La historia de la "Epopeya de Gilgamesh", la obra que contó el Diluvio Universal antes que la biblia
Un día de noviembre de 1872, un joven salió de un cuarto trasero del Museo Británico y, según uno de sus colegas, empezó a correr "por todos lados". Paso seguido, "ante el asombro de todos los presentes, empezó a desvestirse".
Se llamaba George Smith y nunca supimos por qué se desnudó, pero sí la razón de su desbordada alegría.
Había leído un relato que hacía parte de una historia imaginada hacía unos 4.000 años, y que desapareció por dos milenios y medio.
Quedó sepultada con los restos de uno de los primeros grandes imperios de la historia de la humanidad.
Gloria enterrada
En 612 a.C. Babilonia, decidida a terminar con el dominio asirio en Mesopotamia, lideró una alianza en un ataque contra la última capital asiria, Nínive.
La ciudad fue saqueada por completo después de un asedio de tres meses, y el rey asirio Sin-shar-ishkun fue asesinado.
Fue el principio del fin de un imperio que se había empezado a forjar alrededor de 2025 a.C. y que en su apogeo gobernó sobre las "Cuatro esquinas del mundo", los límites de lo entonces conocido, desde las costas del golfo Pérsico hasta las montañas de Anatolia y las llanuras aluviales de Egipto.
Durante un período de unos 300 años (más o menos entre 900 y 600 a.C.) fue la civilización más avanzada que se había visto jamás.
Los asirios fueron los primeros en desarrollar armas y elementos de protección de hierro, un avance tecnológico que les dio una gran ventaja, así como la creación de una unidad de ingeniería separada, que instalaba escaleras y rampas, llenaba fosos y cavaba túneles para ayudar a los soldados a entrar en las ciudades amuralladas.
También estuvieron entre los primeros en construir carruajes, que proporcionaron una mayor protección en el campo de batalla.
Incluso después de su caída, el legado del imperio perduró en las tácticas y tecnologías de guerra adoptadas por civilizaciones posteriores.
Pero mucho se perdió durante su conquista, particularmente el tesoro de ideas asirias que guardaba la biblioteca de Nínive, que había sido concebida en el siglo VII a.C. para albergar la suma de todo el conocimiento humano.
La rebelión liderada por los babilonios dejó a la ciudad más rica del mundo en ruinas, con sus palacios ardiendo y sus habitantes muertos o esclavizados.
A la destruida biblioteca se la tragó la tierra.
2.465 años después...
Una noche de diciembre de 1853 en lo que hoy es Irak, un equipo de excavadores dirigido por Hormuzd Rassam, el primer arqueólogo nacido y criado en Medio Oriente, encontró el palacio del rey asirio Asurbanipal (quien reinó de 668 a 627 a.C.).
Además de magníficas obras de arte talladas en piedra más de dos milenios y medio atrás, los excavadores recogieron del piso miles de fragmentos de tabletas de arcilla cubiertos con la intricada escritura cuneiforme.
No lo sabían, pero eran los restos de la biblioteca real.
Los empacaron en cajas que enviaron al Museo Británico, donde los almacenaron pero no los clasificaron hasta que en 1861 contrataron a Smith para limpiarlos y organizarlos.
Cautivado por las antigüedades que estaban llegando de Nimrud y Nínive, llevaba años aprendiendo solo a entender tanto la escritura cuneiforme como el idioma acadio.
Una década más tarde, ese día en el que estalló de felicidad en el museo había leído en sobre un mundo ahogado por un diluvio, un hombre que había construido un bote y una paloma liberada para buscar tierra firme.
Era una versión del Arca de Noé. Pero el libro no era el Génesis.
Era parte de la cuidadosamente transcrita "Epopeya de Gilgamesh", el poema épico inscrito por primera vez alrededor de 1800 a.C., unos mil años antes de la composición de la Biblia judía (el Antiguo Testamento cristiano).
