Promediando los 50 minutos de show, en medio de “Let down”, aparece el primer gran coro. No es que el público de Radiohead haya quedado en deuda durante la noche de miércoles, sino todo lo contrario.
En su regreso a Chile -tercer concierto en dos venidas a nuestro país-, el conjunto británico extrajo esas piezas de su discografía que hipnotizan y adormecen, alejadas de los cánones convencionales del pop, que los fanáticos prefieren contemplar.
Ante 50 mil personas, en su primer show en la cancha central del Estadio Nacional, el conjunto liderado por Thom Yorke llevó a los asistentes a un viaje por espacios extrasensoriales. Esos que inician con la desesperación de “Daydreaming” -la carta de bienvenida de “A moon shaped pool” (2016), álbum que da nombre a la gira- para liberarse en “Ful stop” y “Myxomatosis”, cortes frenéticos que se desdibujan hacia sus desenlaces, donde los músicos parecen dejarlo todo.
Sensaciones que se acrecientan gracias al imponente juego de luces y proyecciones en la pantalla central ovalada que mezcla los rostros e instrumentos de sus seis protagonistas —desde 2011 que el percusionista Clive Deamer acompaña en vivo a Yorke, Jonny Y Colin Greenwood, Ed O'Brien y Philip Selway—, con figuras similares a códigos QR, filtros de todos colores y coreografías lumínicas inquietantes.
Y en medio de esa vorágine, aparece la figura de Yorke como emblema, un frontman impredecible, a ratos incoherente y provocador. Que se aquieta con el piano y se prende con la guitarra, que con el micrófono en la mano simula a un rapero y a un científico loco cuando toma los sintetizadores.
De todas formas, su lado más extraordinario se manifiesta al momento en que deja fluir los éxitos que acumuló durante la década de los 90. “Idioteque”, “The bends” o “Fake plastic trees” no solo cautivan por su frescura y atemporalidad, sino también porque reviven historias y unen a los desconocidos. Los que sufren “Paranoid android” y se pierden, juntos, con la última estrofa de “Karma police”.
Radiohead no tocaba en vivo hace 9 meses, cuando se presentó en un concierto en Israel precedido de una polémica que incluso enfrentó a la banda con Roger Waters. Pero la complicidad entre sus piezas, las casi 2 horas y media de show, y esa forma de interpretar la música como si fuese un ritual que no se repite dos veces, hicieron parecer que entre Tel Aviv y Santiago solo pasó un bis.