Cuando era niña, los únicos lugares donde Kai Pacha se sentía tranquila eran el patio de su casa y su cuarto, donde tenía dos huecos en la pared por donde observaba el mundo.
"Podía hablar, pero no podía comunicarme con los demás", explica.
Kai, que hoy, a sus 48 años, es la dueña de una exuberante reserva natural en Córdoba, Argentina, sufría un leve autismo y sus únicos interlocutores eran los animales: les contaba sus miedos, sus sueños, sus complejos.
Pero un día Kai se dio cuenta que los animales necesitaban su ayuda, porque "los atacamos, les dañamos su entorno".
Entonces, para retribuir el apoyo que le dieron durante su niñez, superó el autismo y aprendió a comunicarse con sus semejantes.
"Los animales fueron mis salvadores durante años y ahora yo los tengo que salvar a ellos", me dice en la sala de su casa, una amena morada hecha de barro donde han vivido gatos, perros, pumas y monos.
Su voz es suave, pausada; a veces trastabilla. Hablar no le resulta cómodo. Pero responde con esmero.
Más allá del zoológico
La reserva Pumakawa, en las sierras de una de las provincias más ricas del país, no busca simular la experiencia de ir al zoológico.
"No nos interesa la exhibición en una vidriera, sino la recuperación del monte y del animal", dice.
Gobiernos locales, veterinarios y residentes de la zona le traen a Kai, graduada en trabajo social y con media carrera de derecho, los animales silvestres que encuentran heridos, huérfanos o atropellados en la carretera.
Kaku, por ejemplo, una puma de cabeza pequeña y grandes ojos claros, llegó acá cachorra, y al estar huérfana el cuidado tenía que ser muy riguroso, constante, porque los pumas no se pueden calentar a sí mismos.
Primero se le rompió una pierna y no podía caminar: se arrastraba por el piso rasgándose la piel. Luego quedó ciega. Y los veterinarios recomendaron sacrificarla.
Pero con un caminador de bebé colgado del techo Kai logró que caminara. Y con la ayuda de una oftalmóloga de humanos le dio las vitaminas y antibióticos que le devolvieron la vista.
Kaku hoy se besa, acaricia y arrejunta con Kai como si fueran de la misma especie. Pasaron tanto tiempo y trabajo juntas que, en un caso extraordinario, la puma la ve como una de sus pares.
Los pumas que llegaron a la reserva heridos o huérfanos se tienen que quedar con Kai porque si vuelven a la libertad pueden ser un peligro para los humanos, pero a los otros animales que le llegan y logra recuperar los devuelve a su estado silvestre.
"Cada uno de nuestros animales tiene una historia que la gente se lleva a su casa y le permite tomar conciencia", explica.
"Porque si cuidamos el ambiente, cuidamos la posibilidad de ser felices".
"Porque así viva en el piso 15 de un edificio en la ciudad, la gente tiene que ser consciente de que cuando abre la canilla está administrando agua de un arroyo. Y es importante que no la derroche".
El puma como termómetro
La relación que Kai establece entre Kaku y el medio ambiente no solo es parte de un discurso amplio o teórico o político acerca del cuidado de la naturaleza.
También es una relación causal, o natural.
Los pumas, explica, son de los pocos animales que se adaptan a todos los terrenos y por eso sirven como una suerte de "termómetro" de lo que pasa en el medio ambiente.
"Si el puma no tiene presa para comer, cambia la dieta y busca en el corral del hombre. Pero el puma, y hay estudios que lo muestran, prefiere su presa silvestre", asegura.
El hecho de que los pumas, que son animales retraídos, difíciles de avistar, sean cada vez más visibles y ataquen cada vez más ganado es una muestra, según ella, de que en su entorno falta el cupo de comida que les corresponde.
Córdoba, epicentro de la industria agrícola, es una de las regiones más intervenidas por el hombre de Argentina: solo el 4% de la flora se mantiene. En otra regiones esa proporción es del 50%.
"Si seguimos sembrando más de lo que se deberíamos y el puma sigue mostrando este poder de adaptación, vamos a tener pumas en las autopistas, en las ciudades", explica Kai.
Aunque hay gente que se está movilizando a favor del medio ambiente, las autoridades, según ella, "son las únicas que pueden agilizar el cambio con políticas que saneen los montes, que ayuden a cuidar la cadena alimenticia y que protejan la economía del hombre y de la vida silvestre".
De mimo en una camioneta, a traductora de animales
En la casa de Kai -donde hoy los baños, la cocina y los pisos están hechos con materiales reciclados- siempre hubo cualquier cantidad y variedad de animales.
La relación que su padre mantenía con ellos era a través de la caza, la mayor fuente de alimentos para la familia.
"Pero un día llegó llorando de un campamento y contó que había matado a una corzuela y que luego vio que había dejado a la cría huérfana, que había matado a la mamá", recuerda Kai.
Ahí, dice, se dijo a sí mismo "¿qué estoy haciendo?".
Ahí su padre dejó de cazar y compró el terreno de 26 hectáreas donde ahora está la reserva.
Cuando estudiaba en la universidad, Kai vivía en una camioneta: su cocina estaba en al guantera del auto y su cama, en la silla de atrás.
Le costaba usar el transporte público, ir de compras, hablar con la gente. Y su única fuente de empleo -actuar de mimo- no le obligaba a relacionarse con nadie.
Pero un fin de semana que pasó en el campo con su papá vio que el terreno estaba descuidado, se quedó a ayudarle. Y lleva 20 años a cargo.
Una misión
En 2009, durante uno de los incendios de la emergencia que azotó a la zona en 2009, Kai se fue a las jaulas de los pumas y vio que sacarlos los iba a matar.
"Me puse a llorar en medio del fuego y el humo y la asfixia", recuenta. Llevaba ya dos días conteniendo incendios.
Ahí, dice, "quise morirme". Pero salió corriendo para salvarse ella y, cuando llegó a donde estaba la gente, vio que nadie quería ir a socorrerla.
Tenían razón: detrás suyo tenía a los 12 pumas, que la miraban con cara de "qué hacemos, a dónde hay que ir".
Ahí Kia terminó de entender que su "misión" en la vida es hablar por los animales.
"Ellos no pueden hablar y los seres humanos no entendemos el idioma del animal", explica.
Kai ya no se quiere morir, sino "vivir hasta los 98 años".
"No por los 12 pumas que tenemos acá, sino por todos los demás que están quedando sin lugar".
Ella, además, ya puede hablar, así trastabille.
"Las personas que son muy calladas no es que estén enfermas", concluye.
"Es que tienen una misión que se está gestando en su interior y, cuando la logren identificar, lo podrán sacar todo".