El 14 de octubre de 1947 el piloto de pruebas estadounidense Chuck Yeager hizo lo que muchos pensaban era imposible.
Atado en el asiento del avión propulsado por cohete Bell X1 -y adolorido después de haberse roto dos costillas unos días antes en un accidente de equitación-, Yeager se convirtió en el primer hombre en volar más rápido que la velocidad del sonido.
Aunque el nombre de Yeager pasó a la historia, otros pilotos estuvieron antes muy cerca de romper esta barrera.
Algunos incluso vivieron para contarlo. Lo que es aún más impresionante: los aviones en los que volaban eran físicamente incapaces de alcanzar la velocidad del sonido. Acercarse a ese límite podía haberlos resquebrajado.
Un puñado de vuelos en los Supermarine Spitfires -los aviones monoplaza británicos que ayudaron a ganar la Batalla de Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial- fueron cruciales para ayudar a los científicos a comprender las fuerzas que debían ser superadas para que un avión fuera capaz de volar más rápido que el sonido.
En picada
El Spitfire entró en servicio justo antes de la Segunda Guerra Mundial y fue creado por R. J. Mitchell.
Los últimos modelos del Spitfire podían volar a más de 965 km/h en vuelo horizontal, gracias a su potente motor Rolls-Royce Merlin y a la hélice de cuatro palas que ayudaba a generar un impulso adicional.
El rendimiento superlativo del avión lo convirtió en la nave ideal para los vuelos de prueba, en especial para la investigación de alta velocidad.
Fue en estos vuelos que algunos pilotos llevaron las aeronaves a territorio desconocido y se toparon con las extrañas fuerzas aerodinámicas que se producen cuando se está cerca de la barrera del sonido.
De acuerdo con el libro "Wings on my sleve" del famoso piloto Eric "Winkle" Brown, las pruebas de alta velocidad comenzaron a finales de 1943.
Durante el programa, el líder del escuadrón J. R. Tobin pilotó un Mark XI Spitfire en picada de 45 grados. El avión alcanzó una velocidad máxima 975km/h o Mach 0,89 (Mach 1 es el término técnico para la velocidad del sonido).
Fue la mayor velocidad alcanzada por un Spitfire. O al menos la más rápida en la que el piloto vivió para contarlo.
La física lo salvó
En abril de 1944, el líder de escuadrón, Anthony F. Martindale, pilotó al mismo Mark XI Spitfire en picada.
Esta vez, el engranaje diseñado para limitar su velocidad falló.
La hélice se zafó y el avión en picada llegó a más de 1.000kmh -Mach 0,92–, mientras se precipitaba a tierra.
Martindale fue salvado por las leyes de la física.
Cuando las pesadas hélices se desprendieron, la aeronave fue más pesada en la cola, y ese cambio en el centro de gravedad lo obligó a subir de su picada a gran velocidad.
Martindale quedó inconsciente por el estrés de la subida, y se despertó para encontrarse en su avión volando a 40.000 pies de altura (13 kilómetros).
De alguna manera se las arregló para llevar el avión de regreso a su base, y salió ileso. El estrés de la picada del avión le había doblado las alas, dándoles el tipo de forma que con el tiempo ayudaría a otras aeronaves a cruzar la barrera del sonido.
Esta deformación había sido causada por el flujo de aire sobre el ala cuando el avión tomó velocidad, explica Rod Irvine, presidente del grupo de aerodinámica de la Real Sociedad de Aeronáutica británica.
"Cuando empiezas a acercarte a Mach 0,85 o 0,95, lo que sucede es que tienes ese flujo subsónico sobre el ala, y comienza la aceleración más allá de la barrera del sonido", explicó.
"Se siente como si el avión estuviera empezando a sacudirse en pedazos debido a que se produce este cambio fundamental en la aerodinámica", comentó Irvine.
El problema de la hélice
Aviones como el Spitfire tienen otro gran problema: la hélice.
Los aviones más antiguos tenían una conectada directamente al motor; más potencia significaba que giraría cada vez más rápido.
Incluso con un avión que viaja a 480km/h, el aire que se desplaza sobre estas palas de giro rápido puede alcanzar velocidades supersónicas, provocando zarandeo y ruido.
Jeremy Kinney, un experto del Museo Smithsonian de Aeronáutica y Espacio en Washington DC, en Estados Unidos, dice que el diseñador del Spitfire, R. J. Mitchell, había comprendido algunos de los problemas en torno a las hélices al diseñar aviones de carreras a principios de los años 20.
"Si estuvieras de pie debajo de uno de esos aviones que compiten en un evento de carreras de aire de Cowes, en la Isla de Wight en 1923 -explica Kinney- escucharías golpes y ruido metálico cuando el avión te pasaba por encima".
Esa es la punta de las hélices. Mitchell y sus contemporáneos se dieron cuenta de que conectar una hélice para que fuera más rápida no ayudaba necesariamente a una aeronave a volar con más rapidez.
"Había este paradigma, al menos durante la primera mitad del siglo XX, de que los aviones tenían que ir más alto, más rápido y más lejos. El trabajo necesario para hacer funcionar una hélice a velocidades supersónicas fue demasiado", señala Kinney.
"Y para qué intentarlo, cuando el motor a reacción de repente daba esa capacidad".
Las caídas en picada a alta velocidad de los Spitfires -y otros aviones de combate aliados como el American P-51 Mustang y el P-47 Thunderbolt-ayudaron a los investigadores a vislumbrar los retos que traerían los vuelos supersónicos.
Eso condujo al desarrollo de aviones de una forma diferente, que podían hacer frente a las ondas de choque creadas por la barrera del sonido: una nariz puntiaguda, alas pequeñas y un fuselaje suave que limita el efecto de las ondas de choque.