Viajera, moderna y aventurera, fue la autora del primer diario de viajes escrito por una chilena. París vio nacer a Maipina Copacabana de la Barra el 15 de abril de 1834. Su nombre, que puede parecernos hoy tan peculiar, debe su inspiración a la batalla de Maipú, donde combatió su padre, el destacado diplomático y escritor José Miguel de la Barra, junto a su padrino, José de San Martín. Las singularidades que rodearon la vida de esta mujer van mucho más allá de su bautizo.
También hija de la francesa Athenais Pereira, Maipina regresó a Chile a los cuatro años y creció rodeada de lujos, pero también de conexiones intelectuales, que la llevaron a convertirse en una mujer transgresora para la época. Católica ferviente, practicó asiduamente el espiritismo –tan en boga entre la aristocracia en esa época-, y fue la primera mujer en ingresar a una logia masónica.
Viuda desde 1873, tuvo que dictar clases de piano en Valparaíso para sustentar a Eva Filomena, la única hija que sobrevivió entre los cuatro niños que concibió. Sin bienes que heredarle, tomó una decisión audaz: llevarla a Europa para que conociera los avances del mundo con sus propios ojos.
Ese viaje marcó un antes y después para Maipina, cuando en una escala en Coronel (VIII Región), conoció a una humilde joven, muy capaz e inteligente, que le mostró el sometimiento y escasas oportunidades del sexo femenino en Chile, frustración que además comprobó estando en París. “Las naciones europeas comprenden hace ya mucho tiempo que no hay progreso, que no hay regeneración posible, sin el concurso poderoso de la mujer”, anotó en su bitácora, que luego publicaría como “Mis impresiones y mis vicisitudes en mi viaje a Europa pasando por el Estrecho de Magallanes y en mi excursión a Buenos Aires pasando por la cordillera de los Andes” (1878).
Se transformó en una defensora de sus pares, abogando por una posición más digna y una mujer educación de la mujer en el rígido siglo XIX. En Chile nunca dejó de sentirse incomprendida, y en 1877 optó por establecerse definitivamente en Argentina, donde tal vez encontró un contexto que sincretizaba las ideas ilustradas de Europa y la esencia latinoamericana. Allí destacó como gestora cultural, además de traducir libros y desempeñarse como corresponsal de prensa.
Tras alejarse de la esfera pública, murió a los 70 años, en Buenos Aires, el 2 de septiembre de 1904, dejando un sólido legado como librepensadora que abrió la puerta para muchas que tomaron esta valiosa posta en los años venideros.