Jorge Laborda Fernández, Universidad de Castilla-La Mancha
Por los datos que se han ido obteniendo, parece claro que la epidemia de coronavirus afecta de manera mucho más grave a las personas de mayor edad, a los que solemos llamar abuelos o ancianos.
Este hecho ha podido hacer pensar a algunos que el virus no es tan problemático como si afectara más gravemente a los jóvenes. Los abuelos ya han vivido lo suyo, y aunque han contribuido a la sociedad, no dejan de ser ahora una carga. No es una gran tragedia que el coronavirus se los lleve. Si no fuera eso, será finalmente otra cosa.
Sin embargo, esta manera de pensar tiene un serio problema. Si los abuelos son una carga, ¿por qué existen? ¿Por qué la longevidad de nuestra especie es tan larga como para que podamos ver crecer a nuestros nietos? Es esta una interesante cuestión científica que, en este caso, se refiere a nuestro origen y evolución como humanos modernos.
No olvidemos que nuestra especie es excepcional: es la única que depende de la educación e información para sobrevivir y posee numerosos individuos con nietos (o que pueden tenerlos si sus hijos se esmeran).
No hay abuelos en otras especies
Los miembros de otras especies rara vez llegan a ser abuelos: su vida es demasiado corta. Muchos insectos, por ejemplo, no llegan nunca a ver ni a sus propios hijos, ya que mueren antes de que nazcan. La situación de aves y mamíferos no es tan dramática, pero lo normal es que los individuos de mayor edad hayan muerto, víctimas de predadores o enfermedades, antes de que nazcan sus nietos.
No sucede así en nuestra especie. Tal vez la única especie social con numerosos abuelos y la única que, además, puede preguntarse: ¿cuándo a lo largo de nuestra evolución se alcanzaron las condiciones que nos permiten una longevidad tan elevada?
Dientes fósiles para contar abuelos
Aunque no es una pregunta fácil de responder, los trabajos de numerosos antropólogos y paleontólogos, junto al desarrollo de nuevas técnicas de análisis de restos fósiles –en particular de dientes fosilizados– han dado con la clave.
Los dientes son los restos fósiles mejor conservados. Su gran contenido mineral los preserva de la mayor degradación que sufren otros huesos. Además, guardan en su superficie signos de su desgaste natural a lo largo de la vida como consecuencia de la masticación de los alimentos. Así, un diente fosilizado con numerosos arañazos proviene de un individuo que masticó alimentos por más años y que, por tanto, murió a una edad más avanzada.
La técnica del escáner por microtomografía computarizada de alta resolución hace posible hoy realizar un análisis en detalle de las erosiones de la superficie de los dientes fosilizados, recuperados de diversos yacimientos fósiles. Este análisis permite dilucidar si los dientes fósiles pertenecieron a individuos que murieron jóvenes –y que no podían, por ello, ser abuelos todavía– o si, por el contrario, sus propietarios eran individuos de mayor edad, que hubieran podido tener ya nietos.
Si se analiza un número suficientemente elevado de dientes y se calcula su edad relativa, puede determinarse el porcentaje de individuos jóvenes o viejos en una población. Puede así responderse una cuestión clave: ¿era este porcentaje igual hace tres millones de años que hace solo 30.000?
¿Los abuelos, clave para la evolución humana?
La respuesta a esta pregunta tiene su interés, tanto científico como humanístico. Si los ancestros del ser humano moderno también llegaban a ser abuelos, aunque no vivieran tanto como los actuales porque el periodo entre generaciones era más corto, podríamos concluir que la base de nuestra elevada longevidad es genética y que se ha mantenido así durante millones de años.
Si, por el contrario, el porcentaje de individuos más longevos es superior en poblaciones recientes que en las más antiguas, nos quedará la duda de si se trata de un cambio genético (una mutación que aumenta la longevidad), cultural (el progreso cultural y social permite una mayor supervivencia gracias al mayor control sobre el entorno), o si se debe a una conjunción de ambas causas.
Los resultados de los estudios de microtomografía han demostrado que, como se esperaba, la proporción de individuos capaces de tener nietos aumenta a medida que las poblaciones humanas se acercan a la edad moderna. Lo sorprendente es que se produce un vuelco extraordinario en este porcentaje hace solo unos 20.000 años, en un periodo de importante progreso tecnológico y cultural en la era paleolítica. Hasta ese momento, el porcentaje de individuos capaces de ser abuelos era siempre menor que el de quienes no lo eran. A partir de entonces tiene lugar la transformación que aún disfrutamos hoy: existen más personas en edad de ser abuelas de las que no se encuentran en dicha edad.
Los antropólogos especulan todavía sobre las causas de dicha transformación (culturales, biológicas o ambas) y también sobre sus efectos. Dichos efectos pudieron ser muy importantes para el desarrollo de la humanidad y para su supervivencia. El capital de sabiduría y experiencia que las personas de mayor edad aportan a la sociedad pudo –en aquellos tiempos de vida dura, corta y brutal– constituir una fuerza transformadora que consiguiera que la vida fuera menos dura, menos brutal y más larga.
El nacimiento de los abuelos pudo, por tanto, ser el evento que permitió el moderno desarrollo y la evolución del ser humano. Algo que debemos tener en cuenta para cuidar y respetar a nuestros ancianos.
Las consecuencias de la actual pandemia para las relaciones entre abuelos y nietos han sido muy duras. Muchos abuelos no han podido ver a sus nietos, y estos tampoco han podido recibir ni el cariño ni la sabiduría y experiencia de sus abuelos durante meses.
Es indudable que los abuelos ejercen una influencia muy positiva en la educación de sus nietos, aunque los padres suelan pensar que malcrían a sus hijos. Los abuelos y abuelas son figuras muy importantes para el desarrollo y la estabilidad social. Así lo indica incluso nuestra propia evolución, y es de justicia reconocerlo, como también es de justicia protegerles de esta terrible epidemia.
Jorge Laborda Fernández, Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular, Universidad de Castilla-La Mancha
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