La escena previa impactaba. Así como ocurrió con Limp Bizkit en 2016, un Teatro Caupolicán a punto de reventar, con 4.300 personas, esperaba la quinta visita de Korn a Chile: con el telón gigante con el nombre de la banda colgado hace horas y a la misma altura de la última fila del recinto de San Diego. Ningún fanático quería perderse la vuelta de los hombres de Jonathan Davis, justo en medio de una suerte de regreso a sus raíces tras el lanzamiento de "The serenity of suffering" (2016), con Brian "Head" Welch ya reintegrado al equipo, pero con el pequeño Tye Trujillo de 12 años en el bajo, en reemplazo de Reginald "Fieldy" Arvizu por "circunstancias imprevistas".
Y el inicio fue demoledor. Ubicados en tres niveles distintos —Los guitarristas "Head" y James "Munky" Shaffer, además del frontman en el primero; Trujillo y el tecladista Davey Oberlin en el segundo; y el baterista Ray Luzier en lo más alto— despacharon de entrada "Right now" y "Here to stay". Dos de los singles ya clásicos que publicaron durante los primeros años de los 2000, y que representan la radiografía de un acto consolidado.
El show cuenta con un engranaje en el que resaltan los hits de sus primeros años. Esos que sirvieron como conductores de un sonido caracterizado por sus guitarras voluminosas, encerradas en un bajo lo suficientemente afilado como para retratar los fantasmas psicológicos que atormentaron a su vocalista al momento de componer cada pieza. También por esas posturas simiescas y movimientos hipnóticos de sus guitarristas o la agresividad e histrionismo de Luzier para tocar la batería.
Korn presume de "Somebody someone", "Make me bad" y "Coming undone", pero también de la renovación que les ha permitido lanzar material inédito de forma regular desde su debut homónimo en 1994.
Y dentro de esa visión de presente y futuro destaca la figura de Tye Trujillo. El hijo del bajista de Metallica, Robert Trujillo, le rinde honor a su padre gracias a una interpretación correcta de la música, en perfecta sincronía con sus compañeros de banda, y jugando con las cámaras del público. Incluso, patenta su propio estilo de headbanging.
Quizás el único problema de Korn —luego de 23 años de carrera discográfica— es la monotonía de su propuesta. Después de tres o cuatro canciones, la muralla sonora de los californianos termina por volverse repetitiva. Por más consistente que sea, su eje es demasiado estricto. Aunque "Falling away for me" y "Freak on a leash", en el gran final, dejan la redundancia en segundo plano.