Por: María José Gutiérrez
Foto: José Miguel Méndez
En mayo de 2018, la neurocientífica y pediatra norteamericana Kimberly Noble comenzó un ambicioso proyecto: reclutar a mil mujeres embarazadas cuyos hijos nacieran en Nueva York, Nueva Orleans, Minneapolis, Saint Paul u Omaha y estuvieran bajo la línea de la pobreza. Las madres recibirían una tarjeta de débito que se recarga mensualmente durante los primeros 40 meses de la vida de sus hijos, que puede ser de 20 o 333 dólares (13.294 pesos o 221.345), para que gasten como ellas quieran.
El proyecto se llama Baby’s First Years y es el primero que evalúa el impacto de la reducción de la pobreza en el desarrollo cognitivo, emocional y cerebral de los niños en Estados Unidos. Financiado por el Instituto Nacional de Salud norteamericano (NIH) y un consorcio de 50 fundaciones privadas –entre ellas, la Bill & Melinda Gates Foundation, Chan Zuckerberg Iniciative y la Ford Foundation–, el estudio está dirigido por un grupo interdisciplinario de expertos en pobreza y desarrollo infantil, que junto a destacados neurocientíficos, llevará a cabo la medición del desarrollo cerebral de los niños hasta los 36 meses de edad. Entre ellos está Noble.
En junio, las primeras guaguas del estudio cumplirán un año. Ese día, un grupo de Baby’s First Years visitará a la familia en su casa, les administrará encuestas, grabará las habilidades parentales y evaluará el lenguaje del niño, así como su desarrollo cerebral y emocional. A los dos años, la experiencia se repite y se evalúa cómo la genética cambia por la experiencia. Y a los tres años, las familias deberán visitar los laboratorios para ser sometidas a un análisis completo.
Antes de lanzar el estudio, Noble y su equipo realizaron un piloto con 30 madres en Nueva York. “Tuvimos 93% de retención en 12 meses, y la mayoría de las mamás nos dijeron que utilizaron el dinero en sus guaguas, o en otro hijo. Del total, solo tres transacciones fueron en una tienda de alcoholes. Vimos patrones de mayor gasto en el cuidado de niños en centros de salud y en actividades con ellos; menos caos en las viviendas y menos estrés parental”, señala la neurocientífica, de visita en Chile.
Llegó el domingo en la noche, el lunes dictó una conferencia en el CEP y el martes participó en la inauguración del año académico de la UAI. Ese mismo día voló de vuelta a Nueva York.
“Creemos que el estudio nos va a demostrar que las habilidades cognitivas y emocionales de los niños van a mejorar por la entrega del dinero. Primero, porque las familias van a poder comprar más libros, juguetes, hacer paseos a museos, mejorar sus viviendas y vivir en mejores vecindarios. Y segundo, porque el estrés familiar se va a reducir: si las madres están menos preocupadas de cómo van a pagar sus rentas, pueden compartir más y mejor con sus hijos”, asegura.
-¿Por qué darles dinero y no enfocarse en programas más integrales en la calidad de la educación, o en asesorar a las familias más vulnerables?
-Darle dinero a una persona no es la única respuesta. Claramente hay que intervenir en colegios y va a haber niños que necesiten apoyo extra. Pero desde el punto de vista de política pública, la transferencia de efectivo es una forma muy eficiente en términos de reducir la inequidad. Porque, por ejemplo, las visitas a las casas pueden ser muy efectivas, pero son más caras y difíciles de continuar después de un tiempo. Si el estudio demuestra que es una buena intervención, es muy fácil de replicar.
La brecha
Kimberly Noble (42) dirige el Laboratorio de Neurocognición, Experiencias Tempranas y Desarrollo (NEED Lab) de la U. de Columbia. Las primeras investigaciones que relacionan el cerebro con el nivel de ingresos familiar las llevó a cabo cuando estudiaba su doctorado en Pensilvania, entre 2005 y 2007. En ese entonces convocó a niños de kínder hasta adolescentes de diversos grupos socioeconómicos, con para aplicarles test cognitivos que se relacionaban a estructuras y circuitos cerebrales específicos. Encontró marcadas diferencias en el desarrollo del lenguaje de los niños entre aquellos de familias de mayores y menores ingresos, y diferencias menos significativas pero consistentes, en la memoria y en las funciones ejecutivas o habilidades para autorregulación. Hasta entonces, eso sí, no necesariamente se asociaba esto al tamaño o estructura cerebral.
En 2012, ya en Columbia, la neurocientífica hizo un primer estudio que conectaba las diferencias socioeconómicas a la estructura del cerebro y que fue seguido por una serie de investigaciones similares. La mayor de ellas se llevó a cabo en 2015 (Ping), con una muestra de mil niños.
