"¿Mamá, qué es Cuba?"
"Es un país en el que todos los niños tienen zapatos y donde ninguno duerme en la calle", me contestó mi madre.
Así, con algo de mito y algo de verdad, mamá le contestaba a su hijo de cuatro años una pregunta que hasta el día de hoy genera interminables y enardecidas discusiones.
Esa fue la primera vez que supe algo de esa isla a la que mi padre viajaba tantas veces.
28 años después de aquella charla, tal vez deba volver a preguntarle a mamá.
Porque hoy sigo declarándome absolutamente incompetente para responder una interrogante en apariencia fácil, sobre la que se han escrito cientos de libros y que llegó a definir la vida de muchos latinoamericanos.
Ni en mis momentos de mayor adhesión a todo lo que significaba la Revolución Cubana llegué a tener una respuesta que me convenza del todo.
Y por si fuera poco, me tocó vivir la noche de la muerte de Fidel Castro en nada menos que la antípoda ideológica de la isla socialista, en Miami.
Y desde ahí, escuchando los bocinazos y cacerolazos de los cubanos que acá viven, en medio de mis propias contradicciones, vuelvo a mi pregunta de los cuatro años. ¿Qué es Cuba?
La fascinación de generaciones
Crecí admirando a Fidel Castro, idealizando a la Revolución Cubana e incluso llegué a estudiar en La Habana por decisión propia.
Me leí un montón de libros sobre la hazaña de los "barbudos", vi documentales sobre el Ejército Rebelde, películas que iban desde una hilarante conspiración de vampiros en la capital cubana hasta esa muy ideologizada y notable "Memorias del subdesarrollo".
Como tantas y tantos más de mi generación y de las anteriores, Cuba era mi fascinación.
Por supuesto que no era el único.
Casi desde el primer minuto de la Revolución Cubana, movimientos de solidaridad con la isla de Fidel se organizaron por todo el planeta.
Cuba fue la inspiración de decenas de movimientos armados que añoraban vivir su propia Sierra Maestra y de guerrilleros que escribían diarios de campaña al igual que lo hacía el "Che".
Tres, cuatro o cinco generaciones de latinoamericanos crecieron cantando los temas memorables de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, con una boina verde olivo en el armario y un afiche de Guevara en la pared.
Es más, y lo digo con todo respeto, si usted se llama Camilo o Ernesto (como mi hermano) y nació entre 1959 y 1990, es muy probable que el motivo tenga que ver con Cuba.
Así de fuerte fue la fascinación que la "isla rebelde" provocó en el continente.
El día que odié a Fidel
Hubo un solo día en toda mi vida en el que odié a Fidel Castro.
Lo admiré con mayor o menor intensidad en algunos momentos, en otros dejé de creerle casi por completo y nunca me resultó indiferente.
Pero sólo una vez lo odié. Fue la primera vez que lo vi en persona a mis nueve años.
Fue el 12 de septiembre de 1993, durante su única visita a Bolivia.
Castro llegó a La Paz para asistir a un cambio de mando presidencial y su presencia opacó absolutamente a todo y a todos, incluyendo al nuevo presidente.
Desde que aterrizó fue acompañado por millares de personas que lo seguían a todos los lugares que visitaba.
Los otros mandatarios que llegaron a la ceremonia tuvieron que cancelar sus conferencias de prensa porque todo el periodismo boliviano iba tras Fidel.
Eso para él no era nada nuevo. Le pasaba lo mismo desde México hasta Argentina. Era lo que provocaba siempre.
Ese 12 de septiembre era domingo, sólo había una cosa en mi cabeza y no tenía nada que ver con Castro ni Cuba.
Ese día Bolivia jugaba contra Uruguay por las eliminatorias al Mundial de fútbol de Estados Unidos y a mí no me interesaba en absoluto escuchar a ese tipo enorme y gritón.
Pero mi padre iba a entregarle una condecoración en nombre del gremio de periodistas y todos tuvimos que ir al acto.
Desde entonces supe que era muy bien justificada la fama de sus interminables discursos.
La hora del partido se acercaba, Fidel no dejaba de hablar y yo ya no sabía qué hacer de tanto aburrimiento.
A los nueve años la lucha contra el imperialismo no vale nada al lado de un partido de tu selección.
