Durante casi toda la historia humana, el sueño de volar fue solo eso: un sueño. Pero con el paso de los años, la idea del vuelo humano pasó de una mente a otra hasta que, eventualmente, se hizo realidad.
Una de esas fantásticas mentes fue la del renacentista Leonardo da Vinci.
Pero la historia de un vuelo humano es más antigua de lo que quizás imagines.
Aunque los detalles no son exactos, se calcula que hace unos 2.500 años, los chinos armaron una estructura simple de bambú y seda que se convirtió en la primera cometa.
"Fue la primera vez que los humanos comprendieron que eran capaces de hacer estructuras que podían desafiar la gravedad y volar, a pesar de ser más pesadas que el aire", resalta experta en fluidodinámica Shimi Somara.
Uno de los principios más importantes que utiliza la cometa es equilibrar las fuerzas que la empujan hacia abajo y las que la levantan hacia arriba.
"El viento que sopla hacia la cometa y a lo largo de su vientre se desvía hacia abajo y esa desviación del aire crea una fuerza igual y hacia arriba llamada elevación", explica Somara.
Esa manipulación del flujo del aire contrarresta el peso del objeto volador.
Los chinos aprovecharon su tecnología en muchos propósitos, como señalizar a largas distancias y arrojar armas. Hay hasta leyendas que aseguran que se usaban para para levantar personas.
Un vuelo sin información
Aunque tenían sus limitaciones, como la necesidad de viento para volar y de estar atadas para no perderse, las cometas fueron un buen comienzo.
Alrededor de 875 d.C., el genial científico e inventor Abbas Qasim Ibn Firnas construyó un par de alas fijas e hizo un vuelo libre en Córdoba, España.
Desafortunadamente, únicamente quedaron unas breves referencias sobre el evento y, hasta donde sabemos, nadie continuó con su trabajo.
Aún faltaba por descubrir cómo dominar las misteriosas fuerzas del aire.
Para comenzar a resolver ese rompecabezas, llegó un artista que pasaría a la historia como una de las mentes más brillantes que jamás hayan existido.
El hombre
Desde temprana edad, Leonardo da Vinci mostró un talento extraordinario para la pintura y el dibujo. Su secreto consistía en mirar cada tema en minucioso detalle para tratar de ver la estructura debajo de la superficie.
Estaba obsesionado con entender cómo funcionan realmente los cuerpos de los humanos y los animales. Y entre los últimos, le interesaban particularmente los que volaban.
Quería saber cómo el batir de las alas los mantenía en el aire.
Estaba convencido de que si pudiera descubrir este secreto tendría la clave del antiguo sueño del vuelo humano.
La clave
Mirando cada vez más de cerca el mundo natural, notó la exquisita eficiencia de las criaturas voladoras.
Así, se dio cuenta de que era poco probable que unir alas a tus brazos funcionara: los músculos humanos simplemente no eran suficientemente fuertes.
Entonces, se le ocurrió una idea que creyó que cambiaría el mundo: en lugar de unir las alas a los brazos, haría una máquina que tuviera alas batientes como un pájaro.
En su mente, había inventado la primera máquina voladora.
Durante su vida, diseñó más de una docena de máquinas con alas, pero, por lo que sabemos, ninguna de ellas voló.
¿Por qué?
Aunque había hecho dibujos y tomado medidas detalladas, no había podido obtener los datos que necesitaba.
El problema era que para poder despegar, se necesita más que batir las alas.
¿Cuál es el secreto que el genio de Leonardo da Vinci no pudo develar?
Tres siglos más tarde...
La complejidad del arte de volar implicó que el secreto permaneció oculto.
Pero 300 años después, en la ciudad costera de Scarborough, Inglaterra, destino de moda a principios del siglo XIX, ocurrió uno de los mayores hitos en la historia del vuelo.
Allá vivía un rico baronet, Sir George Cayley, quien era un politólogo con una miríada de intereses.
Desde niño, había tenido el mismo sueño que Da Vinci: construir una máquina voladora.
Y fue un día en la playa, mientras observaba a las gaviotas, que su sueño despegó.
Se preguntó cómo lograban mantenerse en el aire sin batir sus alas.
Da Vinci se había hecho la misma pregunta, y se había dado cuenta de que había un fenómeno que él no había logrado comprender.
Cayley pensó que si lograba averiguar qué mantenía a los pájaros en las alturas cuando estaban quietas, tal vez revelaría el secreto del vuelo.
Unos grados de inclinación
El aristócrata decidió investigar el fascinante misterio científicamente, así que creó un aparato para hacer un experimento: el brazo giratorio.
Lo que hizo fue subirse a la parte más alta de su mansión para aprovechar el espacio vacío que quedaba en medio de las grandiosas escaleras para soltar unas pesas amarradas con una cuerda que hacían girar el brazo largo del aparato.
Al girar, el brazo, que tenía una placa cuadrada en el extremo, se conducía por el aire como si fuera un ala en vuelo.
Cayley notó que si la placa estaba plana, el brazo giratorio se mantenía nivelado mientras se movía y, por lo tanto, no había elevación.
Pero cuando inclinó la placa unos grados, sucedió algo mágico: al girar, el brazo se elevaba.
Gracias al sencillo experimento se dio un enorme salto en nuestra comprensión de la dinámica de los fluidos porque, esencialmente, hasta ese momento los científicos pensaban que la elevación sólo era posible a través de una acción mecánica, es decir, el aleteo de las alas.
El niño que voló
Entender cómo las aves planeadoras se mantenían en alto resultó ser el secreto que nos había eludido durante tanto tiempo.
Cayley había logrado diferenciar las fuerzas que mantienen un avión en el aire, y eso le permitió concebir una nave con alas estacionarias para proporcionar elevación y "aletas" para proporcionar empuje.
No obstante, le tomaría casi 50 años perfeccionar su diseño, hasta que, aproximadamente en 1849, estuvo listo para poner a volar a un hombre... o al menos a un niño de 10 años de edad.
Pero, así como los detalles del primer vuelo de las cometas chinas antiguas, el nombre de ese niño, el primer ser humano en volar en un avión sin ataduras, se perdió con el paso del tiempo.
¡A volar!
Ese vuelo cambió todo.
Da Vinci le había dado inicio a la ciencia del vuelo, cuando comprendió la importancia de la estructura de las alas de los animales y cómo eso hacía posible que volaran.
Sir George Cayley había dado el siguiente gran paso, que le permitió diseñar, construir y volar máquinas de ala fija entre 1799 y 1853.
A partir de entonces, la aviación echó raíces como un esfuerzo científico.
Cayley mismo fue consciente de cuán revolucionaria sería esa tecnología.
"Me siento particularmente confiado de que este noble arte pronto será comprendido y que seremos capaces de transportarnos de manera más segura por aire que por agua, y con una velocidad entre 10 y 50 km/h", escribió.
En un momento en que la mayoría de las personas viajaban a caballo y en carreta, la idea de volar a esas velocidades debe haber parecido absurda.