Mi hermana estaba en su luna de miel en Sudáfrica cuando mi bebé nació.
Pasarían casi dos semanas antes de que regresara a casa y tenía un miedo abrumador de que mi bebé muriera antes de que ella llegara a conocerlo.
En mi mente, en las siguientes semanas y meses, mi bebé hermoso moriría mil muertes.
Y eso, pese a tener un historial de salud impecable.
Quizás ya te habrás dado cuenta de que no me encontraba bien. Pero a mí me tomó un poco más de tiempo darme cuenta.
Tuve un embarazo sin complicaciones, aunque conté con el seguimiento de la unidad de embarazos de alto riesgo del Hospital de Chelsea y Westminster en Londres.
Cuando tenía 21 años, me sometí a una operación cardiaca, pero a estas alturas mi corazón estaba bien y habían pasado años desde que vi por última vez al cardiólogo.
En el primer trimestre de mi embarazo, me convertí en el libro de texto sobre lo que es una futura madre radiante: estaba llena de emoción y admiración por la vida que crecía dentro de mí.
Pero a medida de que me aproximaba al escáner de la semana número 18 empecé a sentirme ansiosa.
Leí un folleto sobre los potenciales problemas de salud que podían ser detectados en ese examen y lloré de terror.
Pero lo superamos sin nada de qué preocuparnos.
El bebé también pasó la ecografía de corazón fetal, un requerimiento por mis problemas cardiacos congénitos.
Pero aun así no podía sacudirme esa sensación de presagiar algo malo.
Bombardeo de pensamientos
A medida de que mi fecha de parto se acercaba, mi atención se centró en el parto y sentí un bombardeo de pensamientos indeseados sobre insuficiencia cardíaca repentina, sobre el cordón umbilical enredado alrededor del cuello del bebé, incluso el nacimiento de un niño muerto.
Pero para los demás, sin embargo, estaba serena y tranquila, mucho más de lo que mi propia familia jamás me hubiese visto. No le conté a nadie de mis miedos.
"Prepara tu bolso para llevar al hospital", me dijeron mi madre y mi hermana alarmadas de que, a solo un mes de la fecha prevista para el parto, yo no había comprado nada para el bebé.
Mi esposo fue quien me arrastró a elegir cochecitos y cunas y no al revés.
Me dijeron muchas veces que era maravilloso que estuviera tan relajada.
Mi mente, sin embargo, me decía que mi bebé iba a morir, entonces ¿qué sentido tenía comprar algo?
Nuestro bebé nació el 22 de enero de 2014.
Extrañamente, a pesar del dolor de las contracciones, estuve tranquila y alegre durante todo el parto.
Cuando llegó, me quedé pasmada. Pasé 12 horas seguidas mirándolo maravillada. Era el bebé más hermoso que había visto en mi vida y feliz se lo dije a cualquiera que quisiera escucharme.
Estaba completamente fascinada y feliz. Sobre todo, me sentí aliviada de que, a pesar de mis temores, él y yo habíamos sobrevivido juntos al parto.
Despierta y vigilante
Dos días después, todavía en el hospital, de repente sentí que se me encogía el estómago de miedo. Me había golpeado un aplastante sentido de responsabilidad.
¿Cómo podría mantener a mi bebé a salvo en este inmenso y aterrador mundo?
En mi mente, las formas en que podía ser lastimado eran infinitas. Sentía que tenía que estar de guardia todo el tiempo para asegurarme de que no le pasara nada.
Acababa de empezar mi pesadilla de enfrentar la ansiedad posnatal, el desorden obsesivo compulsivo y el insomnio.
Mi principal obsesión era que mi bebé muriera mientras dormía. Por lo tanto, tenía que estar despierta mientras él dormía.
Para ser justos, esta es una preocupación común entre los nuevos padres.
Al igual que muchos papás primerizos, mi esposo también estaba nervioso e iba a la cuna mientras nuestro bebé dormía para comprobar que estaba respirando.
Pero para él, la solución era simple: compró un sensor de movimiento que puso debajo del colchón. El dispositivo activaría una alarma que sonaría si el bebé dejaba de respirar.
Mi esposo durmió profundamente después de esto. Yo, por otro lado, sentía que me iba a la deriva. Me despertaba ante la necesidad de verificar, volver a verificar y verificar una vez más que había prendido el sensor.
Para mí, el sensor se llegó a convertir en lo único que se interponía entre mi bebé y la muerte súbita, así que lo llevaba a todas partes, incluso lo coloqué debajo del colchón del cochecito y lo encendía cada vez que me detenía.
