Bastián García Santander
Atrás quedaron los escándalos de 1992, con Axl Rose golpeando a fotógrafos y periodistas y amenazando con retirarse luego de tocar tan solo dos canciones si los fanáticos seguían lanzando “esas jodidas botellas” al escenario; atrás quedó su mal estado físico y vocal mostrado en el 2010 en el Movistar Arena y un inicio lamentable a las 1:20 de la mañana un año después en el mismo lugar. Porque en el regreso de Slash y Duff McKagan al tridente principal de la agrupación, Guns N’ Roses volvió a Chile con una performance de alta calidad, sin la misma agilidad de sus mejores años, pero con la potencia necesaria para recordarnos por qué fueron sindicados como “la banda más peligrosa del mundo”.
A las 21:05 horas, el combo formado en Hollywood apareció sobre un escenario de grandes proporciones, con una pantalla central, dos laterales y dos juegos de escaleras que llevaban a un segundo nivel. Primero fue el rubio bajista, luego el clásico sombrero de copa del guitarrista y, al final, una corrida hacia el frente de su vocalista. Y tal como lo vienen haciendo hace 24 años, en un comienzo calcado al de su debut en nuestro país, el primer rugido fue el del bajo de McKagan con "It's so easy".
Un guiño a la nostalgia en la construcción del espectáculo, pero también una demostración del momento de los californianos, en el que ningún movimiento es al azar: cada uno de los integrantes del trío estelar tiene su momento protagónico en cada canción, los riffs encuentran a Slash a la vanguardia, lo mismo ocurre con Duff, mientras los vacíos son llenados por un frontman que se mueve a su ritmo.
No tiene la misma voz de antes ni la resistencia, pero se las arregla para mover la pelvis con desparpajo e impulsarse con pequeños saltitos para recorrer todo el frente del escenario.
Continúa "Mr. Brownstone", vuelan los fuegos artificiales y el poderío de la guitarra de Slash empieza a dibujar los mejores momentos de la noche. "Welcome to the jungle" los devuelve a su época de oro, con mujeres desnudas en las proyecciones de las pantallas, las 66.000 personas coreando como hace décadas y Axl Rose moviendo la cintura e intentado imitar a ese chiquillo sexy que en bóxers blancos y pañuelo en la cabeza dejaba amantes en el camino día tras día. La épica la añade "Live and let die", con las estrellas en primera fila y los petardos retumbando por detrás del escenario.
Casi una hora de show y empiezan a multiplicarse los desmayados que sacan de la cancha hacia el sector de seguridad. Arriba suena "You could be mine" y los decibeles aumentan. En las pantallas aparecen los esqueletos metálicos de los músicos reverenciando a "Terminator" y el público recobra las fuerzas. El show no disminuye su intensidad, y Axl dejando lo mejor de su repertorio en "This I love".
Y continúa en modo grandes éxitos, con una introducción en guitarra de la clásica "Speak softly love" de la película "El Padrino" que muta con el riff inconfundible de "Sweet child o' mine", otra de las postales en la que los fanáticos se hicieron sentir con fuerza.
Pero mientras Slash se pone al frente para liderar el solo de "Wish you were here" de Pink Floyd, desvía la atención por un momento, dejando al vocalista instalarse detrás del piano para una emotiva entrega de "November rain": la lluvia cayendo en forma de chispas, McKagan apoyando en el coro y el guitarrista haciendo recordar su performance en el video, afuera de la iglesia en medio de la nada.
Con una hora y media de concierto, "Knockin' on Heaven's door" renueva la complicidad entre los fans y la banda, uniéndose ambos en el coro como pregunta respuesta; "Don't cry" desata los gritos desaforados de los seguidores para pavimentar el gran final con "Paradise city", con fuegos artificiales y todo el Estadio Nacional saltando como en el 92'. Porque de eso se trata este regreso, de recordar qué tan salvaje fue la juventud.