Finalmente el discurso terminó, llegamos a tiempo al estadio, Bolivia le ganó a Uruguay y después clasificó al Mundial.
Y Fidel se coló en ese episodio, que hoy se recuerda como gesta épica en mi país, al igual que en otros tantos capítulos de la historia latinoamericana desde aquel "Bogotazo" de 1948.
Puede gustar o no, pero la historia contemporánea de América Latina es imposible de narrar sin el nombre de Fidel Castro.
Cuando aprendí a callar
Aterricé en la capital cubana por primera vez a los 17 años, con mis discos de la trova (música cubana), una o dos camiseta con el rostro del "Che" y una beca para la Universidad de La Habana.
No sabía nada de la vida (igual que ahora), pero lo peor era que creía que sí lo sabía todo.
Al igual que tantos fanáticos de la Revolución, llegué a la isla creyendo que aterrizaba en la utopía socialista hecha país, donde un pueblo entero construía convencido y hombro con hombro el socialismo y la igualdad.
Ese ciego romanticismo por la Revolución que vi tantas veces hacía que llamáramos "gusanos" a los que se marchaban para Miami y consideráramos traidores a todos los que no se plantaran firmes ante el llamado del Comandante en Jefe.
El que pasé en La Habana fue uno de los mejores años de mi vida.
En la residencia universitaria, hasta seis personas compartíamos una pequeña habitación y comíamos arroz con frijoles o chícharo (arbeja) todos los días.
Estudiar y vivir con decenas de latinoamericanos fue una experiencia muchísimo más enriquecedora que lo aprendido en las aulas.
Pero eso no fue lo único.
En la isla conocí realidades que estaban muy lejos de la idealizada visión de la Revolución esparcida en América Latina durante décadas.
En La Habana vi que sí habían barrios mejores que otros.
Que en algunas casas ya tenían televisión satelital con cientos de canales mientras en otros lugares el televisor era en era blanco y negro compartido por cinco familias.
Cuando salía de La Habana y visitaba otras provincias entendí que tal vez ningún niño dormía en la calle, pero que tampoco les sobraba nada.
En ese año, 2002, Cuba ya había pasado lo peor del terrible Periodo Especial.
"El presente es de lucha, el futuro es nuestro", era una frase del "Che" que leí muchas veces.
"¿Pero qué hay si nos cansamos de luchar?", me dijo una amiga en la Universidad.
"¿Por qué tenemos que ser nosotros los que debemos sacrificarnos durante décadas?", me increpó.
Y en ese momento entendí.
Por muy enamorados que estemos de la Revolución Cubana, quiénes somos para exigirles que sigan "pasando trabajo" para mantener vivas nuestras utopías.
La Cuba de Fidel despertó los sentimientos más nobles en millones de personas, pero también cargó sobre las espaldas de los cubanos sacrificios que están fuera de la idílica narrativa revolucionaria latinoamericana.
En un aula de la Universidad de La Habana, en un receso entre la clase de Economía Política y la de Filosofía, aprendí que no tengo todas las respuestas y que hay algunas que jamás voy a tener.
¿Qué es Cuba?
Volví a Cuba unas cuantas veces desde entonces, tratando de mirar un país sin determinismos históricos ni dogmas.
Cada vez se parece menos a la isla que conocí en 2002, así como cada vez está más lejos de la que mi padre empezó a visitar en los 80.
Y cada vez que me voy me pregunto cómo estará la próxima que me toque llegar.
¿Qué es Cuba? Para mí pueden ser muchas cosas. Ya dije que no tengo la respuesta exacta.
Ya no uso camisetas con el rostro del "Che", pero todavía me gusta la trova cubana.
Ya no le declaro mi amor ciego a la Revolución, pero el cariño y agradecimiento que le tengo a ese país durará por siempre.
Nunca me llegó a gustar el béisbol, pero el arroz moro sigue siendo mi favorito y aprendí a bailar un poco.
Reniego cada día más de la lógica "si no estás conmigo estás en mi contra" que tanto daño hace a la Revolución Cubana y otros procesos, pero sigo creyendo que podemos ser más libres.
Una isla geográficamente pequeña en la mitad del Caribe marcó mi vida como tantas otras.
Y por eso para mí era imposible no temblar en el momento en que me enteré que Fidel Castro había muerto.
Aunque la vida y sus irónicos designios hicieran que lo viva nada menos que en Miami.