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¿Qué es la "paradoja de la carne" y cómo el dinero cambia nuestras decisiones morales?

¿Qué es la "paradoja de la carne" y cómo el dinero cambia nuestras decisiones morales?
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Hay quienes consideran intolerable la crueldad con los animales y, sin embargo, no tienen reparos a la hora de comer carne. A esta diferencia entre la forma de pensar y la de actuar se la conoce como disonancia cognitiva. Y, aunque no seamos conscientes, afecta a muchos tipos de decisiones.

El dinero cambia nuestra relación con la moralidad, ya que actúa como un amortiguador entre nosotros y el origen de los productos que consumimos.

Y esto puede hacer que nos comportemos de maneras que son profundamente inmorales.

Te lo puedo demostrar. ¿Consideras que la tortura animal está mal? ¿Y además comes carne de ganadería intensiva? Muchas personas que en principio se opondrían totalmente a la crueldad animal comen carne criada en unas condiciones terribles.

Sin embargo, algunos actos parecen mucho menos ofensivos de lo que son. No podemos ver ciertas cosas con nuestros propios ojos, por lo que sentimos que no tienen nada que ver con nosotros. Lo único que vemos es el precio.

¿Por qué? Cuando entendemos por qué comemos carne que sabemos que se crio en malas condiciones, podemos empezar a entender muchos otros comportamientos que entran en conflicto con principios morales profundamente arraigados.

Conflicto interno

Según los psicólogos Brock Bastian y Steve Loughnan, la "paradoja de la carne" es el "conflicto psicológico entre la preferencia alimenticia de la gente por la carne y su respuesta moral al sufrimiento animal".

Y argumentan: "Dañar a los demás es inconsistente con el hecho de percibirse a uno mismo como una persona moral. Así, el consumo de carne produce efectos negativos para quienes la comen porque se enfrentan a una visión de ellos mismos que es desfavorable: ¿cómo puedo ser una buena persona y comer carne?"

Es habitual mirar hacia otro lado cuando nos damos cuenta de las consecuencias de nuestros decisiones como consumidores.
Es habitual mirar hacia otro lado cuando nos damos cuenta de las consecuencias de nuestros decisiones como consumidores.

Este conflicto moral no solo amenaza el placer que sentimos al comer carne sino también nuestra identidad. Para proteger nuestras identidades establecemos hábitos y estructuras sociales que nos hacen sentir mejor. El hecho de comer carne está ligado a las costumbres sociales, como las barbacoas.

Y a pesar de que los productos animales están vinculados a muchos tipos de problemas de salud, algunas personas cuestionan que queramos volvernos veganos ("¿De dónde obtendrás la suficiente proteína?").

Para justificar algunas de las decisiones que tomamos, incluida la de comer carne, la mayoría de las excusas que nos ponemos son 'post hoc'. Es decir, después de haber decidido complacernos, necesitamos justificar por qué ese comportamiento era correcto y por qué es correcto hacerlo de nuevo. Sin las excusas, nos sentimos malas personas.

La disonancia cognitiva

Al hecho de decir una cosa pero hacer otra, o de tener creencias inconsistentes, los psicólogos lo llaman disonancia cognitiva. El término lo desarrolló Leon Festinger, que lo usó por primera vez en 1957. Y el experimento clásico de este campo lo publicaron Festinger y James Carlsmith en 1959.

En este experimento se planteaban qué sucede con la opinión de una persona si se la obliga a hacer o decir algo contrario a esa opinión.

Para llevarlo a cabo pidieron a 71 hombres que completaran dos tareas. En primer lugar, les pidieron que colocaran 12 carretes de madera redondos en una bandeja y que luego vaciaran la bandeja. Tenían que hacerlo, repetidamente, durante media hora.

Luego se les dio un tablero con 48 clavijas cuadradas de madera. Les pidieron que giraran las clavijas un cuarto de vuelta en el sentido de las agujas del reloj, y luego otro cuarto de vuelta, repetidamente, también durante media hora.

Se trataba de tareas intencionalmente aburridas. Muy aburridas.

Y en realidad lo que interesaba a los investigadores era lo que llegaría a continuación.

Tras completar las tareas, llevaron a los participantes a una sala de espera donde había una persona sentada. Les dijeron que esa persona era el siguiente participante.

Un tercio de los participantes se sentaron sin que les mencionasen nada más.

Sin embargo, a los otros dos tercios les preguntaron si le mentirían a ese participante. Les dijeron que incluso les pagarían por hacerlo. A la mitad les dijeron que les darían 1 dólar por mentir, y a la otra mitad 20 dólares (que en los años 50 era mucho).

