A la madre de Maya se le ha hecho tarde y ya no tiene tiempo para precalentar el horno. Debe darse prisa porque si la cena no está lista a tiempo, su hija se negará a comerla.
La mujer agarra una sartén frenéticamente y se pone a freír sin aceite dos salchichas vegetarianas. Pero Maya ya ha bajado las escaleras y al ver la escena, se queda helada.
"¿Por qué las estás friendo?", pregunta con una voz llena de pánico. "¡Se suponía que las ibas a hacer al horno!"
Se desata una discusión que acaba con Maya volviendo a subir por las escaleras. La cena se ha arruinado.
Así es la vida de esta familia desde hace dos años, cuando la adolescente empezó a padecer de anorexia.
"Odio tanto mi enfermedad", confiesa la joven, que lleva casi un año sin ir al colegio.
Ahora, ha decidido seguir adelante y volver a tomar las riendas de su vida. Así que se está preparando en casa para rendir las pruebas de acceso a la universidad en Reino Unido.
"Estos exámenes son la clave para probarme a mí misma que hay vida más allá de esta enfermedad, que puedo vencerla", dice.
La posibilidad de no conseguirlo la asusta, ya que la dejaría llena de dudas sobre su capacidad para mejorar y tener éxito.
Estudiar con hambre
Estudiar es todo un reto cuando tienes hambre. Pero si prueba bocado, comienza la necesidad de ponerse a hacer ejercicio.
"La idea de sentarme sin moverme constantemente me causa demasiado estrés", afirma la adolescente, cuyo nombre ha sido cambiado en este reportaje para proteger su identidad.
Su madre confía en que los exámenes le ayudarán a centrarse en un objetivo y que eso puede resultar beneficioso en su recuperación: "Si le quito esa concentración, creo que estaría completamente perdida".
"Todo empezó como una cuestión de nutrición", recuerda Maya. En 2015, le dijo a su madre que quería comer a las 19.00 cada noche y que dejaría de lado el chocolate, los helados y la carne. Su dieta se iba a limitar a los vegetales y el pescado.
Pero pronto comenzó a controlar la cantidad calorías que ingería y, luego, a intentar quemar con ejercicio las pocas que comía.
Maya empezó a perder peso pero nadie se dio cuenta de hasta qué grado. Su madre pensaba que estaba creciendo.
No le contó a nadie que había dejado de menstruar y tuvo que ser un viejo amigo de la familia el que diera la señal de alarma sobre su apariencia enfermiza.
Su médico de cabecera la derivó la hospital, que tardó unos meses en darle cita.
"Fue un día muy estresante", recuerda Maya. "No nos dimos cuenta qué tan serio fue hasta que me evaluaron".
Su peso estaba muy por debajo del apropiado. El tensiómetro ni siquiera registraba su presión sanguínea. El doctor pensó que el equipo estaba defectuoso, pero el verdadero motivo era que apenas tenía pulso.
Al borde de la muerte
Se encontraba al límite. Los facultativos le dijeron que era afortunada por estar aún viva.
Su cabello se caía y tenía mucho vello. Una pelusa cubría todo su cuerpo.
"Estaba en shock. Sólo quería llevármela a casa para que estuviera sana y salva", recuerda su madre.
Desde entonces, la familia está envuelta en una guerra de voluntades. La única forma de que Maya se recupere es que coma y suba de peso. Pero ella no quiere debido a la anorexia.
"Es como una pena de prisión", explica su madre. "Es completamente agotador porque me paso todo el tiempo verificando que tenga la comida correcta".
La joven debe comer seis veces al día. Cuando su comida no es exactamente como ella esperaba que fuera, entra en pánico y su humor cambia.
A la adolescente no le importa comer algunas cosas como pepinos, manzanas o pan. Pero otras como el helado, el arroz o los queques de chocolate le dan miedo.
Por eso se pasa horas en la cocina discutiendo con su madre sobre comida.
"Hemos escrito un plan de comidas pero estoy tratando de batallar con alguien que es tan inteligente... Es duro", afirma su madre.
"La anorexia es muy manipuladora y retorcida. Cuando le planto cara, Maya comienza a gritar y muchas veces se ha ido corriendo de la casa. Se hace daño a sí misma y usa esto como una amenaza, eso es lo más difícil de todo", asegura.
Un segundo hogar
Las peleas durante las comidas son terribles y afectan a toda la familia. Al padre de Maya le preocupa tanto la repercusión que esto pueda tener en su hijo pequeño, que evalúa la posibilidad de mudarse y llevárselo consigo para formar un segundo hogar.
