En ocho escasos días, en Agosto de 1667, Elizabeth Hancock perdió a su marido y a sus seis hijos.

Cubriendo su boca con un pañuelo para disimular el hedor de la descomposición, arrastró sus cuerpos hasta un campo cercano y los enterró.

Los seres queridos de Hancock fueron víctimas de la peste negra, también conocida como peste bubónica o muerte negra, una plaga mortal que asoló Europa de forma intermitente entre el siglo XIII y el XVII, matando a 150 millones de personas.

La epidemia que tuvo lugar entre 1664 y 1666 fue particularmente notoria, el último gran brote de la enfermedad en Inglaterra.

Sólo en Londres fallecieron 100.000 personas, una cuarta parte de la población de la capital.

En medio de esa devastación, en el Distrito de los Picos de Eyam, donde vivían Hancock y su familia, tuvo lugar el más heroico de los sacrificios de la historia de Reino Unido.

Gracias a ese acto la peste negra dejó de propagarse.

Telas infestadas

Hoy todo parece estar bien en Eyam.

Los niños recolectan gruesas moras en las zarzas de las afueras del pueblo.

Los ciclistas aminoran la marcha en sus empinadas calles, haciendo a las hojas secas crujir bajo las ruedas.

Situada a 56 kilómetros al sureste de Manchester, es una tranquila ciudad dormitorio de 900 habitantes.

Y cuenta con todos los elementos presentes en cualquier localidad inglesa: pubs, acogedores lugares para tomar el té y una idílica iglesia.

Pero hace 450 años el panorama era muy distinto.

Las calles estaban vacías, las puertas de las casas habían sido pintadas con cruces blancas y sólo se escuchaban los lamentos de los moribundos, infectados por la peste bubónica.

Las lápidas Riley marcan el lugar donde Elizabeth Hancock enterró a siete miembros de su familia.


La plaga llegó a Eyam en el verano de 1665, cuando un comerciante de Londres envió muestras de tela infestadas de pulgas al sastre local, Alexander Hadfield.

En cuestión de una semana el asistente de Hadfield, George Vickers, murió tras una larga agonía.

En poco tiempo el resto de su familia se puso también enferma y falleció.

Hasta entonces la epidemia se había limitado al sur de Inglaterra.

Y los habitantes de Eyam solo vieron una opción para frenar el avance de la enfermedad hacia el norte: ponerse en cuarentena.

Operación logística

Así, guiados por el pastor William Monpesson, decidieron aislarse del mundo.

Para ello establecieron un perímetro que no podían cruzar alrededor del pueblo.

Ni siquiera aquellos que no tenían ningún síntoma podrían pasar al otro lado.

"Con ello no pudieron evitar estar en contacto con la enfermedad", explica Catherine Rawson, la secretaria del Museo de Eyam, en el que se detalla cómo la localidad lidió con la peste.

Supuso una cuidadosa planificación.

No solo tuvieron que desarrollar estrategias para lograr que nadie saliera, sino también para que los habitantes siguieran recibiendo alimentos y otros suministros.

Por ejemplo, marcaron el perímetro con hitos, hicieron agujeros en las piedras con las que rodearon el pueblo, y depositaron en ellas monedas impregnadas en vinagre.

Se creía que la sustancia actuaba como desinfectante.

Edificaciones como ésta son conocidas como como "casas de la peste", por haber pertenecido a las familias que sufrieron en la epidemia.


Así, los comerciantes de los alrededores podían recolectar el dinero con la tranquilidad de no contagiarse, y dejar a cambio sacos con carne, cereales y utensilios varios.

Aceptación estoica

Los hitos o mojones siguen en pie.

Están situados a 0,8 kilómetros a la redonda, y son una de las principales atracciones turísticas del pueblo.

Aún conservan los agujeros, pero con los bordes pulidos tras ser manoseados por los niños durante siglos.

Hoy los turistas colocan monedas en ellos, en honor a las víctimas de la peste negra.

