En 1965, Gordon Moore, uno de los padres del que es hoy el mayor fabricante de circuitos integrados del mundo, Intel, predijo que cada 18 meses aproximadamente se duplicaría el número de transistores en un chip.
Más tarde la ajustó a cada dos años.
Su predicción se convirtió en ley, la Ley de Moore, a pesar de no haber sido más que una observación que lo llevó a extrapolar que la potencia la computación se incrementaría dramáticamente mientras que su costo relativo bajaría, a un paso exponencial.
La ley marcó el ritmo de la revolución digital y se haya venido cumpliendo por más de medio siglo, lo que la ha hecho tan conocida que hasta se usa con humor.
Pero hablando en serio, si se pones a pensar, esa ley debe tener un límite, quizás no en el mundo teórico, pero sí en el mundo real.
Imagínate...
En 1971, cuando Intel era aún una desconocida firma ubicada en lo que aún no se conocía como Silicon Valley, lanzó al mercado el primer microprocesador disponible en el mercado.
44 años después, cuando Intel ya era la principal productora de chips del mundo, con ganancias anuales de más de US$55.000 millones, lanzó Skylake.
Ninguna otra tecnología de consumo ha mejorado sus productos a un ritmo siquiera cercano al de las computadoras.
Pero ningún crecimiento exponencial, en la práctica, es infinito.
Reducir el tamaño de los componentes es cada vez más difícil: los transistores modernos tienen elementos que se miden en decenas de átomos.
Si calculas que de ahora hasta 2050, según la ley de Moore, la cantidad de transistores en un chip se duplicaría 16 veces más, los ingenieros tendrían que poder hacer componentes más pequeños que un átomo de hidrógeno, que es el elemento más chiquito que existe.
Eso, al menos ahora, parece imposible.
Y, aunque no lo fuera...
Quizás no valga la pena siquiera intentarlo.
Hace 10 años Intel presentó este disco de silicio que reducía los procesadores de 65nm a 45nm.
La cuestión es que la ventaja de hacer que los componentes de los microprocesadores fueran pequeños era que hacían que los chips fueran más rápidos, requirieran menos energía y coste de producción sea menor.
Pero se ha llegado al punto en el que reducir el tamaño ya no hace las hace ni más rápidas ni más eficientes y encima, dado el sofisticado equipo necesario para producirlos, se hacen más caros.
Eso obedece a la menos conocida pero también cumplida Segunda Ley de Moore: cada cuatro años, el costo de las plantas de producción de chips basados en semiconductores se duplicará, elevando de forma exponencial el precio de producción de cada chip que llegue al mercado.
Se traduce en que en promedio, las empresas del sector invierten unos US$10.000 millones por cada planta que tienen que construir o renovar cada dos o cuatro años, pues la velocidad con la que la industria tecnológica avanza hace que se vuelvan obsoletas.
Moore dejó más de una ley y él mismo anticipó que la primera tenía fecha de caducidad.
Si la segunda Ley de Moore se sostuviera, el costo de fabricación de una nueva planta en 2028 sería de unos US$118.000 millones, una cifra que hasta para Intel es alta.
Y ese es el golpe de gracia: si algo no es económicamente conveniente, no tiene mucho futuro.
El mercado frenará la progresiva miniaturización de los transistores antes que la física.
El fin de la ley de Moore no significa, sin embargo, que la revolución digital se estancará.
Hay muchas maneras de mejorar la tecnología sin miniaturizar los chips.
Pero nos hemos acostumbrado a que las computadoras mejoran y se abaratan a un ritmo vertiginoso, y eso cambiará: el fin del gran encogimiento de las últimas décadas hará que las próximas sean notablemente distintas.