Lillian Moller y Frank Gilbreth, el matrimonio que hizo que tu trabajo sea más fácil
Si en la oficina hoy te sientas en una silla cómoda, que está a la altura adecuada para tu escritorio y a una distancia razonable de la pantalla, el teclado y el ratón, tal vez debas agradecérselo a Frank Gilbreth y Lillian Moller
Ellos fueron una pareja que estudió minuciosamente cómo mejorar nuestra forma de trabajar a través de numerosos y creativos experimentos... a la vez que criaba a una docena de hijos.
Gilbreth y Moller son vistos como pioneros en el estudio de la ergonomía, padres de la ingeniería industrial y autores de importantes aportes a la organización científica del trabajo o taylorismo, como se le llama en honor a Frederick W. Taylor.
El taylorismo marcó una gran diferencia en el ambiente laboral a principios del siglo pasado, ya que permitió maximizar la mano de obra.
En vez de que un solo obrero dedicara varias horas o días a la fabricación de un producto; el taylorismo dividió y repartió sus tareas entre varios trabajadores. Así, el trabajo se hizo más mecánico y requería menos desplazamientos y, por lo tanto, menos tiempo.
¿Y Gilbreth y Moller?
Mientras que Taylor enfocó sus estudios en el tiempo a la hora de buscar la eficiencia, el matrimonio estadounidense se interesó más por investigar los movimientos de los empleados y en cómo reducirlos.
Para conseguirlo, echaron mano de cámaras, luces y hasta de sus hijos.
En busca del mejor movimiento
En 1885, poco después de haber acabado el colegio, Gilbreth empezó a trabajar a los 17 años como ayudante de albañil. Allí se dio cuenta de que cada obrero tenía una forma diferente de hacer las cosas y que algunos resultaban más eficientes que otros, según recoge la página web de la Sociedad Estadounidense de Ingenieros Mecánicos (ASME, por sus siglas en inglés).
El joven Gilbreth comenzó a analizar los movimientos que hacían sus compañeros para determinar cuáles eran los mejores. Así fue como nació un interés que luego contagiaría a la mujer con la que se casaría y que guiaría la vida de ambos.
La industria de la construcción acaparó su atención durante varios años. Gilbreth fue pasando por varios puestos dentro de la empresa y estudiando cada uno.
Llegó a inventar un andamio fácilmente ajustable para que los obreros pudieran ir cambiando su altura de acuerdo a sus necesidades. También ideó un sistema que les permitía recoger los ladrillos con una sola mano, sin necesidad de soltar el mortero que llevaban en la otra.
Según la ASME, el resultado fue que los albañiles se volvieron más productivos porque ya no se movían tanto: poner un ladrillo les tomaba ahora cuatro movimientos y medio y ya no los 18 que necesitaban antes. Según Gilbreth, esto hizo posible que un solo hombre pasara de poner 175 ladrillos por hora a 550.
Gilbreth ascendió con rapidez en la compañía a la vez que recibía clases nocturnas de dibujo mecánico. A los 27 años ya era superintendente y decidió renunciar para crear su propio negocio, cuyo eslogan era "Speed Work" ("Trabajo rápido").
Un interés compartido
En 1903, Lillian Moller era una joven estudiante de doctorado que había decidido tomarse un descanso de la universidad para viajar. Su primer destino fue Boston, donde conoció a Gilbreth, 10 años mayor que ella.
Tras varios meses escribiéndose cartas, se casaron en octubre de 1904.
Gilbreth empezó a compartir con su esposa su pasión por hallar métodos que consiguieran incrementar la productividad de los obreros en la industria de la construcción. Se dio cuenta de que a ella le interesaba el lado humano del trabajo y que esto podía complementar sus estudios, así que la alentó a que investigara con él.
Así fue como Moller se alejó de sus estudios iniciales, la literatura, y se decantó por la psicología, una disciplina que en esa época no le prestaba mucha atención al ámbito laboral.
La pareja estaba decidida a eliminar todos los movimientos que no fueran necesarios para realizar un trabajo. Para conseguirlo, estudió de cerca con métodos innovadores todos los movimientos que hacía un empleado. Y los suyos mismos a la hora de hacer tareas cotidianas.
Gilbreth, por ejemplo, estudió y determinó la forma más productiva de abotonarse la camisa y de darse un baño. El matrimonio obligaba a sus hijos a registrar cada día sus iniciales en cuadros donde había tareas que estaban cronometradas. Querían encontrar la mejor manera de llevar a cabo las labores del hogar.
Más barato por docena
Juntos desarrollaron en 1913 el cronociclógrafo, un dispositivo para medir y capturar movimientos.
Consistía en poner luces sobre las extremidades que se fueran a mover y tomar una fotografía de larga exposición. La pareja dividía el movimiento del trabajador en sus elementos más básicos, a los que llamaba "therbligs" (Gilbreth al revés) y a los cuales estudiaba por sí mismos también con fotos de este tipo.
Las luces que se les había puesto a los empleados se prendían 20 veces por segundo y el obturador de la cámara se abría al inicio del ciclo de trabajo y no se cerraba hasta que este hubiera finalizado. Esto daba como resultado una imagen en la que se podía seguir el trayecto del trabajador a través de la línea o intermitencia lumínica que dejaban las luces.
Gilbreth y Moller también usaron un esteroscopio para obtener imágenes en 3D. Con todas estas fotos, elaboraban modelos con cables en los que podían ver dónde el trabajador dudaba o era menos eficiente.
Este método fue aplicado en trabajos tan dispares como mecanografía, almacén, empacar peras, hacer botones o transferir cultivos bacterianos en el laboratorio.
Moller fue la primera en documentar y dar importancia al aspecto psicológico dentro de la organización científica del trabajo. Ella y su marido fundaron una consultora y su trabajo allí la convirtió en una reconocida experta en producción y fatiga laboral.
Gracias a sus estudios, el bienestar del trabajador adquirió más relevancia.
Los experimentos de Gilbreth y Moller quedaron grabados en 76.200 metros de película de 35 milímetros. ¡Y todo mientras criaban 12 niños! Un desafío que inspiró a dos de sus hijos a escribir el libro Más barato por docena, un entretenido recuento de sus vivencias en una familia numerosa que ha sido adaptado más de una vez a la gran pantalla.