La era de los combustibles fósiles llega a su fin. La emergencia climática y las obligaciones de los tratados internacionales parece que darán la puntilla a las fuentes de energía que han configurado el mundo que conocemos.
Después de haber sido el germen de un par de revoluciones industriales, haber ayudado a alimentar a una población mundial en crecimiento exponencial en los últimos dos siglos y haber facilitado el desarrollo a niveles no imaginables, ahora están en busca y captura. Es una cuestión de plazos, de unas pocas décadas quizá, pero acabarán en desuso, ya que se les responsabiliza de graves problemas ambientales por su utilización masiva: la contaminación atmosférica y el calentamiento global.
En efecto, los argumentos de los colegas que estudian los fenómenos del cambio climático y las evidencias obtenidas en su trabajo son convincentes: los modelos cada vez son mejores. Parece evidente que estamos cambiando el panorama global con nuestras emisiones de CO?.
Desde la geoquímica ambiental se muestra cómo la huella de las emisiones de todo tipo aparece en archivos geológicos como suelos o turberas. Yo mismo he podido constatar la notable influencia que sobre el medio generan nuestro modo de producir energía y la actividad de la industria o la minería.
La reducción de las emisiones de CO? (también las de CH? y N?O, metano y óxido de nitrógeno respectivamente) es necesaria, pero ¿a qué velocidad es posible hacerlo sin generar graves consecuencias?
Cuando se habla de transición energética puede parecer que el cambio puede ser tan rápido en la industria pesada o en la producción de energía como el que se consigue en la mejora de las tecnologías de la comunicación. Así, pueden establecerse implícitamente paralelismos infundados: si uno cambia de generación de teléfono móvil en un par de años, en una década daría tiempo de sobra a cambiar un modelo energético e industrial. Servirá un ejemplo para desmontar esta falacia: la producción de acero sigue necesitando de coque (carbón pirolizado) en un proceso que no difiere mucho del que ya se empleaba en 1846 en Sabero (una pequeña población de León, al noroeste de España), en una de las cuencas mineras olvidadas.
Es muy complejo dejar de usar sustancias minerales a las que se debe en gran parte el desarrollo del mundo contemporáneo, de su economía, de su demografía y, en definitiva, del modo de vida actual. ¿Realmente merecen los combustibles fósiles tanto descrédito y un final tan abrupto?
El carbón
El feo de esta película siempre ha sido el carbón. Carbón que traen los Reyes Magos a quien se comporta mal, que tizna de color oscuro todo lo que toca, que llenaba de polvo la atmósfera de las ciudades, que cubría de escombros a los sufridos mineros. Pero también carbón que permitió el desarrollo de regiones enteras, como describe Noemí Sabugal (España, 1979) en su excelente libro Hijos del Carbón, y que facilitó el nacimiento de algo parecido a una cultura industrial en España.
En favor de la industria carbonera habrá también que decir que se han hecho esfuerzos enormes desde los 80 del siglo pasado en el denominado uso limpio del carbón. Así se logró una reducción de emisiones muy notable que ha minorado, entre otros, los problemas de lluvia ácida.
Como colofón se pretendía hace no mucho la captura y almacenamiento de CO?, tecnología que ahora, al menos en España, ha sido enterrada (junto con muchos millones de euros) pese al trabajo de algunos científicos.
Mientras tanto, algunos tipos de carbón han sido declarados por la Unión Europea materias primas críticas, lo que implica que se favorece su explotación por el carácter estratégico que poseen. Estos tipos de carbón aparecen como críticos para la industria al lado de todos los minerales necesarios para la fabricación de las baterías de los coches eléctricos.
Algún apunte más para reflexionar: ¿qué aportación a la reducción de las emisiones de CO? a nivel nacional ha supuesto la clausura en 2020 de la mayoría de las térmicas de carbón que aún permanecían abiertas? Si examinamos la situación pre-covid-19, en 2019 ya no representaban un porcentaje relevante de emisiones. Y si tenemos en cuenta que la generación de energía eléctrica es responsable de menos del 20% de las emisiones, aún menos.
