"Sólo estoy mirando", es la típica frase que decimos cuando, al deambular por una tienda, se nos acerca un empleado y nos pregunta educadamente si necesitamos ayuda.
Escuchar esa frase en Londres en 1888 impresionó profundamente a un extravagante comerciante estadounidense: Harry Gordon Selfridge, que por aquel entonces recorría las grandes tiendas de Europa en busca de ideas.
Viena, Berlín, París, Manchester y, después, Londres, estuvieron entre sus destinos para cumplir con el motivo de su viaje: recoger consejos de venta para su empleador de entonces, el comerciante de Chicago Marshall Field, a quien debemos el aforismo: "el cliente siempre tiene razón".
Algo que, todavía, no era el caso en Inglaterra.
Dos décadas más tarde, Selfridge estaba de vuelta en Londres para abrir su tienda por excelencia en Oxford Street, ahora una meca mundial para el comercio minorista en una de las calles comerciales más famosas del mundo.
En aquel entonces, la zona de Oxford Street era un barrio pobre, cercano a una estación de la línea de metro recién inaugurada.
La tienda de Selfridge causó sensación.
El nuevo negocio superó por mucho el tamaño de las tiendas tradicionales de Londres, (unos 4.000 metros cuadrados) y aunque ya los comercios usaban vitrinas, el estadounidense se propuso crear una que fuera la más grande existente hasta entonces.
Todo a la vista
Pero lo que más distinguió a Selfridge fue su inusitada actitud ante las ventas.
Introdujo para los londinenses una nueva experiencia de compra, perfeccionada en los grandes almacenes de Estados Unidos de finales del siglo XIX: el "solo mirando".
Como lo había hecho en Chicago, Selfridge eliminó la costumbre de almacenar la mercadería en lugares donde los vendedores tenían que ir a buscarla para mostrarla al cliente.
En lugar de eso, estableció exhibir toda la mercancía en tienda, para que el cliente pudiera tocar el producto, inspeccionarlo desde todos los ángulos o probárselo, sin que un vendedor tuviera que ofrecerle ayuda.
Adiós a la exclusividad de comprar
Comprar ropa ya era para ese entonces sinónimo de distinción social.
Las grandes ciudades europeas exhibían en sus tiendas finas modas de algodón, magníficamente iluminadas con velas y espejos.
Eran lugares exclusivos para las clases altas, no sólo para ver, sino para ser vistos.
Pero Selfridge no tenía nada que ver con el esnobismo y la exclusividad.
Sus anuncios dejaron claro que "todo el público británico" sería bienvenido y que no se requerían "tarjetas de admisión".
Pero hubo un segmento del público británico que llamó particularmente la atención de Selfridge: las mujeres.
Las mujeres y las compras
En la actualidad, son frecuentes los estereotipos sobre las mujeres y las compras.
No obstante, algunas investigaciones sugieren que no todos son completamente imaginarios: estudios sobre el uso del tiempo indican que las mujeres suelen pasar más tiempo haciendo compras que los hombres.
Algo que ya Selfriedge había notado.
Y por eso, jugó una nueva carta que revolucionó la forma en la que hoy compramos: creó un baño para damas en sus tientas, de forma tal que las mujeres pudieran pasar más tiempo allí y no tuvieran que utilizar servicios públicos insalubres o se retiraran a sus casas para aliviar la vejiga.
Selfriedge hizo, tal vez, más que nadie para popularizar la venta de ropa.
Pero sus ideas, de alguna manera, ya estaban en el aire.
El irlandés que transformó las compras en Nueva York
Fue otro pionero, un inmigrante irlandés llamado Alexander Turney Stewart, quien introdujo nuevos conceptos para cambiar la forma en la que hoy compramos y que Selfridge introdujo también en su negocio.
Stewart fue quien mostró a los neoyorquinos el impactante concepto de no molestar a los clientes en el momento de entrar a la tienda.
Llamó a esta nueva política "entrada gratuita".
Pero no quedó ahí.
Su compañía, Stewart and Co. fue una de las primeras tiendas en implementar la ahora común práctica de la liquidación.
Al emprendedor se lo ocurrió que vender ropa de antiguas temporadas a un menor precio no solo le permitiría reembolsarse los costos de producción, sino que también dejaría espacio en la tienda para piezas de la nueva temporada.
Stewart introdujo, además, la posibilidad de hacer devoluciones y estableció que los clientes pagaran en efectivo, o liquidaran sus cuentas rápidamente.
Tradicionalmente, los compradores tenían unas líneas de crédito que les permitía pagar la ropa hasta un año después de haber sido comprada.
Adiós al regateo
El comerciante irlandés pronto notó otra práctica que hacía incomodar a los clientes: el regateo para poder obtener un precio menor.
Así decidió establecer un "precio justo", al que nadie podría aumentar o quitar un centavo.
"Aunque me doy cuenta que con esto sólo obtengo una pequeña ganancia en cada venta, la seguridad que da al negocio hace posible una gran acumulación de capital a largo plazo", dijo.
No era una idea sin antecedentes, pero la forma en la que lo hizo fue definitivamente radical, incluso entre los empleados.
El primer vendedor que contrató Stewart estaba horrorizado al saber que no se le permitiría aplicar su afinada habilidad de calibrar la aparente riqueza del cliente y extraer un precio tan alto como le fuera posible.
Dimitió en el acto y le aseguró al joven comerciante irlandés que estaría en bancarrota en menos de un mes.
Cuando Stewart murió, más de cinco décadas después, fue uno de los hombres más ricos de Nueva York y sus grandes tiendas se convirtieron en catedrales de comercio.
Con el tiempo, los días de gloria de las grandes tiendas por departamento en las ciudades ha pasado.
Pero nada quita la huella y la forma en que Selfridge y Stewart revolucionaron la forma en la que hoy compramos.