A Richard Ashcroft la fama de renegado le sienta bien, y lo ha hecho saber en numerosas oportunidades. Eso sí, la nueva década lo encontró reformado, después de un cambio espiritual que intervino en su alicaído estado mental que lo llevó a alejarse por seis años de la industria. Porque el hombre que terminó con The Verve justo después del lanzamiento de "Urban hymns" (1997) —su álbum más grande de su carrera hasta la fecha— dejó de pulir la placa de indescifrable que lucía orgulloso en la solapa de su chaqueta y que se traducía en una experimentación constante en su sonido en solitario. La publicación de su último disco llamado "These people" (2016) trajo al cantautor de 45 años convertido en un baladista traído desde su época más prolífica con su ex banda.
Ahora, su desafío es enfrentar al mundo salvaje que miraba desde el sótano en el que se pasó componiendo los últimos años. La máscara de gas colgada al cuello con la que aparece en la portada de su más reciente trabajo es prueba de ello. Y el primer grito de batalla se llama "Out of my body", canción que inaugura la noche de seis mil fanáticos en el Teatro Caupolicán.
Ashcroft, rehabilitado de los excesos y provisto de un vistoso polerón rojo y sus ya característicos lentes de sol, canta acerca de no tener miedo, al tiempo en que metaforiza con la muerte y la libertad.
La misma autonomía que le permite lanzar de entrada "Space and time" de The Verve, sin temer a los reproches acerca de su constante regreso al pasado. Los fanáticos también vienen a rememorar los viejos tiempos, y aunque pareciera que el lánguido cantante siempre camina en sentido contrario, en su directo no le suelta la mano a sus seguidores.
Y continuando con sus grandes éxitos, el cantautor golpea con "Break the night with colour", que le sirve como procesión: ocupa todo el frente del escenario, se acerca a la primera fila a cantar con los asistentes y agarra una bandera chilena que cuelga en el bolsillo trasero de su pantalón. Luego se quita los zapatos y los calcetines y en una especie de rito honra al escenario empapándose del polvo, al tiempo en que el single se extiende y se vuelve punzante.
Parecido a esa versión de más de 10 minutos de "Music is power", quizás la mayor referencia del espectáculo del inglés. Porque comienza como una balada melodiosa en la guitarra acústica, pero en el camino muta hacia el jazz, el funk, la psicodelia y esa distorsión que anunciaba el final del Brito Pop, mientras el frontman acompaña la música con el movimiento de sus manos e insta a su guitarrista a proponer su mejor performance.
Al final, Ashcroft se sube a una de las cajas puestas detrás de la batería, con los brazos en alto, como si su canción y esas luces que emulan girasoles lo recargaran de energía.
El mismo efecto recibido por los fans en "Sonnet" y "Lucky man", otros dos himnos pertenecientes a "Urban hymns" de The Verve, y que hasta ese momento fueron las canciones más coreada de la noche. Y tan emotivas como el abrazo del cantante a su guitarra en la primera, o el recuerdo latente de los 90', con las gaviotas y los cuadros protagonizando el video oficial.
Tras un breve receso, se apoderó del escenario, solo con su guitarra, donde interpretó un mini set acústico con "A song for the lovers" y un mix que incluyó "History" y "C'com people (We're making it now)". La escena culminó con Ashcroft interpretando "The drugs don't work" con un desenlace a banda completa.
Pero ninguna canción de la lista remeció el teatro como "Bitter sweet symphony", presentada como "la mejor canción de la historia" por el artista. Todo el público recibió de pie ese icónico sample de violines y el cantautor agradeció el gesto dejándole el micrófono a los fanáticos para que cantaran el coro final.
"Hay tantas voces sintéticas ahí (en la música actual) que la gente se olvidó de cómo suena un cantante de verdad", dijo el músico a Silencio de Argentina durante su paso por Sudamérica. Richard Ashcroft vino a recordarnos de qué se trata.