuenta. Con su familia vive cuatro pisos más arriba y su compañera, en la torre de al lado.
Allí, Laura cuenta con una sola habitación, la que está destinada como espacio recreativo de la guardería. La puerta la mantiene cerrada, mientras Laura y la otra cuidadora están con el grupo de niños en el living. Pero al entrar, la pieza está vacía. No hay ninguna decoración o juguetes, ni alfombra de goma. No hay ningún adulto. Solo hay un coche vacío, un televisor colgado en la pared y unas cortinas arremangadas.
También hay dos puertas. Una cerrada: el baño. La otra puerta es el clóset y está abierta. En el suelo está sentado Jorge (su nombre ha sido cambiado), de un año y seis meses. En sus manos sostiene unos legos. Detrás de él, al fondo del clóset, también hay un coche estacionado con el toldo abajo.
―Jorgito, como él es más chiquito, no coge mucho esta actividad con los otros ―explica Laura, refiriéndose a los niños que están pintando en el living.
―¿Cómo duermen la siesta?
―Aquí, en esta habitación. Ponemos en el suelo una frazada gruesa de chiporro y cada uno tiene sus saquitos para dormir la siesta. Así es más fácil organizarnos por el tema del espacio.
En ese momento, Laura se dirige al clóset donde estaba Jorge y, desde la repisas, saca unas mantas con dibujos de Mickey Mouse. “Todos tienen una mantita”, dice.
―¿Y en qué lugar los mudan?
―A los más grandes, los mudamos de pie. A los más chicos, en el baño o en su coche.
―Jorge sería el más chico…
―No, él no es el más chico.
Laura, una vez más, vuelve al clóset donde estaba Jorge y toca el coche que, en su interior, tiene a otro niño.
―Él es el más chico, tiene un año y dos meses, pero no camina. Está durmiendo aquí. A veces, cuando hay mucho ruido, lo dejamos en el clóset para que no se despierte.