Hubo un momento, a comienzos de julio, en el que muchos ciclistas se preguntaron si el británico Chris Froome seguía siendo el mismo.

No había ganado ninguna de las pruebas de preparación en las que había participado y había sumado la menor cantidad de días de carrera antes del comienzo de su gran objetivo de la temporada, el Tour de Francia.

A su espalda se alineaba una larga lista de aspirantes a destronarlo, jóvenes rebeldes decididos a aprovechar la más mínima oportunidad para dar una estocada mortal al monarca de la ciclismo de los últimos cinco años.

Tres meses después, el rey sigue vivo.

No sólo sobrevivió a todos los ataques sino que al sumar su cuarto título en el tour y ser el primer ciclista británico en ganar la Vuelta a España, Froome demostró que en realidad no era el mismo que años anteriores: ahora era mejor.

Un ser superior, mucho más cruel, amo y señor sin compasión de cada kilómetro de carretera que recorre. Un mes vestido de amarillo, al siguiente de rojo.

Ganador en serie

Lo que logró Froome este año se trata de un hito olvidado en el ciclismo, una hazaña excepcional de otras épocas.

Con su triunfo en la Vuelta, sumado al del Tour, el británico se convirtió en tan sólo el tercer corredor en llegar victorioso a Madrid y París el mismo año desde que lo hicieran Jacques Anquetil en 1963 y Bernard Hinault 15 años después.

Pero lo hizo con un estilo único, inconfundible.

Ni el belga Eddy Merckx, considerado mejor ciclista de todos los tiempos, pudo lograr el doblete.

"El Canibal" -ganador de cinco Tour, cinco Giros de Italia y una Vuelta- era conocido por su insaciable hambre de victorias, triturando uno a uno a sus rivales, sea en una gran vuelta de tres semanas o en un clásica de un día.

Froome es distinto, un ganador en serie, educado y amigable fuera de la bicicleta, metódico y calculador sobre ella.

Para él no se trata de devorar a sus rivales de un bocado, con un sólo golpe, sino de irlos aniquilando lentamente, destruyendo primero su ilusión y luego mermando su moral hasta que terminan por claudicar, impotentes ante su superioridad.

Anquetil disfrutaba de la escapada en solitario y Hinault imponía su estado de ánimo e intereses por todo el pelotón, mientras que para Merckx sólo había una sola consigna: ataque, ataque y más ataque, fuera en montaña, en etapas contra el reloj o en el embalaje final.

Froome, en cambio, lo hace con sigilo. Unos segundos aquí, otros allá, sumando un ataque en la rampa final de un puerto a un acelerón en una etapa con un pequeño desnivel.

No es espectacular pero es despiadado, estrangulando uno a uno a sus rivales, midiendo con un meticuloso cálculo sus fortalezas y debilidades.

Calco

Hacia el final del Tour de Francia no hubo dudas de quién sería el ganador de la prueba. Tampoco las hubo en la Vuelta a España.

En ambas sus rivales se tuvieron que conformar con pelear por un lugar en el podio, al costado de la figura que durante tres semanas fue una constante pesadilla.

Incluso en el legendario ascenso del Alto de l'Anglirú el sábado pasado, donde Alberto Contador se despidió del ciclismo con una memorable triunfo, Froome dio muestras de su fortaleza, con una dramática persecución que estuvo cerca de dar caza al pistolero español.

Todavía hay quienes dudan de su grandeza, restándole méritos al general por la valentía de sus tropas, pero hay un hecho que encumbra a Froome por encima de ese debate.

Que Wout Poels, Mikel Nieve y Gianni Moscon protegieran a su líder en la Vuelta de la misma manera que Mikel Landa, Sergio Henao y Michal Kwiatkowski lo hicieron en el Tour forma parte del ciclismo, en donde los gregarios se sacrifican en función del objetivo mayor.

Froome fue capaz de utilizarlos estratégicamente, siempre bajo control.

Hay que tener en cuenta el tamaño del reto que asumió al buscar ganar la prueba que más se le había resistido mientras todavía repercutía su triunfo en el Tour.

Fue el primero en la historia en hacerlo ya que cuando Anquetil y Hinault lograron sus triunfos la Vuelta se corría en abril y servía de preparativo al Tour.

No sólo se trata del esfuerzo físico, sino también del agotamiento mental.

Durante sus dos grandes triunfos, Froome recorrió casi 7.000 kilómetros a lo largo de 42 etapas, atravesando seis países y soportando el asfixiante calor del verano europeo con el inclemente viento y lluvias de los puertos más emblemáticos de las cordilleras europeas, sea en los Alpes, los Pirineos o Sierra Nevada.

Debido a su éxito, portando el maillot de líder la mayor parte del tiempo, se vio obligado a dar atender a la prensa y participar de las ceremonia de premiación al final de cada etapa, demorándose más de una hora que sus compañeros en llegar al hotel, comer y descansar.

Un esfuerzo titánico para que, después de 160 horas de rodar, sólo haya podido ganar con una ventaja combinada entre Tour y Vuelta de poco más de tres minutos.

No suena a una gran diferencia entre él y el resto, pero no hay que engañarse. Lo importante para Froome era defender su trono en el Tour.

Y no sólo hizo sino que además pudo conquistar otro reino, lentamente, segundo a segundo, sin piedad.

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