Imágenes intrusivas
Caminando por la calle principal en una de nuestras primeras excursiones como una familia de tres, fuimos alcanzados por un niño pequeño en una patineta. Su madre lo seguía.
Al instante, una serie de intrusivas imágenes inquietantes revolotearon en mi mente: el scooter se desviaba del pavimento hacia el tráfico, el niño era golpeado por un automóvil, un cuerpo pequeño en la calle, la madre gritando histéricamente. Mis piernas se volvieron gelatina y tuve que agarrarme al cochecito de mi bebé para evitar caerme.
El niño y su madre continuaron su camino, ajenos a mis pensamientos.
Estas imágenes intrusivas continuaron varias veces al día. Algunas parecían temores razonables, como dejar caer al bebé mientras lo bajaba por las escaleras, soltar el coche y mirarlo rodar por la carretera en el camino de un automóvil. Pero otras eran impactantes y extrañas: meter accidentalmente al bebé en el microondas, abrir la puerta a un extraño que nos lanzaba ácido a mí y al bebé; dejarlo caer por el costado de un ferry y mirarlo desaparecer entre las olas.
Eran torturas pequeñas, películas de terror, que pasaban por mi mente todo el día.
Me sentí temerosa todo el tiempo, llena de adrenalina, de la manera en que te sientes cuando casi te tropiezas al descender un tramo de escaleras: el corazón acelerado, el estómago en caída libre y las piernas temblorosas.
Terapia
Estaba tan preocupada con mis pensamientos de ansiedad que estaba desconectada de todo lo demás.
Cuando el bebé no tenía ni una semana de nacido, mi esposo, alarmado por mi estado mental, hizo una cita de emergencia con un médico.
Inicialmente el doctor habló de la tristeza posparto y de cómo podría empezar a sentirme mejor en una semana o poco más, pero mi esposo se plantó y exigió que me refirieran a una terapia.
En el sistema público de salud británico, eso tomaría entre cuatro a seis semanas de espera. Pero gracias nuestro seguro de salud privado, una semana después estaba en la sala de espera para mi primera evaluación psiquiátrica.
Signos de depresión posnatal:
- Un sentimiento persistente de tristeza y mal humor
- Ya no se disfrutan las cosas que se solían disfrutar
- Falta de energía y sensación de cansancio todo el tiempo
- Problemas para dormir por la noche
- Sensación de no poder cuidar al bebé
- Problemas para concentrarse y tomar decisiones
- Pérdida de apetito o aumento del apetito
- Sentirse agitada, irritable o muy apática
- Sentimientos de culpa y desesperanza
- Dificultad para vincularse con el bebé
- Pensamientos aterradores, como por ejemplo: lastimar al bebé.
- Pensar en el suicidio o en autolesionarse
La evaluación inicial no incluyó ninguna terapia, pero desató cientos de preguntas.
La psiquiatra se dio cuenta rápidamente de que sufría de ansiedad posnatal y desorden obsesivo compulsivo y que me beneficiaría de una terapia cognitiva conductual.
La doctora me explicó lo qué es una escala de ansiedad y me dijo que la mayoría de las personas han experimentado niveles de ansiedad hasta cierto punto. En su escala, yo ni siquiera estaba cerca del valor más alto.
Me aseguró que con la terapia pronto comenzaría a sentirme mejor. Asentí aturdidamente, preguntándome qué tan mal alguien se debería sentir para alcanzar la cima de esa escala.
Sentí que estaba viviendo mi propio infierno privado.
El presente
La semana siguiente dejé al bebé con mi madre y llegué a mi primera sesión de terapia con un especialista en terapias cognitivas conductuales.
Ese tipo de terapias no implica analizar problemas que ocurrieron en el pasado, sino que examina las dificultades actuales y, en particular, identifica tus creencias fundamentales.
A menudo se trata de creencias profundas no reconocidas que pueden afectar tu vida y tu comportamiento.
En nuestra primera sesión, mi terapeuta identificó rápidamente que me sentía completamente abatida por la responsabilidad de mantener seguro al bebé.
La especialista me hizo preguntas, de una manera muy suave, durante casi toda la sesión que duró 90 minutos.
Poder llegar a mis creencias centrales fue como pelar cada una de las capas que conforman una cebolla: con preguntas que buscaban más y más profundamente dentro de mí hasta revelar el núcleo fundamental.
Rompí en llanto y temblé de emoción cuando finalmente admití en voz alta: "Soy la única persona que puede mantener a mi bebé a salvo".