El resto de la historia
Un mes más tarde, Smith le leyó su traducción de la tableta a la Sociedad para la Arqueología Bíblica en Londres.
Era la primera vez que una audiencia escuchaba parte del poema en más de 2.000 años.
Fue toda una sensación y desató debates en todo el mundo.
Para algunos, corroboraba la verdad esencial de la Biblia. En opinión de otros, tras "El origen de las especies" (1859) de Charles Darwin, representaba otra gran grieta en el edificio del cristianismo.
La que se llegó a conocer como la "Tableta del diluvio", o la Tablilla XI, fue la primera de muchas más que, desde entonces, han ido apareciendo, algunas hasta más antiguas.
Con ellas, los asiriólogos han ido resolviendo uno de los más grandiosos rompecabezas de la historia, aquella que cuenta sobre un rey que vio, experimentó y consideró todo, hasta lo oculto; que desveló lo velado, que supo sobre el Diluvio, viajó a los confines del mundo y regresó, exhausto pero entero, como prometen las primeras líneas del texto.
Aunque aún hay brechas, se piensa que ya tenemos 2/3 del relato.
¡Y qué relato!
Es una de esas obras de literatura antigua que nos hace mella pues su héroe, a pesar de ser "dos tercios dios", es muy humano: siempre se está equivocando, nunca alcanza su meta y, como todos, tiene que aceptar la muerte, esa inevitabilidad con la que vivimos.
Una extraordinaria aventura
Cuando su historia empieza, los súbditos de Gilgamesh, el rey de Uruk, elevan sus quejas a los dioses, pues abusa de su poder.
Las deidades crean su doble, Enkidu, para que compitan y "¡Luchen entre sí, para que Uruk conozca la paz!".
Pero antes de que Enkidu pueda retar a Gilgamesh, tiene que ser "humanizado" por Shamhat, una prostituta sagrada, quien lo seduce y pasa con él seis días y siete noches, tras los cuales deja de ser el salvaje que era y "tiene sabiduría, más amplia comprensión".
Del enfrentamiento entre Enkidu y Gilgamesh nace una profunda amistad y parten juntos en busca de gloria, hacia el Bosque de los Cedros, un lugar remoto del que, según la tradición babilonia, los reyes traían la madera para las grandes construcciones.
Pero, según una tablilla encontrada a finales del siglo XX, el bosque de los cedros de este poema es distinto al concepto que se tenía de él en la antigüedad.
En este caso es una selva animada con el canto de los pájaros, la cacofonía de los insectos y los gritos de los monos en los árboles, todos entreteniendo a Humbaba, un gigante, guardián y señor de esa jungla, en la que vivía como un rey rodeado de sus músicos.
Enkidu y Gilgamesh van con la intención de matar a ese rey y talar sus árboles, y lo logran.
Humbaba es inmovilizado por los 13 vientos enviados por el dios-sol Shamash y ruega, en vano, por su vida; Enkidu y Gilgamesh le cortan el cuello, extraen su corazón y pulmones y le sacan los dientes.
Pero se dan cuenta de que fueron en contra de la voluntad de los dioses.
De hecho, tras hacer lo que se propusieron, Enkidu mira el resultado y le dice a Gilgamesh: hemos devastado esta tierra? ¿qué le diremos a los dioses cuando regresemos?
"¿A cuál amante amaste siempre?"
Tras la batalla, cuando Gilgamesh se está lavando los rastros de la lucha, la diosa Ishtar lo ve, lo desea y le pide que se case con ella, prometiéndole riquezas y poder.
Pero Ishtar es la diosa de la guerra y el amor, del sexo y la violencia, y una propuesta de matrimonio de ella es un asunto riesgoso -sus amantes previos han tenido finales terribles- así que Gilgamesh la rechaza sin piedad.
"No eres más que un brasero que se apaga con el frío; una puerta trasera que no detiene la ráfaga ni el huracán; (...) ¡Calzado que oprime el pie de su propietario! ¿A cuál amante amaste siempre?".
