«El 22 de agosto, cuando ya era inminente el fracaso del gabinete de seguridad nacional, la Cámara de Diputados aprobó el proyecto de acuerdo sobre el grave quebrantamiento del orden constitucional y legal de la República, presentado de manera conjunta por la oposición.
El origen de este acuerdo estuvo en la decisión del partido de representar al presidente de la República y a los ministros, miembros de las Fuerzas Armadas y de Carabineros, las graves infracciones constitucionales y legales que se estaban produciendo y llamarlos, una vez más, a poner inmediato término a todas las situaciones que estaban infringiendo la Constitución y las leyes, con el fin de “encauzar la acción gubernativa por las vías del derecho y asegurar el orden constitucional de nuestra patria y las bases esenciales de convivencia democrática entre los chilenos”.
“Esta gente repetiría los mismos crímenes que hace 30 años”: Tensión en el Congreso por declaración contra el Gobierno de Allende
La tergiversación y utilización que tuvo este acuerdo en los días siguientes, e incluso hasta mucho tiempo después, amerita explicar sus entretelones y el por qué el PDC se decidió a promoverlo.
En el partido demócrata cristiano, y en la mayoría de quienes éramos opositores del Gobierno de la Unidad Popular, la opinión generalizada era que las denuncias, diálogos y demandas de rectificación respecto de la profunda crisis política que estábamos viviendo habían caído en el vacío. Incluso el Gabinete de seguridad nacional había terminado sin cambios en la situación de paralización y desborde institucional.
Como se ha señalado, tras las elecciones de marzo, la derecha estaba explícitamente proclamando la ilegitimidad y el término del Gobierno, mientras desde la DC seguíamos haciendo llamados a rectificar y estábamos dispuestos a buscar acuerdos, lo cual era cuestionado, en especial, por las bases partidistas. El PIR, nuestro aliado socialdemócrata, se hallaba mucho más cerca de la oposición del PN que de la nuestra.
En ese contexto, las presiones sobre nuestro partido, siendo el principal de la oposición, eran constantes. De hecho, por medio de distintos canales, el PDC era buscado por apoyar alguna de las opciones que barajaba la derecha para provocar el término anticipado del gobierno.
Una de ellas fue la idea de que el Senado y la Cámara, reunidos en sesión solemne en el Salón de Honor del Congreso, declararan formalmente la ilegitimidad del Gobierno e hicieron un llamado a las Fuerzas Armadas para derrocar al presidente Allende. Ello carecía de todo sustento jurídico, ya que la Constitución del 25 era clara en precisar que ninguna autoridad podía hacer otra cosa que lo que la ley expresamente la faculta para hacer. Estábamos ciertos que esta no era una “solución” porque, además, tendría el efecto contrario: permitiría al presidente Allende acusar al Congreso de no respetar la Constitución ni la ley, debilitando en consecuencia el peso de la oposición.
Otra de las opciones de la derecha era que Eduardo Frei, en su calidad de presidente del Senado, convocara al presidente de la Corte Suprema, al contralor general de la República, al presidente de la Cámara de Diputados y a los tres comandantes en jefe y les manifestara que la mayoría del Congreso consideraba que este gobierno no respetaba la institucionalidad y había sobrepasado el Estado de derecho y que, en consecuencia, las Fuerzas Armadas debían asumir su papel. Para nosotros, esta opción era tan débil como la anterior, pues la respuesta de los representantes de los otros poderes del Estado sería, sin duda, que por la naturaleza de sus funciones no podían concurrir a un acto de ese carácter.
Estas “ingeniosas” propuestas eran avivadas por una campaña pública exigiendo la renuncia del presidente, a la que algunos camaradas se sumaban y que la directiva del PDC rechazaba.
Personalmente, consideraba que, desde un punto de vista jurídico, la petición de renuncia en sí era un acto perfectamente legítimo, formaba parte del derecho de petición y no era antidemocrático. Sin embargo, tenía la absoluta certeza de que, aunque se reunieran millones de firmas respaldando la petición, Salvador Allende no iba a renunciar, Por otra parte, nuestras Fuerzas Armadas, conforme a su tradición y a la doctrina Schneider, que las definía como garantes de la constitucionalidad, no se sumarían a ello. Además, aunque le tuviesen antipatía personal a Allende, eran presidencialistas. Es decir, entendían que su lealtad era hacia la más alta autoridad, el presidente de la República y, en consecuencia, dudaba que esta campaña pudiese tener algún éxito.