Esta era mi creencia y ni siquiera lo sabía. Ahora me tocaba trabajar para disputar esa creencia.
Extenuada
No mejoré de inmediato. De ninguna manera. De hecho, tomó nueve meses de asesoramiento.
La terapia me resultó muy difícil y no esperaba a que llegaran mis sesiones semanales. Salía de ellas sintiéndome completamente extenuada, agotada emocionalmente, y algunas veces no podía entender por qué mi terapeuta se iba, en mi opinión, a menudo por la tangente.
Una semana me preguntó sobre mis aspiraciones como madre y después de escucharme hablar sobre comida casera, una casa limpia y ordenada, y perder el peso del embarazo, sugirió amablemente que dejara de esforzarme por la perfección y que en vez de eso buscara se ser "suficientemente buena".
La miré sin entender: "¿Qué quieres decir con 'suficientemente buena'? ¿Por qué me conformaría solo con lo suficiente? Quiero ser la mejor madre posible", le dije.
Ella siguió presionando y me resistí.
Dejé esa sesión sintiéndome frustrada. En mi opinión, lo suficientemente buena no significaba lo suficiente. ¿Y por qué estábamos perdiendo un tiempo valioso en esto cuando deberíamos abordar al "bully, al matón que hay en mi cabeza" como yo misma había decidido llamar a mi ansiedad? Anhelaba ser mejor y volver a mi antiguo yo.
Las noches
Donde quiera que iba, veía el peligro. Era peor por la noche. Casi podía sentir una sensación tangible de muerte inminente. Sabía que no tendría más de tres o cuatro horas de sueño: el bebé sufría reflujo silencioso y se despertaba cada 45 minutos después de la medianoche. Pero incluso las esquinas de la habitación parecían más oscuras y amenazantes por la noche.
Por la noche, tratando de evitar quedarme dormida, encontré aún más horrores en internet. "El perro se comió la cabeza de mi bebé", fue un titular particularmente inútil que me hizo saltar de la cama a las cuatro de la mañana, corriendo escaleras abajo para despertar a mi marido. "Va a ser mutilado por un perro", le dije llorando.
Me miró sin entender lo que pasaba, con los ojos llorosos, pero no me pude calmar hasta que se levantó de la cama y me ayudó a escribir un correo electrónico a mis padres y a mi hermana sobre los perros de raza cockapoo de la familia.
Otro artículo que leí sobre sillas para bebés envió ondas de choque a mi núcleo. Los bebés no deberían permanecer en sus asientos de automóvil por más de dos horas, decía.
Después de leer esto, nada de lo que dijo mi esposo pudo convencerme de tomar un viaje en auto más de media hora, en caso de que el bebé se asfixiara en el camino.
"Estoy tan ansiosa", le confié entre lágrimas a mi madre. Ella asintió y dijo: "Nunca se va, una vez que eres padre".
No se dio cuenta de la magnitud de mi ansiedad. Tomé sus palabras literalmente para decir que me sentiría así de horrible por el resto de mi vida.
Mi matón propio nunca se iría. No podría sobrevivir ese nivel de ansiedad. Pensé que había cometido un error, que no estaba hecha para la maternidad. Y luego vino la culpa por no estar agradecida por mi hermoso hijo.
Irónicamente, abracé los días en los que simplemente sentía una depresión sorda en lugar de una ansiedad acelerada, era un alivio. "Esto es normal", me dije. "Todas las madres sienten esto y pasará".
Muy cansada, todo el tiempo
No exagero si digo que perdí ese primer año.
No reconozco mi rostro en las fotos, mi sonrisa es falsa. Delirante y abrumada por la falta de sueño, el azúcar se convirtió en mi muleta y acumulé todo el peso que había perdido después de dar a luz.
No me arreglé el cabello por más de seis meses. Ponerme un par de pendientes era demasiado esfuerzo.
No importaba que fuese "suficientemente buena", estaba fallando miserablemente en ser una madre alfa y sabía que todos serían capaces de verlo a través del camuflaje del maquillaje así que no valía la pena esforzarme.
Y estaba muy cansada, todo el tiempo, muy cansada. Odiaba lo que me estaba sucediendo y me imaginé que mi pequeño un día se daría cuenta y me rechazaría. Sentí que se merecía algo mejor que yo.
El momento de la iluminación llegó unos meses después de la sesión que recuerdo como la sesión de "ser suficientemente buena".
Perfección y autoestima
Mi terapeuta me ayudó finalmente a darme cuenta de que mi búsqueda de la perfección estaba alimentando mi ansiedad.