Enfurecida, Ishtar le pide a su padre, el dios del cielo y rey de los dioses Anu que envíe a un gran monstruo a la Tierra a matar a Gilgamesh y destruir a Enkidu.
El monstruo es el Toro del Cielo, un animal feroz, que elimina todo a su paso.
No obstante, los amigos logran matarlo e Ishtar, furiosa, los maldice; Enkidu, al escucharla, le arrancó una pierna al toro y se la lanzó.
Una vez más, con su victoria, los héroes ofenden a los dioses. A sus ojos, es un acto de arrogancia suprema.
"Porque el Toro del Cielo mataron, y a Humbaba mataron; por consiguiente", dijo Anu, "uno de ellos, aquel que taló los montes del cedro, debe morir".
Y así fue.
Devastado por la muerte de Enkidu, Gilgamesh se sume en un dolor sin límites: no permite que lo entierren "hasta que un gusano caiga de su nariz".
Finalmente, se da cuenta que debe seguir adelante, le hace un grandioso funeral y empieza a pensar en sí mismo y su mortalidad.
"El espanto ha entrado en mi vientre. Temeroso de la muerte, recorro sin tino el llano".
Es por eso que se embarca en un vasto viaje, siguiendo el sendero del Sol y sobre las Aguas de la Muerte, en busca del hombre que sobrevivió el diluvio y descubrió el secreto de la inmortalidad: Utnapishtim.
Cuando dejó de llover
La historia de Utnapishtim aparece en otras obras de literatura babilónica pero el autor de Gilgamesh la usa como una historia dentro de su historia cuando Gilgamesh le pregunta cómo se volvió inmortal.
Es entonces que le cuenta que hacía mucho tiempo, los dioses le habían dicho que iban a inundar el mundo y que debía construir una nave y embarcar en ella todas las semillas de la vida.
Cuando la lluvia cesó, cuenta Utnapishtim, abrió una escotilla y solo vio agua.
Todos los humanos habían perecido: "Me arrodillé y lloré; las lágrimas se deslizaron por mis mejillas".
Tras enviar una paloma y una golondrina, que regresaron al no encontrar dónde posarse, soltó un cuervo y al ver que no regresaba, dejó salir a todos del barco, e hizo una ofrenda a los dioses.
Al llegar Enlil, el señor de los cielos y la tierra, los otros dioses le reclamaron haber causado el diluvio y antes de partir, tras reflexionar, volvió a Utnapishtim y su esposa inmortales.
El propósito de Utnapishtim era hacerle entender que se volvió inmortal por un evento único ocurrido hacía mucho tiempo y que nada parecido le iba a pasar a él.
"¿Quién por ti convocará los dioses a la asamblea, para que encuentres la vida que buscas?".
No había ningún secreto, ni nada más que pudiera decirle.
Gilgamesh hace un último intento: saca del fondo del mar una planta que Utnapishtim le había revelado que le devolvería su juventud, pero antes de que pudiera aprovecharla, una serpiente se la comió y se fue, no sin antes deshacerse de su vieja piel.
Desilusionado, y consciente al fin de los límites de sus propias capacidades, regresa a Uruk reconciliado con su suerte, y sabio.
Su lucha heroica contra la muerte, primero en pos del reconocimiento inmortal a través de obras gloriosas y luego en busca de la vida eterna, lo lleva a enfrentar el inevitable fracaso y a comprender que la única inmortalidad a la que puede aspirar es la que da el dejar algún logro duradero.
Su viaje que termina donde empezó, y es el principio de la Epopeya la que nos cuenta el final.
En palabras del prólogo: Llegó de un camino lejano, estaba cansado, encontró la paz.
Finalmente sereno, acepta que si bien los individuos son mortales, la humanidad es eterna, y ve la ciudad como una expresión de la humanidad y la generaciones futuras: sus notables obras de construcción serían las que le garantizarían que su fama sobreviviera su muerte.