Otra cuestión relevante sería estudiar si parte de la actual escalada en los precios de la energía eléctrica es consecuencia de este cierre. Algo que parece complicado determinar dada la complejidad del sistema marginal de precios de la energía en España, y el hecho de que el precio del carbón (y no solo el del gas) ha subido mucho en los últimos meses.
El petróleo
El malo es, por supuesto, el petróleo. Es poco probable que exista material, sustancia o ser vivo en la naturaleza tan despreciado y cargado de connotaciones negativas (bueno sí, el uranio lo tiene aún peor). Y eso que el petróleo, como el gas y el carbón, es natural, tan natural como un volcán, un lobo, un virus o un paisaje protegido.
En los libros escolares, el petróleo y el resto de fuentes no renovables aparecen siempre en colores grises muy oscuros, contrapuestas a las fuentes renovables siempre coloridas y luminosas. Del petróleo solo se citan los problemas ambientales que genera, sin mención alguna a su uso masivo no solo como combustible, sino en gran cantidad de aplicaciones (fertilizantes, plásticos, productos farmacéuticos, lubricantes, asfaltos, gomas, fibras textiles, etc.).
Se nos presentan en libros y películas (desde el clásico Gigante hasta la reciente Marea negra pasando por Pozos de ambición) a malvados millonarios con sombrero tejano deseando provocar mareas negras, a empresas explotadoras de los países en desarrollo, a sátrapas del golfo Pérsico monopolizando el recurso en la OPEP o a dictaduras bananeras.
Todo lo anterior puede ser cierto, pero rarísima vez se habla de países petroleros de éxito como Noruega, o de los enormes avances tecnológicos y científicos que la explotación petrolífera ha supuesto en el conocimiento del subsuelo y el océano ni, nuevamente, del enorme esfuerzo realizado para reducir emisiones e impactos ambientales o para desarrollar combustibles más limpios.
Al petróleo en España le quedan las refinerías, miles de pequeñas infraestructuras, un parque móvil lleno de coches diésel antiguos y malolientes (aún hoy promocionados fiscalmente frente a los de gasolina), un museo en una comarca perdida de la provincia de Burgos (norte de España) y una plataforma de explotación en fase de cierre en el mar Mediterráneo.
Solo cabe preguntarse, por ejemplo y sin ánimo exhaustivo, qué pasará en las cuentas públicas cuando falte el impuesto sobre hidrocarburos (más de 12.000 millones anuales en situación pre-covid-19) o qué sucederá con los más de 200.000 trabajadores del sector.
Las grandes petroleras mientras tanto buscan alternativas como el hidrógeno verde y los ecocombustibles, y mutan en proveedores de energía eléctrica limpia y renovable.
El gas natural
El gas natural, más limpio que el carbón y el petróleo, invisible, con mayor poder calorífico, fue el tercero de la lista en incorporarse de manera masiva a nuestras vidas. Ahora todos los focos se dirigen hacia él por las subidas de precios, por el invierno y por las tensiones en Rusia y Argelia.
Ocurre que el gas es clave en el equilibrio con las renovables y va a seguir siéndolo. Incluso las previsiones más optimistas le dan un papel muy relevante en el mix energético en 2050. Es, por tanto, una sustancia claramente estratégica y, precisamente ahora, prohibir su prospección y explotación sería una medida casi disparatada. España ha prohibido las nuevas concesiones de explotación en el artículo 9 de la Ley 7/2021, de cambio climático y transición energética, que también afecta al petróleo y al carbón.
Aún hay más, la Unión Europea y hasta la ONU parecen amenazar con prohibir el motor de combustión en 2035, lo que introduce una nueva pregunta: ¿es la prohibición de tecnologías o incluso de la prospección del subsuelo el camino hacia un escenario ideal?
Una transición acelerada y radical contra el uso de los combustibles fósiles podría crear problemas económicos y desajustes en algo tan capital como la producción de energía; son riesgos estos, también los sociales, que deberían valorarse. Una excesiva electrificación futura no parece tampoco una buena idea sin un respaldo con otras tecnologías y una logística adecuada.
Este artículo sugiere, por tanto, que no parece que la mejor ruta sea aquella que suprima tecnologías, sino la que permita un equilibrio y una transición realmente progresiva en la que ecocombustibles, captura de CO?, motores híbridos y otras opciones que ahora parecen relegadas tengan un papel.