“Pudimos colaborar con equipos del estudio Ping de imagenología cerebral, que buscaba las diferencias asociadas a la edad en el desarrollo hasta la adolescencia. Nosotros aprovechamos que estos mil niños se reclutaron de diez sitios de EE.UU. y de lugares socioeconómicos muy diversos, y pudimos preguntar en qué medida el ingreso socioeconómico se relaciona con la estructura del cerebro de los niños”, cuenta.
El resultado, que fue publicado en la revista Nature Neuroscience, fue que los cerebros de los niños de familias de menores ingresos –menos de 25 mil dólares al año de ingreso familiar, que fija la línea de pobreza en EE.UU.– tenían una superficie 6% menor a aquellos de familias que ganaban más de 150 mil dólares al año. Entre los grupos más pobres, la disparidad de algunos pocos dólares se reflejaba en diferencias mayores en la estructura cerebral, sobre todo en áreas asociadas a lenguaje y habilidades para tomar decisiones. El estudio también arrojó que las zonas que reflejan la lectura y memoria disminuían de acuerdo con el nivel socioeconómico.
“Creemos que las diferencias socioeconómicas se asocian a las experiencias de los niños, y pueden ayudar a configurar su cerebro y su desarrollo cognitivo y emocional. Si esto es correcto, la pregunta sería si se puede intervenir y dónde. Ciertamente puede ser en el colegio, y hay muchos ejemplos buenos, pero si estamos esperando que llegue a la escuela para intervenir, estamos esperando demasiado. Hay disparidades dramáticas antes de los dos años”, señala.
En el caso del lenguaje, explica, a los nueve meses de edad el desarrollo de los niños es muy parejo y cercano al promedio. Pero entre los 15 y 21 meses, los niños de padres más educados empiezan a desempeñarse mejor, y los niños de los menos educados comienzan a bajar de la media. A los dos años, la brecha equivale a 12 puntos en su coeficiente intelectual.
-¿Qué tan importante es el tamaño del cerebro de los niños cuando nacen?
-No sabemos. No existen estudios para saberlo. Para mirar el tamaño de sus cerebros hay que utilizar algo que se llama MRI, que requiere estar perfectamente tranquilo en un lugar oscuro, lo que no es muy fácil de hacer en bebés. Lo que podemos hacer es monitorear su electricidad con una pequeña gorra, que refleja la electricidad de las ondas cerebrales. Sabemos que estas ondas predicen comportamientos posteriores, y pensábamos que podríamos notar variaciones de ellas en bebés recién nacidos. Pero no vimos diferencias según los ingresos de las familias o la educación de los padres.
-Me imagino que no solo el lenguaje y el estrés explican las diferencias, ¿qué otros factores intervienen?
-Hay diferentes experiencias que influyen: la nutrición, el lenguaje del ambiente, cuánto conversan los padres con sus niños, el estrés de la familia, la salud mental, la exposición secundaria al cigarro, etc.
-En su charla TED, que fue publicada la semana pasada, asegura que “el cerebro no es un destino”. ¿Qué hay detrás de esa afirmación?
–The brain is not a destiny trata de encapsular la idea de la neuroplasticidad. No porque veamos diferencias en los cerebros de los niños significa que van a alcanzar menores logros, porque el cerebro es moldeable por las experiencias. Mucha gente escucha la palabra cerebro y piensa inmediatamente que se trata de genes. Pero no es así, el cerebro es producto de la genética y la experiencia. Mi hipótesis es que es aún más fácil moldearlo en los primeros años de vida y por eso estamos haciendo el experimento.
La primera infancia en Chile
-En Chile se ha enfocado la política educacional en la gratuidad para la universidad. ¿Cree que es una política pública correcta?
-Creo que es una buena política pública actuar en los colegios también. Pero sabemos que una vez que los niños comienzan su educación escolar, ya vemos brechas grandes. Entonces tenemos que intervenir en la primera infancia para prevenir esto.
-¿Estamos actuando muy tarde?
-No, pero creo que además hay que invertir en los primeros años. Es más costo-efectivo.
-Otra de las cosas que se discute es la selección de los colegios, si estos deben o no seleccionar a sus alumnos y si deben existir colegios de excelencia para aquellos con mejor rendimiento. ¿Cuál es su posición?
-Es muy difícil de decir pero, en general, invertiría antes para que todos cuenten con las mismas oportunidades. No es que todos tengan el mismo potencial, pero es un hecho que no todos los niños están en condiciones de alcanzarlo.