La derecha insistió con una cuarta alternativa: declarar la inhabilidad del presidente basándose en el artículo 43 de la Constitución Política del Estado. Como hombre de derecho estaba absolutamente convencido que dicho artículo no había sido establecido con ese objetivo. Usarlo en otro sentido implicaba sentar el precedente de que, si un futuro gobierno era minoría en el Congreso, la mayoría podía acordar que el presidente de la República estaba impedido para seguir en el desempeño de sus funciones y convocar a nuevas elecciones, generando una situación de ingobernabilidad permanente en el país e instaurando lo peor de un régimen parlamentario, que no provoca crisis de gabinete sino crisis presidenciales. Esta interpretación, además, podría ser cuestionada por el Tribunal Constitucional o que las Fuerzas Armadas o el propio presidente de la República no la acataran, invocando su “inconstitucionalidad”. A mi juicio, este era otro intento de “torcerle el pescuezo” a la Carta Magna, una martingala, el mayor de los resquicios legales y, obviamente, fue rechazado de plano por nosotros.
Nuestra posición era que cualquier declaración o acción que se hiciese al respecto debía estar dentro del marco de la Constitución y carecer de todo carácter golpista. De acuerdo a ello, sugerí que, conforme a las facultades fiscalizadoras que la Constitución otorgaba a la Cámara de Diputados, esta podía elaborar un proyecto de acuerdo que representara al presidente de la República y a los ministros, miembros de las Fuerzas Armadas y de Carabineros, las graves infracciones constitucionales ilegales que a juicio de los diputados se estaban produciendo.
Sabíamos que para avanzar hacia una acusación constitucional se requería de dos tercios, lo que no obtendríamos. Es decir, desde un comienzo tuvimos claro que la presentación del acuerdo solo tendría un carácter testimonial, pero aún así estimábamos que era una acción que debíamos realizar, toda vez que la Constitución nos lo permitiera.
Con ese fin, pedí al diputado y camarada Claudio Orrego que preparara un proyecto de declaración. Según recuerdo, se asesoró en lo jurídico con Juan Hamilton. Enterado de que, en paralelo, los senadores del PN Francisco Bulnes y Sergio Diez estaban en lo mismo, Orrego solicitó conocer el texto que tenían “para ahorrar trabajo y aumentar consenso entre quienes debíamos aprobar el acuerdo, sobre la base de un compromiso político de que el PN votaría el texto que presentara el PDC”.
Tras revisar la propuesta de declaración de los senadores Bulnes y Diez, Orrego estimó que tenía una buena fundamentación, pero que en las conclusiones no había coincidencia alguna con los planteamientos del PDC, pues ellas planteaban la “ilegitimidad del ejercicio” del presidente Allende, razón por la cual redactó una nueva versión de estas.
La mañana del mismo día en que los comités parlamentarios democratacristianos y nacional presentarían el acuerdo en la Cámara, Orrego fue a consultarme sobre su contenido. Al leerlo, consideré que, tal como estaba redactado, no precisaba qué se pretendía más allá de la denuncia y personalmente corregí su redacción. El texto final fue aprobado por una comisión designada por el consejo nacional del partido, integrada por los diputados Claudio Orrego y César Fuentes, además de mi persona. La tarde del 22 de agosto, en una sesión especial convocada por el PDC y el PN para analizar la situación legal y política que afectaba al país, se dio lectura al proyecto de acuerdo sobre el grave quebrantamiento del orden constitucional y legal de la República, presentado por los democratacristianos José Monares, Carlos Sívori, Valdemar Carrasco, Eduardo Sepúlveda, Lautaro Vergara, Arturo Frei, Alfonso Ansieta y Gustavo Ramírez, junto con Roberto Muñoz del PIR y, los nacionales Mario Arnello, Silvio Rodríguez y Mario Enrique Ríos.
Los tres primeros considerandos del proyecto del acuerdo se referían a las condiciones esenciales para la existencia de un Estado de derecho y al hecho de que la juridicidad del Estado chileno es un “patrimonio del pueblo”, lo que implica que “las autoridades no pueden ejercer más poderes que los que ésta les delegue y, en el artículo 3, se deduce que un gobierno que se arrogue derechos que el pueblo no le ha delegado, incurre en sedición”.
Los siguientes nueve considerandos abordaban la serie de atropellos sistemáticos que el gobierno de la Unidad Popular había hecho del estatuto de garantías democráticas en su afán de “conquistar el poder total” determinado el quiebre del Estado de derecho.