Mi creencia central en esta instancia era que mi autoestima lo medía por lo bien que podía hacer las cosas.
Antes de la llegada del bebé, todo, desde mis documentos del trabajo hasta la forma en que mi casa estaba decorada, incluyendo buscar un restaurante extravagante para cenar con amigos, en todo hacía un gran esfuerzo para hacerlo lo mejor posible. Me enorgullecía ser muy organizada.
Mis amigos de la escuela tenían un apodo para mí: "La gurú". Nunca se me escapaba un cumpleaños. Me encantaba hacer cosas reflexivas para mis amigos y mi familia. Mi autoestima estaba completamente vinculado a ser ese gurú.
Naturalmente, había querido ser la mejor madre posible. Antes de tener un bebé, tenía todo el tiempo del mundo para invertir en mi búsqueda de la perfección. Pero como la mayoría de los nuevos padres descubren, no puedes controlar nada sobre un bebé y es natural sentir que tu vida se ha puesto patas arriba.
Escuché a mi terapeuta y de mala gana decidí probar lo que me decía y conformarme con ser "suficientemente buena" en vez de buscar la perfección.
El mundo no dejó de girar. La casa no se cayó. Empecé a ser más amable y más indulgente conmigo misma. Eliminé mi lista épica de "cosas por hacer". Dejé de limpiar frenéticamente la cocina y de ordenar la casa cuando el bebé dormía la siesta.
En cambio, me acurrucaba junto a él y me daba el gusto de tomarme una siesta con él. O me relajaba con un tratamiento de media hora de televisión o revistas de poca calidad ("Entre más malas, mejor", me alentó mi terapeuta).
Pedí comida para llevar. Dejé que la ropa sucia se amontonara y me obligué a no entrar en pánico al respecto.
Poco a poco, la vida se hizo más fácil. Al principio me sentí casi rebelde y descuidada, deliberadamente decidí darle la espalda a todo por lo que había luchado durante tanto tiempo.
Como una liberación
Pero pronto me di cuenta de que nadie notó esos cambios aparte de mí misma.
Mi familia y amigos no me amaban por las cosas que hacía o lo bien que las hacía. Ellos me amaban, para citar a Bridget Jones, "justo como era".
Fue delirantemente liberador. Cuando dejé de preocuparme porque todo fuera perfecto, comencé a vivir el momento, sin pensar en el pasado o preocuparme por el futuro.
Concentrándome en un día a la vez, de repente un día me di cuenta que las visiones aterradoras y los pensamientos intrusivos estaban retrocediendo.
"Estás usando pendientes", exclamó mi terapeuta en una de las sesiones semanales.
Me toqué conscientemente la oreja y sonreí. De alguna manera no había parecido un gran esfuerzo esa mañana.
Al igual que mucha gente, mi vida ha sido tocada por períodos trágicos y traumáticos. Mi primer año de maternidad fue indudablemente el momento más difícil de mi vida.
También fue duro para mi esposo ver cómo su esposa, su mejor amiga, se derrumbaba frente a sus ojos, convirtiéndose en alguien que no podía reconocer.
El segundo embarazo
Tres años más tarde, nos sentimos listos para intentar nuestro segundo bebé y tuve la suerte de quedar embarazada rápidamente.
Estaba emocionada pero temía volver a enfermarme. Sin embargo, las parteras del Hospital de Chelsea y Westminster estaban realmente atentas. Tan pronto como les mencioné mi historial en mi primer chequeo, me remitieron al servicio perinatal del hospital.
Me reuní con el psicoterapeuta Danny una vez al mes durante mi embarazo. Hablé largo y tendido sobre mis experiencias pasadas y rápidamente vio que me había convencido de que volvería a ocurrir lo mismo.
Danny me aseguró que tenía una buena red de apoyo y que podríamos actuar rápidamente si me sentía mal. También vi al psiquiatra del hospital, que me recomendó encarecidamente tomar antidepresivos si comenzaba a sentirme mal.
Mi esposo, quien antes tenía una opinión muy clara con respecto a los antidepresivos, estaba totalmente de acuerdo con que en esta oportunidad debía tomarlos si era necesario.
Todo empezó bien.
El nacimiento de nuestro bebé se produjo sin ningún sobresalto y sin complicaciones. Otro niño hermoso. Al traerlo a casa sentí que nuestra pequeña familia estaba completa y me sentía feliz.
En las primeras dos semanas estaba en mi mejor momento: así es cómo la maternidad se debería sentir.
