¿Qué necesitas para predecir el futuro?

Hubo un tiempo en el que una bola de cristal habría sido la herramienta ideal.

Sin embargo, en el siglo XIX parecía que las leyes de movimiento formuladas por Isaac Newton dos siglos antes eran suficientes.

Si sabías dónde estaba cada una de las partículas del Universo con exactitud en ese momento, podías calcular dónde iban a estar en cualquier momento futuro.

Era imposible hacerlo, por supuesto, a menos de que fueras una criatura sobrenatural. Pero ese no era el punto.

Aunque no tuvieras ni la más remota esperanza de poder calcularlo, el futuro parecía estar enteramente determinado por el presente.

El problema era que...

Si eras cristiano, la teoría no funcionaba. ¿No nos había concedido Dios el libre albedrío precisamente para que pudiéramos escoger nuestra propia salvación?

En un Universo mecánico de partículas en movimiento, no había espacio para escoger, y por lo tanto tampoco para la salvación.

Pocos estaban tan atribulados por la amenaza científica a la voluntad propia como el científico escocés James Clerk Maxwell, uno de los más grandes físicos de la época victoriana.

Maxwell era un presbiteriano devoto, así que uno de los pilares de su fe era que Dios le ofrecía a los humanos la posibilidad de gracia, que aceptamos o rechazamos a nuestra propia volición.

Sin esa idea, sus convicciones religiosas no tenían sentido.

Pero al buscar una solución para su conflicto, Maxwell se sentía comprometido a honrar los principios científicos.

Y cuando encontró la respuesta, se le escapó un fastidioso demonio.

Lo diminuto es poderoso

Al solucionar un lío religioso, el científico escocés planteó -sin querer- uno científico que tomó 100 años desenredar.

Resulta que el demonio de Maxwell apuntaba a una conclusión que se adelantaba por mucho a su tiempo: que la energía y la información están íntimamente conectadas.

El físico es recordado hoy en día más que todo por dos cosas que hizo en 1860:

  • Mostró que la luz es una onda de campos eléctricos y magnéticos viajando por el espacio
  • Comprendió cómo los movimientos de átomos y moléculas individuales, a escalas demasiado pequeñas para verlos, producían las leyes que gobernaban el movimiento del calor a escala cotidiana.

En esas leyes radicaba la ciencia llamada termodinámica, que fue ideada a principios del siglo XIX para explicar cómo funcionaban los motores de la Revolución industrial.

La pequeña bestia

La primera ley de la termodinámica dice que la energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma.

La teoría de Maxwell sobre los gases ayudó a explicar la segunda ley, que establece qué transformaciones de la naturaleza pueden ocurrir.

El calor siempre fluye de caliente a frío: nuestra taza de café siempre se enfría, no se calienta.

Sin embargo, el físico sabía que era posible que acciones diminutas tuvieran un gran efecto: entre más caliente estaba algo, más rápido se estaban moviendo sus moléculas.

Imagínate, dijo Maxwell, a un empleado ferroviario operando un cruce tan bien lubricado que casi no hay fricción. Sólo requeriría un movimiento de la palanca pequeñísimo para mandar el tren en otra dirección.

¿Qué pasaría -dijo- si hubiera una criatura lo suficientemente pequeña para ver cada molécula y darle seguimiento?

Esta pequeña bestia se podría sentar junto a una diminuta puerta en la puerta que divide una caja llena de gas en dos.

Cada vez que una molécula se acerca a alta velocidad en el compartimento A, la deja pasar; cada vez que viene una lenta del compartimento B, la deja pasar.

Así, acumularía las moléculas con mucha energía -gas caliente- en el compartimento B y el gas frío en el A.

Sería como construir un horno al lado de un refrigerador sin utilizar energía.

Al final, de un gas que empezó teniendo la misma temperatura, Maxwell creó una mitad fría y una caliente.

Su experimento mental parecía indicar que sólo teniendo la información necesaria, podías crear orden en el desorden.

Eso era opuesto a lo que la segunda ley de termodinámica plantea.

La ciencia del siglo XIX había mostrado claramente que el desorden siempre aumentaría: las cosas estaban destinadas a derrumbarse.

Sin embargo el demonio parecía indicar que podías volverlas a su forma original, sin gastar nada de energía.

¿Posible?

Para examinarlo tuvo que naturalizarlo.

Tornó el demonio en una válvula muy inteligente que podía medir las moléculas que se acercaran y tomar una decisión de abrirles o cerrarles el camino.

¿Suena disparatado? Piénsalo ahora como una máquina diminuta con un microprocesador que convierta medidas en acciones.

Así fue como los científicos empezaron a concebir al demonio de Maxwell a principios del siglo XX.

Pero quien realmente lo entendió fue un científico que trabajaba en una firma cuyo negocio era la información: IBM.

La unidad fundamental de información para los circuitos de sus computadores era el binario 1 o 0, conocidos como bits.

En 1961, el científico alemán-estadounidense Rolf Landauer se dio cuenta que al reemplazar 0 por un 1 no costaba energía si el proceso podía revertirse. Pero si era irreversible, era inevitable producir alguna pequeña cantidad de calor.

Así estuviera codificado en un transistor o en el cerebro de un demonio, si cambiabas un bit irreversiblemente, no podías evitar pagar esa multa.

El demonio hacía su tarea a base de información, que debía recordar. Mientras la pudiera guardar en su memoria, no consumía energía. Pero cuando se colmara, tendría que olvidar o borrar parte de esa información.

El proceso de olvidar es irreversible, de manera que produce calor.

La idea de Laudauer les puso límites tanto a las computadoras como a los demonios.

A medida que los circuitos son más y más pequeños, requieren menos y menos poder para mover los bits.

Pero el costo de energía es grande: todos sabemos que nuestros laptops se calientan, y el hardware de los grandes servidores tiene que ser enfriado con agua para evitar que se derrita.

No importa cuán enérgicamente eficiente hagamos los procesadores de información, nunca podemos superar el límite de Landauer de cuánto calor generamos.

Y eso en sí mismo es una ley sobre la información.

 

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