Los últimos dos considerandos afirmaban que el llamado “gabinete de seguridad nacional” tenía como “tareas fundamentales las de imponer el orden político y económico, lo que solo es concebible sobre la base del pleno restablecimiento y vigencia de las normas constitucionales y legales que configuran el orden institucional de la República”, insistiendo en que las Fuerzas Armadas y de Orden “son y deben ser, por su propia naturaleza, garantía para todos los chilenos y no solo para un sector de la nación o para una combinación política. Por consiguiente, su presencia en el gobierno no puede prestarse para que cubran con su aval determinada política partidista y minorista, sino que debe encaminarse a restablecer las condiciones de pleno imperio de la Constitución y las leyes y de convivencia democrática indispensables para garantizar a Chile su estabilidad institucional, paz civil, seguridad y desarrollo”.
Respecto a los acuerdos, los cito de manera textual: “primero, representar al presidente de la República y a los ministros de Estado miembros de las Fuerzas Armadas y del cuerpo de Carabineros, el grave quebrantamiento del orden constitucional y legal de la República que entrañan los hechos y circunstancias referidos en los considerandos nos. 5° a 12° precedentes; segundo, representarles, asimismo, que, en razón de sus funciones, del juramento de fidelidad a la Constitución y a las leyes que han prestado y, en el caso de dichos señores ministros, de la naturaleza de las instituciones a las cuales son altos miembros y cuyo nombre se ha invocado para incorporarlos al Ministerio, les corresponde poner inmediato término a todas las situaciones de hecho referidas, que infringen la Constitución y las leyes, con el fin de encauzar la acción gubernativa por las vías del derecho y asegurar el orden constitucional de nuestra patria y las bases esenciales de convivencia democrática entre los chilenos; tercero, declarar que si así hiciere, la presencia de dichos señores ministros en el gobierno importaría un valioso servicio a la República. En caso contrario, comprometería gravemente el carácter nacional y profesional de las Fuerzas Armadas y del cuerpo de Carabineros, con abierta infracción a lo dispuesto en el Artículo 22 de la Constitución Política y grave deterioro de su prestigio institucional; y cuarto, transmitir este acuerdo al presidente de la República, y a los ministros de Hacienda, Defensa Nacional, Obras Públicas y Transportes y Tierras y Colonización”.
No había ninguna novedad en los contenidos de nuestro acuerdo. Eran todas afirmaciones y demandas que en múltiples ocasiones el PDC había planteado y exigido de manera pública y que yo mismo le había expresado personalmente al presidente Allende.
Insistíamos en la necesidad impostergable y no transable de que el presidente y los ministros militares respetaran el Estado de derecho, requerimiento que habíamos exigido en el estatuto de garantías y planteado majaderamente, tanto durante la presidencia de Renán Fuentealba como en la que yo encabezaba, además de reiterarlo formalmente en los diálogos con el gobierno y con el presidente Salvador Allende, sostenidos de manera formal e informal, y en numerosas declaraciones y discursos públicos.
Algunos parlamentarios UP presentaron de inmediato un proyecto de acuerdo conteniendo conceptos para la defensa fundamental del régimen y con el objetivo de refutar el proyecto de la mayoría de la Cámara. Este acuerdo sostenía, entre otras cosas, que el gobierno “no ha quebrado la constitucionalidad”, acusaba a la “oposición reaccionaria” de tratar de “inducir a las Fuerzas Armadas a quebrantar la disciplina” y acordaba que el proyecto presentado por la oposición era “abiertamente constitucional, falso sedicioso y mentiroso”, para finalmente reiterar su “más firme y decidida” adhesión el presidente de la República.
Hecha la votación, el proyecto presentado por la oposición fue aprobado por ochenta y un votos contra cuarenta y siete. Todos los diputados del PDC votaron a favor.
Siempre he rechazado la opinión que afirma que el acuerdo de la Cámara de Diputados haya tenido la intención de ser un llamado al golpe militar, como afirmó la Unidad Popular y como quería la derecha que así fuera, en un afán de hacernos cómplices de provocar la caída del gobierno.
Muy lejos de esto, el acuerdo era un mensaje que enunciaba la opinión mayoritaria de los diputados que, conforme a sus facultades fiscalizadoras, exponían los que se consideraban atropellos a la Constitución y a la ley cometidos por el gobierno. Estaba dirigido el presidente Allende, máxima autoridad de la República, y a los ministros militares que habían sido designados por él para que colaborasen en tareas de gobierno, a quienes se les solicitaba adoptar las medidas necesarias en el ejercicio de sus funciones para que estas ilegalidades no se siguiesen cometiendo.
