Ser rey tiene sus ventajas: muchas. Pero también conlleva peligros, sobre todo en el pasado, cuando la corona pasaba de cabeza en cabeza a menudo sin esperar a que el regente muriera de viejo.
Mitrídates VI, conocido también como Mitrídates el Grande, quien fue rey de Ponto desde 120 a.C. hasta su muerte en 63 a.C., tenía razones fundadas para temer que su muerte no fuera natural.
Al parecer, cuando él aún era un niño, su madre envenenó a su padre y se hizo virreina; nada le aseguraba que no fuera a hacer lo mismo con él.
Pero además, era el rival más formidable de Roma y lo peor era que tenía éxito cuando desafiaba al gran imperio: a medida que expandía el territorio del reino de Ponto, se multiplicaban sus enemigos y crecía su miedo obsesivo de que lo envenenaran.
No obstante, un guerrero no se rinde y la manera de vencer el miedo era enfrentándolo: el rey tomaba pequeñas cantidades de veneno diariamente para ir desarrollando una tolerancia a sus efectos.
También ingería varios antídotos entre los que se distinguía uno que él mismo había creado llamado mitridato que se decía lo protegía contra todos los venenos conocidos.
Quien a hierro mata, a hierro muere
Tras luchar contra dos de los más grandes generales de finales de la República, Sila y Lúculo, y vencer, se enfrentó a otra leyenda: Pompeyo.
No tuvo la misma suerte y cuando fue obvio que la victoria era de las legiones romanas, Mitrídates el Grande prefirió la muerte a caer en manos enemigas.
Le dio un poderoso veneno a su esposa e hijas, que estaban con él, y tomó su dosis. Ellas murieron, él, no. Tuvo que pedirle a su soldado que lo matara con su espada pues su antídoto, que había tomado durante tanto tiempo, no le permitía morir como su padre.
Cuando Pompeyo se enteró buscó la receta y fue así como los doctores de la antigua Roma se enteraron de la existencia del fabuloso remedio, aunque no todos lo recibieron con entusiasmo.
El elixir de Mitrídates para Nerón
No obstante, el escepticismo de Plinio el Viejo no era generalizado.
Siguiendo el principio de que "lo semejante cura a lo semejante", Andrómaco el Viejo, el doctor del emperador Nerón en los años 54 a 68 d. C., pensó que si reemplazaba la carne de lagarto por carne de víbora, incrementaría la fuerza y virtudes del antídoto.
Así nació la Theriaca Andromachi o triaca o teriaca, una versión mejorada del brebaje del fallecido rey de Ponto, que además tenía una proporción más alta de opiáceos y minerales.
No sólo eso: dejó la receta escrita en griego en coplas elegiacas.
Su preparación tomaba 40 días y tenía 65 ingredientes que al leerlos suenan como la lista de mercado más exótica y maravillosa que te puedas imaginar...
Zumo de acacia, iris ilirio, cardamomo, anís, nardo gálico, raíz de genciana, hojas secas de rosa, gotas de amapola y perejil, casia, saxífraga, cizaña, pimienta larga, resina de liquidámbar; mirra y opopónaco, flor de junco redondo, resina de trementina, gálbano, semillas de zanahoria de Creta, nardo y bálsamo de la Meca, azafrán, jengibre, canela...
...y mucho, mucho más.
La de Galeno
Un siglo después, la receta del distinguido médico griego Galeno (130-201 d.C.) eclipsó a todas las otras versiones de triaca que habían aparecido y se convirtió en la panacea universal.
La fórmula básica tenía carne de víbora, miel, opio y 70 ingredientes más y debía preservarse durante 12 años antes de usar.
Ese fue el principio de una historia increíblemente larga pues, ingredientes más, ingredientes menos, la triaca gozó durante siglos de una gran reputación, no como un mero antídoto contra venenos externos sino también contra los que creaba el cuerpo humano.
La lista de dolencias que curaba era tan larga como ingredientes tenía, entre ellas: la tos, angina, inflamación del estómago y cólicos, fiebres causadas por problemas de riñón, falta de apetito, migraña, mareos, dificultades auditivas, problemas con el apetito venéreo, locura, parásitos...
Servía hasta para mordidas de dragón, si tomas la leyenda celta de Tristán e Isolda literalmente.
Más allá de preservar la salud, aseguró el médico y filósofo Horace Guarguanti en una apología a la triaca escrita entre 1595 y 1605, el remedio era tan admirable que además hacía que la vida sea más apacible y rejuvenecía en todo sentido.
Durante el Renacimiento, la medicina era extremadamente popular y preciada. La República de Venecia se convirtió en el centro de producción de la triaca de más alta calidad y su exportación fue una importante fuente de ingresos.
El uso de la triaca se extendió hasta finales del siglo XIX, cuando empezó a desaparecer, tras haber sido recetada a reyes y plebeyos de diferentes culturas durante 2.000 años.