Las palabrotas se descartaron durante mucho tiempo como un tema de investigación seria porque se suponía que eran simplemente un signo de agresión, dominio débil del lenguaje o incluso poca inteligencia.
Ahora tenemos bastante evidencia que desafía este punto de vista, lo que nos lleva a reconsiderar la naturaleza y el poder de maldecir.
Seamos fanáticos de las palabrotas o no, es probable que muchos de nosotros recurramos a ellas de vez en cuando.
Para estimar el poder de las palabrotas y averiguar de dónde proviene, recientemente llevamos a cabo una revisión de más de 100 artículos académicos de diferentes disciplinas sobre el tema.
Impacto en varias áreas
El estudio, publicado en la revista científica Lingua, muestra que el uso de palabras tabú puede afectar profundamente la forma en que pensamos, actuamos y nos relacionamos.
La gente a menudo asocia maldecir con catarsis, la liberación de una emoción fuerte. Es innegablemente diferente y más poderoso que otras formas de uso del lenguaje.
Curiosamente, para los hablantes de más de un idioma, la catarsis es casi siempre mayor cuando se maldice en el primer idioma que en cualquier otro aprendido posteriormente.
Maldecir despierta las emociones. Esto se puede medir en distintas señales, como el aumento de la sudoración y, a veces, un incremento de la frecuencia cardíaca.
Estos cambios sugieren que maldecir puede desencadenar la función de "luchar o huir".
La investigación neurocientífica sugiere que las palabrotas pueden estar ubicadas en partes del cerebro diferentes a otras regiones del habla. Específicamente, podría activar partes del "sistema límbico" (incluidos los ganglios basales y la amígdala).
Estas estructuras profundas están involucradas en aspectos del procesamiento de la memoria y las emociones, que son instintivos y difíciles de inhibir.
Esto podría explicar por qué las palabrotas pueden permanecer intactas en personas que han sufrido daño cerebral y tienen dificultades para hablar como resultado.
Los experimentos de laboratorio también muestran efectos cognitivos. Sabemos que las groserías llaman más la atención y se recuerdan mejor que otros vocablos.
Pero también interfieren con el procesamiento cognitivo de otras palabras/estímulos, por lo que parece que las palabrotas a veces también pueden interferir con el pensamiento.
Esto puede valer la pena, al menos a veces. En experimentos que requieren que las personas sumerjan una mano en agua helada, maldecir ha producido alivio del dolor.
En estos estudios, vocalizar una palabrota conduce a una mayor tolerancia al dolor y un mayor umbral del dolor en comparación con las palabras neutras.
Otros estudios han encontrado una mayor fuerza física en las personas después de maldecir.
Pero maldecir no solo influye en nuestro ser físico y mental, sino que también afecta nuestras relaciones con los demás.
La investigación en comunicación y lingüística ha mostrado una variedad de propósitos sociales distintivos de las palabrotas, desde expresar agresión y causar ofensas hasta potenciar vínculos sociales, el humor y la narración de historias.
Las malas palabras pueden incluso ayudarnos a manejar nuestras identidades y mostrar intimidad y confianza, además de aumentar la atención y el dominio sobre otras personas.
El fondo de la cuestión
A pesar de tener un efecto tan notable en nuestras vidas, actualmente sabemos muy poco acerca de dónde obtienen su poder las palabrotas.
Cuando escuchamos una palabrota en un idioma desconocido, parece como cualquier otra palabra y no producirá ninguno de estos resultados: no hay nada particular en el sonido de la palabra en sí que sea universalmente ofensivo.
Entonces, el poder no viene de las palabras mismas. Igualmente, no es inherente a los significados o sonidos de las palabras: ni los eufemismos ni las palabras de sonido similar tienen un efecto tan profundo en nosotros.
Una explicación es que el "condicionamiento aversivo", el uso del castigo para evitar que se sigan diciendo palabrotas, generalmente ocurre durante la infancia. Esto puede establecer una conexión visceral entre el uso del lenguaje y la respuesta emocional.
Si bien esta hipótesis suena correcta, solo se evidencia débilmente en un puñado de estudios que han investigado los recuerdos del castigo infantil por decir palabrotas.
Casi no hay estudios empíricos de los vínculos entre tales recuerdos y las respuestas de los adultos a las palabrotas.
Para llegar al fondo de por qué las palabrotas tienen un efecto tan profundo en nosotros, necesitamos investigar la naturaleza de los recuerdos de las personas para maldecir.
¿Cuáles fueron sus incidentes significativos con palabrotas? ¿Las palabrotas siempre traían consecuencias desagradables, como el castigo, o también había beneficios? ¿Qué pasa con las experiencias continuas de las personas de maldecir a lo largo de la vida?
Después de todo eso, nuestra investigación muestra que decir palabrotas a veces puede ayudar a las personas a vincularse entre sí.
Creemos que podría ser posible que las palabrotas muestren un patrón de memoria similar al de la música: recordamos y nos gustan más las canciones que escuchamos durante la adolescencia.
Eso es porque, al igual que la música, maldecir posiblemente adquiera un nuevo significado en la adolescencia.
Se convierte en una forma importante de responder a las emociones intensas que tendemos a tener durante este tiempo y en un acto que señala la independencia de los padres y la conexión con los amigos.
Por lo tanto, las malas palabras y las canciones utilizadas durante ese tiempo pueden vincularse para siempre con experiencias importantes y memorables.
La investigación también debe examinar si existe un vínculo entre los recuerdos de maldecir y los efectos observados en los experimentos.
Esto podría mostrar que las personas con recuerdos más positivos responden de manera diferente a las que tienen recuerdos negativos.
Un último punto a considerar es si maldecir comenzará a perder su poder si se vuelve más aceptable socialmente y, por lo tanto, se quedará sin su carácter ofensivo.
Por ahora, sin embargo, ciertamente sigue siendo un desliz.
* Karyn Stapleton, profesora de Comunicación Interpersonal en la Universidad de Ulster; Catherine Loveday, neuropsicóloga, Universidad de Westminster; Kristy Beers Fägersten, profesora en la Universidad Södertörn; Riichard Stephens, profesor de Psicología, Universidad Keele. Este artículo fue publicado en The Conversation, cuya versión original puedes leer aquí.