Dentro de la DC, y sobre todo entre los militantes de base, había quienes, efectivamente, tendían a estar con la postura del PN y de otros sectores de derecha de querer que el gobierno cayera, pero el partido nunca estuvo de acuerdo con esta posición. Así al menos lo interpretó la totalidad de la bancada de diputados DC al apoyar su aprobación. No estoy en condiciones de especificar cuáles eran las intenciones de cada uno, pero tengo la certeza de que los democratacristianos que lo respaldaron con su voto, y particularmente los diputados Ricardo Ormazabal, César Fuentes y Claudio Orrego, que lo presentaron, o mi hermano Andrés, Bernardo Leighton y la unanimidad de nuestra representación, jamás tuvieron en su mente la idea de incitar un golpe de Estado, ni de que su texto, que intentaba restablecer la vigencia del orden jurídico y democrático, pudiera servir de pretexto para destruir ese orden.
Pero en un ambiente enardecido a más no poder, donde los chilenos vivíamos en medio de sentimientos encontrados, entre el miedo y el odio, entre “upelientos” y “momios”, resultaba muy difícil que el acuerdo fuese debidamente entendido por un lado y otro.
El 24 de agosto el presidente Allende respondió por cadena de emisoras, advirtiendo que el “inmerito” acuerdo aprobado por la Cámara de Diputados carecía de validez jurídica y facilitaría “la intención sediciosa de determinados sectores” ya que, a su entender, exhortar “a las Fuerzas Armadas y Carabineros a que lleven a cabo funciones de gobierno al margen de la autoridad y dirección política del presidente de la República es promover el golpe de Estado”. El mandatario acusó a la Cámara de querer constituirse en un poder paralelo, buscando destruir al propio Estado, desentendiéndose de su propia responsabilidad en ello y, aún más, defendiendo a su gobierno como el “más democrático” y respetuoso de las leyes. Por su parte, el general Prats, uno de los ministros militares a quien iba dirigido el acuerdo aprobado por la Cámara, lo definió en sus Memorias como un “cheque en blanco” que el parlamento endosaba a sus camaradas de armas.
En respuesta al presidente Allende, el 25 de agosto sostuve que salvo en las dictaduras y en los regímenes totalitarios, donde el Congreso sólo existe para aprobar las proposiciones del gobierno, todos los Parlamentos del mundo están investidos de la función fiscalizadora, por medio de la cual se expresan las críticas, reproches o censuras que a la opinión pública merece la acción gubernativa, agregando que nuestra Carta Fundamental otorgaba expresamente esa función a la Cámara de Diputados, facultándola en su artículo 39 n.° 2, para “adoptar acuerdos o sugerir observaciones que se tramitarán por escrito al presidente de la República”, que era lo que precisamente había hecho la Cámara de Diputados. Manifesté que la tesis expresada por el presidente respecto de que el único camino para que el Congreso se pronunciara sobre el comportamiento legal del gobierno era la acusación constitucional, desconocía la esencia misma de la institución parlamentaria.
Por otra parte, observé lo absurdo que era sostener que la Cámara hubiera pretendido “constituirse en un poder paralelo”, “concentrar en el Congreso el poder total” o “arrogarse funciones del Ejecutivo”, haciendo ver lo atrevidas que eran estas acusaciones, toda vez que el partido del presidente había sostenido oficialmente que buscaba el “poder total” y su gobierno se había arrogado funciones legislativas y judiciales, desconociendo las atribuciones de los otros poderes del Estado, y amparando la instauración de hecho y por la fuerza del llamado “poder popular”.
Insistí en que la Cámara de Diputados se había limitado a ejercer su atribución constitucional de representarle algunas de las observaciones que a la mayoría de los chilenos merecían las arbitrariedades que el gobierno cometía día a día y califique de “tendencioso y antojadizo” interpretar el acuerdo de la Cámara como una “incitación a las Fuerzas Armadas a que lleven a cabo funciones de gobierno al margen de la autoridad y dirección política del presidente de la República”, lo que significaría inducirlas a deliberar, indisciplinarse y “promover el golpe de Estado”.
Finalicé mi declaración afirmando que el acuerdo de la Cámara precisamente lo contrario: evitar que el gobierno, abusando del deber de obediencia de las Fuerzas Armadas, las comprometiera políticamente y se sirviera de ellas para imponer un régimen totalitario que la mayoría del país repudiaba».