Cuando decían que sí, el investigador les entregaba un trozo de papel y les pedía que siguiesen la corriente de lo que ahí había escrito: "Fue muy agradable", "Me divertí mucho", "Me lo pasé muy bien", "Fue muy interesante", "Fue intrigante", "Fue emocionante".

Lo que los investigadores querían saber en realidad era qué impacto tendría esta mentira, y la compensación que obtuvieron por ella, en la calificación que los participantes pondrían a la tarea.

En general, nos preocupamos poco por saber las condiciones laborales de los trabajadores que fabricaron los productos que consumimos.
En general, nos preocupamos poco por saber las condiciones laborales de los trabajadores que fabricaron los productos que consumimos.

Se preguntaban si los participantes creerían que disfrutaron de la aburrida tarea solo porque le contaron a otra persona que era divertida. ¿Y cómo influiría en esto el hecho de haber recibido dinero?

¿Qué grupo creen que calificó como más agradable el experimento?

El grupo de control, a quien no se le había pedido que mintiera, calificó la tarea como aburrida y dijo que no volverían a hacerlo.

Los participantes que recibieron 20 dólares también calificaron la tarea negativamente.

Sin embargo, los que recibieron 1 dólar calificaron el experimento como mucho más agradable que los otros dos grupos, y estaban más predispuestos a participar en experimentos similares en el futuro.

¿Que pasó? Probablemente 1 dólar no era un incentivo suficiente para mentir. En consecuencia, experimentaron disonancia cognitiva. "¿Por qué dije que era divertido si no lo era? Seguro que no fue por un mísero dólar".

Así, como no podían volver atrás y cambiar su comportamiento, la opción que les quedaba disponible era cambiar su creencia: pensar que en realidad debía haber sido agradable.

Para los que cobraron 20 dólares, en cambio, esto no era necesario, ya que podían justificar su comportamiento con el incentivo económico.

Este fue el primero de muchos experimentos que demostraron que a menudo asimilamos nuestras creencias con nuestros comportamientos, y que el dinero puede cambiar la forma en que lo hacemos.

En 1962 Festinger llevó sus ideas más lejos. Afirmó que aunque creemos que en general somos consistentes en nuestros comportamientos y creencias, a veces nos descontrolamos. A esta inconsistencia la llamó disonancia, mientras que a la consistencia la llamó consonancia. Resumió su teoría de la disonancia cognitiva de la siguiente manera:

La existencia de disonancia, psicológicamente incómoda, motivará a la persona a tratar de reducir la disonancia y lograr la consonancia.

Cuando existe disonancia, además de tratar de reducirla, la persona evitará situaciones e informaciones que podrían aumentar la disonancia.

Reducir la disonancia

Festinger añadió que, al igual que el hambre nos motiva a encontrar alimentos, la disonancia cognitiva nos motiva a encontrar situaciones para reducirla. En el caso de comer carne hay dos maneras de hacerlo: dejar de comer carne o encontrar razones por las que comer carne es éticamente correcto.

En el intento de justificar el consumo de carne, la publicidad y el marketing nos facilitan la tarea, por ejemplo disimulando el concepto de animal muerto para alejarnos física, verbal y conceptualmente del origen real de nuestra comida.

Se trata de tácticas que se usan para abstraerse de la crueldad animal.

Y todo esto no pasa solo con la carne sino también cuando queremos evitar la incomodidad que causa ser conscientes del sufrimiento que hay detrás de los bienes de consumo. Hay muchos más comportamientos humanos moralmente inaceptables pero comunes que tienen que ver con el dinero.

Por ejemplo: sabemos que la pobreza causa un gran sufrimiento, pero en lugar de compartir nuestra riqueza nos compramos otro par de zapatos.

Fundamentalmente rechazamos el trabajo infantil o que los adultos trabajen en condiciones horribles, pero seguimos comprando sin plantearnos quién lo produjo.

Y mientras, intentamos proteger nuestras identidades para mantener la ilusión de que somos seres consistentes y éticamente sensibles.

Además, damos forma a las sociedades de manera que minimicen nuestro malestar, de que no nos recuerden nuestras inconsistencias.

En ciertos entornos sociales y culturales hay hipocresía. Los hábitos sociales pueden dejar en un segundo plano nuestros conflictos morales porque normalizan comportamientos y los hacen invisibles y resistentes al cambio.

Es hora de revolucionar la forma en que hablamos sobre los seres humanos, los animales y el planeta. En lugar de hacer malabarismos para justificar comportamientos no éticos, debemos plantearlos seriamente cambiarlo.

Seguramente identificar y eliminar aunque solo sea alguna de nuestras inconsistencias éticas nos volverá más felices y hará del planeta un lugar mejor.

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