Mediante una investigación presentada por las doctoras Cleofina Bosco y María Eugenia Díaz, se llegó a la conclusión de que “no existe ninguna demostración científica publicada que demuestre que comerse la placenta tenga algún beneficio para la madre o el niño. Muy por el contrario, se pueden producir infecciones y/o intoxicaciones por metales pesados”, según publicó el sitio web de la Universidad de Chile.
Esta investigación llamada "Placentophagy: a controversial trend" y que fue publicada en el International Journal of Research in Medical Sciences con gran alcance mundial, ambas profesionales de la salud refutaron una “tendencia” que corresponde a la placentofagia, es decir, el acto de ingerir la placenta post parto.
Este acto ha comenzado a difundirse alrededor del mundo. En nuestro país, cada vez más mujeres ingieren sus placentas bajo el amparo de la norma Nº189 del Ministerio de Salud, la que da derecho a que las madres reciban este órgano si es que lo solicitan.
Más allá de cómo se ingiera la placenta, ésta actúa como un “filtro de agua” durante el embarazo, limpiando el flujo sanguíneo desde la madre hasta el feto. Es así como retiene distintas toxinas, entre ellas metales pesados como plomo y arsénico. Tras la ingesta podría traer graves consecuencias para la madre y el lactante.
Dentro de estas posibles enfermedades, están la corioamnionitis, una infección en el líquido amniótico y las membranas que lo contienen (placenta). Esta infección puede pasar desapercibida durante el embarazo, pero si es que el órgano se encuentra contaminado y posteriormente es cosumido, el bebé podría recibir la infección mediante la lactancia.
Otra de las enfermedades posibles es la de Creutzfeldt-Jakob, que consiste en una degeneración neurológica que puede afectar a la madre 20 o 30 años después del consumo del órgano.