"Sabía que sobreviviríamos"
Pero después comenzaron a aparecer los síntomas del reflujo, las toses y los balbuceos en el momento de alimentarlo. Hubo periodos en los que no dormía y hacía muecas de dolor.
Sabía que vendrían unos meses difíciles pero también sabía que sobreviviríamos. Después de todo, lo habíamos logrado con su hermano mayor.
Un mes después de su nacimiento, mi suegro murió tras sufrir una caída.
Mi esposo tuvo que organizar no sólo el funeral en Reino Unido sino la repatriación de su cuerpo a Italia, una enorme tarea, en medio de su inmenso dolor, que lo absorbió casi totalmente.
Desarrollé mastitis, el bebé no pasó el examen auditivo y mostraba signos de perder audición. No estaba adquiriendo peso (debido a su lucha contra el reflujo y a la dificultad cuando lo amamantaba).
Me diagnosticaron una hernia, la cual necesitaba una cirugía, y subsecuentemente desarrollé una infección peligrosa que me obligó a ir al hospital diariamente.
Nuestros problemas parecían no terminar.
Me sentí enormemente abrumada cuando me quedé sola cuidando a dos niños.
Literalmente no podía dejar al bebé en la cama debido a su reflujo, lo que significaba que bañarme, vestirme e incluso ir al baño era un problema.
Salir de la casa con los dos niños era como planear una misión a Marte.
Por alguna razón, sentí que tenía que manejar todas las situaciones. Mi necesidad de tener todo bajo control volvió a aparecer.
"Le ofrecí disculpas con lágrimas a mi hijo"
Danny vino a visitarme varias veces a casa y a menudo hicimos mis sesiones de terapia mientras amamantaba al bebé. No había forma de que pudiera haber ido al hospital en esos primeros días.
Mis dos hijos sufrieron problemas digestivos de bebés y gritaban con incomodidad durante horas. Por lo que en ambas oportunidades corté la leche de vaca de mi dieta.
Pero me volví obsesiva con todo lo que pasaba por mis labios, convencida de que estaba envenenando lentamente a mi bebé a través de mi leche materna.
En un momento, consideré una dieta de eliminación total, comiendo solo pera y cordero, hasta que mi madre me convenció de que no lo hiciera.
Una noche, en la que me había quedado en la casa de mis padres mientras mi esposo se encontraba en Italia, estaba delirando de agotamiento después de dos horas tratando de calmar a mi pobre bebé que gritaba.
Pensé en dejar al bebé, salir por la puerta principal y ponerme delante de un autobús. Cinco minutos después, le ofrecí disculpas con lágrimas a mi hijo. Lo acaricié y le prometí que nunca lo dejaría. Nunca tuve pensamientos suicidas y ese momento me aterrorizó.
Por la mañana, le conté a mi madre cómo me había sentido. Y después de media hora de discutir con ella, insistí en que podía mejorar, acepté empezar a tomar antidepresivos. En una semana, había dejado de llorar todos los días, algo que ni siquiera me había dado cuenta que había estado haciendo y la nube se dispersó.
Las otras madres
Un año después, todavía estoy con antidepresivos y todavía veo a Danny y al equipo del servicio perinatal del hospital Chelsea y Westminster. Han sido un regalo del cielo.
Me siento satisfecha con ser "suficientemente buena". No siento vergüenza de mi lucha. De hecho, tengo ganas de gritar mi historia desde los tejados, aunque sólo sea para ayudar a otras madres que sienten lo que yo sentí.
Sé lo afortunada que soy, pero me preocupan las mujeres que no lo son, que no tienen a alguien peleando con el médico de cabecera, que no tienen seguro médico privado, que no viven en una zona que proporciona servicios excelentes.
En los cuatro años desde mi primer bebé, noté un cambio real en la forma en que las personas hablan sobre la salud mental, pero me gustaría ver un cambio real en la forma en que las futuras madres están preparadas para lo que podría pasar, para que no se produzca como un shock.
Y si una madre primeriza expresa el más leve sentimiento de tristeza, se le debe tomar absolutamente en serio, porque eso puede ser mortal.
Si te sientes como yo me sentí, no tienes simplemente una tristeza posparto, es que no estás bien y necesitas atención médica inmediata. Es como si tuvieras una pierna fracturada o gripe.
Las nuevas madres son vulnerables (tanto física como mentalmente) y no tienen que luchar para ser escuchadas.
Convertirse en madre cambia la vida de una manera para la que nadie se puede preparar, pero para lo que podemos prepararnos es para un mejor apoyo para la salud mental materna.
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