La reacción de los residentes ante la noticia de la cuarentena sigue siendo materia de debate.

Pero la tradición oral dice que aunque algunos trataron de huir, al parecer la mayoría aceptó la medida estoicamente.

Y es que de huir, en ningún pueblo recibirían una calurosa bienvenida.

Así le ocurrió a una mujer que escapó y acudió un día al mercado de Tideswell, una localidad contigua.

Cuando la gente se dio cuenta de que venía de Eyam, le arrojaron comida y gritaron: "¡La plaga, la plaga!".

Mientras, a medida que los muertos se multiplicaban, las ruinas se iban apoderando de Eyam.

Las carreteras comenzaron a desmoronarse y las plantas empezaron a hallar su camino más allá de los desatendidos jardines.

Los habitantes dejaron de recoger los cultivos, dependiendo enteramente de los paquetes que les entregaban los comerciantes de los alrededores.

Convivían literalmente con la muerte, sin saber quién sería el próximo en sucumbir a una enfermedad que no entendían.

Unos pocos sobrevivientes

Para la primera mitad de 1666 ya habían fallecido 200 personas.

Los hitos, que sigue en pie, marcaban el límite que los habitantes de Eyman no podían cruzar.


Cuando el cantero murió, los vecinos no tuvieron otra opción que grabar sus propias lápidas.

La mayoría, como Elizabeth Hancock, tuvieron que enterrar a sus propios muertos.

Arrastraban los cuerpos calle arriba, tirando de una cuerda que habían atado a sus pies, para evitar cualquier contacto.

Pero a pesar de estas precauciones, para finales de año habían muerto 267 de los 344 habitantes de Eyam.

La peste bubónica en 1665 fue similar al ébola en 2015, solo que con menos conocimientos médicos y sin ninguna vacuna disponible.

Decían que quienes sobrevivieron tenían una ventaja –hoy se cree que fue un cromosoma- que impidió que cayeran enfermos.

Otros creyeron que los rituales supersticiosos, como fumar tabaco por ejemplo,además de rezar con fervor fue lo que los salvó.

Un olor "dulzón"

Jenny Aldridge, gerente de operaciones para visitantes de la mansión Eyam Hall, perteneciente al National Trust, una organización dedicada a preservar el patrimonio histórico, cuenta cómo identificaban las víctimas que acaban de sucumbir ante la enfermedad.

Según la experta, percibían un olor dulzón.

Así le ocurrió a la esposa de William Mompesson, Katherine.

Notó ese aroma dulce la noche antes de caer enferma, y así supo que había sido tocada por la peste.

Lo horrible es que el olor provenía de su interior, de la descomposición de sus propios órganos, y que sólo sus glándulas olfativas podían captar.

Pero en aquél entonces no se sabía.

Para mediados de 1666, 267 personas habían muerto en el pueblo... de una población total de 344.


Así que como consecuencia "la gente comenzó a llevar máscaras rellenas de hierbas", para escapar de oler esa dulce esencia, cuenta Aldridge.

"Algunos incluso se sentaban sobre las alcantarillas, pensando que, como el olor era tan malo, la peste no se iba a acercar hasta allí".

Catorce meses después la plaga desapareció, casi tan repentinamente como había llegado.

La vida volvió a la normalidad y el comercio se reanudó con relativa rapidez, porque la minería del plomo, la principal riqueza de Eyam, era demasiado valiosa para ser ignorada.

Hoy es sobre todo una ciudad dormitorio entre Sheffield y Manchester.

Pero la plaza sigue estando en el mismo sitio en el que se ubicó el pueblo original.

Y la señorial casa Eyam Hall, una mansión de estilo jacobino del siglo XVII, sigue recordando la época de la peste.

Aunque más dramáticas son la placas verdes que adornan las haciendas que sucumbieron a la epidemia, en las que se incluyen los nombres de las víctimas de la familia.

Estas señales son para los habitantes de hoy un recuerdo de que siguen existiendo gracias al sacrificio de sus ancestros.

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