"Esta enfermedad es tan egoísta que cuando estoy alterada no pienso en mi familia. Mi hermano se vuelto alguien deprimido y enfadadizo", admite Maya. "Es una enfermedad dura que te convierte en un monstruo"
Después de dos años sin progreso, su madre se siente estancada. "Me siento inútil y un poco desmoralizada. Cada vez que aparece un pequeño rayo de esperanza, se cierra y todo se convierte en nubes negras, truenos y malos momentos", comenta.
En abril de 2016, Maya parecía estar mejor así que su madre regresó al trabajo. Pero, de pronto, las cosas empeoraron así que renunció por completo a su empleo para cuidar de Maya a tiempo completo.
Antes de estar enferma, la adolescente era una persona divertida. Tenía muchos amigos y era independiente, capaz, aunque con una vena perfeccionista cuando se trataba de sus estudios.
Pero su madre ha aprendido que fijarse en el pasado no ayuda.
"La gente joven con anorexia tiene que forjarse una identidad completamente nueva. Deben reconstruirse a sí mismos. Les cuesta mucho tomar en consideración su cuerpo, su cara, la apariencia de sus brazos y piernas... todas esas cosas que los demás damos por sentado", explicó.
Un segundo intento
Esta es la segunda vez que Maya intenta recuperarse y cree que le va bien.
"En comparación a la última vez, mi actitud es diferente y quiero hacerlo. Pero mis padres piensan que no me va bien porque no estoy subiendo de peso", insiste la adolescente, que se queja de ser juzgada por cuánto pesa.
Pero su madre se ciñe a las pruebas: "No estoy segura de si todavía está tirando todos esos sándwiches que le hago cada día para que los lleve al colegio."
Al mismo tiempo, no niega que Maya se esfuerce: la promesa de ir a la universidad y ser independiente la mantienen motivada.
"Puede ver que hay vida allá afuera y que está a su alcance", afirma la madre.
Pero le ha dejado claro a la joven que, saque las notas que saque, si no mejora lo suficiente no podrá ir a la universidad.
"Creo que podría [recuperarse], es disciplinada, pero la cuestión es si puede mantenerlo", opina la madre. "La anorexia se cuela entre las grietas. Si se siente mal por culpa de un chico o de un profesor, encontrará una rajadura".
La atmósfera en casa mejora cuando la familia decide comer por separado.
Pero Maya se rehúsa a probar bocado si sus padres no la vigilan.
"Pongo la responsabilidad en ellos porque son ellos los que más se preocupan si adelgazo", sostiene la adolescente. "Yo no quiero comer seis veces al día".
Ella quiere que la alaben por cada cucharada que engulle, pero a sus padres les cuesta cada vez más hacerlo. Lo que ocasiona más discusiones.
La universidad
Tras los exámenes, los amigos de Maya se van a celebrar sin ella, que se siente triste y dejada de lado.
"Mi enfermedad me ha transformado en una persona a quien nadie quiere tener cerca", confiesa.
Durante el verano, sigue las aventuras de sus amigos a través de las redes sociales en vez de participar en ellas.
El pasado mes de agosto, Maya recibió los resultados de sus exámenes. A las puertas del colegio, dentro del carro, se le escapaban las lágrimas antes de abrir el sobre.
Sus notas eran impecables, lo que le aseguró una plaza en la universidad a la que quería asistir.
"Ella es increíble", dice su madre. "No sé cómo alguien que esté tan enfermo puede desempeñarse de forma tan asombrosa".
Pero Maya deberá esperar al menos un año más para irse de casa, ya que la familia decidió que se tomara ese tiempo para concentrarse en mejorar.
A su madre le inquieta lo que ese año pueda traer. "Está muy perdida. Es un poco como si fuera un lienzo en blanco. Y un lienzo en blanco da miedo. Todo está allí afuera pero, ¿por dónde empezar?"
Tras un momento de debilidad, las cosas comienzaron a mejorar. Algunos de sus amigos se tomaron un año sabático y Maya empezó a frecuentarlos de nuevo.
Además, consiguió un empleo.
Si bien a sus padres no les convence la idea de que trabaje a tiempo completo, Maya cree que no tener una actividad la empujaría a hacer ejercicio.
La joven ha comenzado a subir de peso, algo que se está esforzando por aceptar.
"Quiero tener un novio", confiesa. "Y quiero verme y sentirme como una típica chica de 18 años".
Maya tiene mucho por delante: relaciones, universidad, trabajo. Pero sólo si consigue superar la anorexia.