Cómo los fórceps cambiaron para siempre la forma en que nacen los humanos (para bien y para mal)
Los fórceps obstétricos parecen armas ninjas. Vienen de a pares: son 40 centímetros de acero sólido para cada mano, cuyas "cuchillas" curvas terminan en agarres moldeados.
Diseñados para emergencias que requieren de un parto rápido, tienen una robustez acorde al peso que se precisa para manipularlos.
La primera vez que vi fórceps fue también la vez que aprendí a usarlos. Una obstetra experimentada y yo realizamos un parto de emergencia en conjunto.
Ella me mostró cómo orientarme hacia las partes óseas de la pelvis de la madre y guiar cada pinza hacia el canal de parto con mis dedos, mientras me aseguraba de que la parte curva acunaba con seguridad la cabeza del bebé.
Fue ella quien unió ambas partes de los fórceps para que quedara correctamente cerrado.
Y cuando la madre asustada pujó, la doctora y yo tiramos juntos para que yo pudiera aprender el ángulo apropiado y la fuerza necesaria.
Tiramos tan fuerte que me dio un escalofrío. Vi que la pareja de la madre también tuvo uno.
Podía escuchar los desacelerados latidos del corazón de la bebé en el monitor. Podía escuchar mi propio pulso latiendo en mis oídos.
Pero funcionó. La bebé nació y tomó su primer bocanada de oxígeno.
Más allá de los moretones que los fórceps dejaron en los cachetes de la bebé, tanto ella como la madre salieron sanas de la sala de parto.
Yo estaba asombrado de ese poder, de la capacidad de evitar una posible tragedia y preservar un momento de alegría.
Usar fórceps, una habilidad que supo ser ubicua, es ahora una rareza.
A medida que los partos por cesárea y con ventosa se hicieron más comunes, la inclinación de los obstetras a usar fórceps disminuyó.
Aún así, su llegada a las salas de parto cambió para siempre la forma en que nacen los humanos.
El papel de la experiencia vivida
Durante la mayor parte de la existencia humana, la procreación implicaba riesgos graves y aterradores.
Todos conocían a alguien que había muerto de un embarazo complicado. Todos conocían a alguien cuyo bebé había nacido muerto.
Las mujeres no solo enfrentaban simultáneamente la posibilidad de la vida y la muerte, sino que ante la ausencia de anticoncepción, lo hacían una y otra vez.
Hasta principios del siglo XX, la probabilidad de morir durante el parto era similar a la probabilidad que tienen las mujeres hoy en día de morir de cáncer de seno o de un ataque al corazón.
Una forma que encontraron las mujeres de manejar el comprensible miedo era buscar el apoyo de la comunidad.
Los partos eran en las casas bajo el cuidado de otras mujeres que podían ser familiares, amigas o vecinas que también eran madres. A veces llamaban a una matrona, cuya única capacidad profesional en aquel entonces consistía en haber asistido muchos partos.
Durante la mayor parte de la existencia humana, la pericia más importante era la experiencia vivida.
Sin embargo, la capacidad de intervenir en el parto hizo que el balance fuera cambiando de personas con experiencia a personas que podían manejar instrumentos quirúrgicos.
Al principio, las opciones disponibles eran limitadas y horripilantes, y las intervenciones solo ocurrían bajo condiciones extremas.
Si el bebé parecía atorado en el canal de parto, un médico podría hacer más espacio al fracturar el hueso púbico de la madre o realizar una vivisección, es decir, una cesárea sin anestesia, buena iluminación o la capacidad de detener el sangrado.
También podía optar por eliminar el feto obstruido por cualquier medio necesario, potencialmente salvando la vida de la madre, pero casi garantizando la mutilación y la muerte del bebé.
Los fórceps fueron un cambio radical que permitió salvar ambas vidas.
Claro que parecen armas, pero dadas las circunstancias, simbolizaban la promesa de dar a luz a un bebé vivo e intacto, por lo que fueron bienvenidos.
La necesidad de un balance
Sin embargo, ese avance también tuvo un costo.
En el siglo XIX, a medida que más y más mujeres fueron aceptando la intervención médica en el parto, la composición de la sala de partos comenzó a cambiar.
En un principio, los profesionales que usaban los fórceps eran hombres, por lo que carecían de la experiencia de haber dado a luz ellos mismos.
A su vez, los roles de género y los estándares de modestia impedían oportunidades prácticas para aprender: se desaconsejaba que los hombres realizaran exámenes visuales directos de la pelvis femenina.
Y lo que es más importante, es que todas (desde las madres en trabajo de parto hasta las cuidadoras y las propias parteras) reconocieron que el aporte de los asistentes masculinos en el parto era la intervención con fórceps.
Esto llevó a una perspectiva sesgada sobre cuándo esta intervención era realmente necesaria.
En lugar de realizarse solo en caso de emergencias, el miedo latente a la muerte hizo que fuera obligatorio y común usar fórceps de forma preventiva.
A medida que estos asistentes masculinos crecieron en popularidad en la segunda mitad del siglo XIX, el papel de la familia y la comunidad en la prestación de apoyo fue cada vez más marginalizado.
Para mediados del siglo XX, la intervención en el parto era rutinaria y casi todas las mujeres tenían a sus bebés en hospitales bajo el cuidado de obstetras varones.
Muchas de las normas modernas derivaron de la forma en que estos cambios se propagaron hasta el presente.
Hoy en día los partos con fórceps son raros, pero la intervención en el parto no lo es.
Actualmente una de cada tres madres estadounidenses se somete a una cirugía mayor para dar a luz, a pesar de la evidencia que muestra que esta tasa de intervención es excesiva y no solo inútil, sino perjudicial.
A su vez, el antiguo apoyo de la comunidad a la madre durante el trabajo de parto se ha reducido en gran medida, a pesar de la evidencia de que mejora tanto las experiencias de nacimiento como los resultados.
La ironía es que al enfocarnos tanto en el uso de la tecnología para prevenir daños, parece que hemos perdido de vista la experiencia vivida como una pericia complementaria.
Valorar la experiencia vivida, lo que siente una madre y lo que han sentido otras madres con experiencias similares podría no solo hacer que el parto sea más seguro, sino también más digno.
Podría proporcionar una mejor comprensión de cuándo la intervención en el parto es realmente útil (y cuándo no lo es).
Podría ayudarnos a darnos un mayor apoyo mutuo cuando estamos tratando de comenzar o hacer crecer nuestras familias.
Y podría ayudarnos a ajustar nuestras metas colectivas para esperar más del parto que simplemente salir ileso del proceso.
*Neel Shah es profesor asistente de obstetricia, ginecología y biología reproductiva de la Escuela de Medicina de Harvard. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation y reproducido aquí bajo la licencia Creative Commons.
Lee el artículo original (en inglés)aquí.