Mata Hari: ¿una doble agente o la víctima perfecta?
De golpe, un juez y una docena de policías irrumpieron en la habitación 113 del lujoso Hotel Elysée Palace, ubicado sobre los Campos Elíseos. En ella estaba Mata Hari, apenas vestida con una bata de encaje, tomando desayuno y rodeada de chocolates. Venían a detenerla, gracias a una orden de arresto firmada tres días antes.
Era el 13 de febrero de 1917, la Primera Guerra Mundial no parecía tener fin y a la bailarina exótica se le acusaba de traspasarle secretos de inteligencia a los alemanes, los que supuestamente habrían llevado a la muerte a decenas de miles de soldados franceses.
En julio de ese año sería juzgada a puertas cerradas y el 15 de octubre la ejecutaría un pelotón de 12 hombres en un bosque a las afueras del Castillo de Vincennes, al este de París.
A petición suya, no le vendaron sus ojos. Vestía un abrigo azul, sombrero de tres puntas y su pelo lucía desaseado tras meses en prisión. Antes de que los disparos comenzaran, lanzó un par de besos al sacerdote presente y a su abogado, un ex amante.
Tenía 41 años.
Nacida como Margaretha Geertruida Zelle en 1876, en sus primeros años gozó de las bondades de una familia que aparentaba tener recursos. La bancarrota del negocio de sombreros de su padre, cambió todo. Se fue a vivir con su padrino, intentó estudiar para ser parvularia en Lyden, desde donde escapó ante el acoso del director, y después vivió en La Haya.
A los 18 años contestó un aviso en el diario y se casó con el capitán de ejército holandés Rudolf MacLeod, 20 años mayor, muy asiduo a la bebida, al engaño marital y a los abusos físicos. Se instalaron en las Indias Holandesas (hoy Indonesia) y tuvieron dos hijos, Norman y Nonnie. Por razones nunca bien aclaradas, ambos niños consumieron veneno: solo ella sobrevivió.
El matrimonio, ya de regreso en Holanda, terminó en 1902.
Y entonces comenzó el devenir que la llevaría frente a un pelotón de fusilamiento en un día de otoño de 1917.
Incapaz de mantener financieramente a su hija, a regañadientes la dejó en custodia de su ex marido y partió a París, donde dio clases de piano y alemán, fue dama de compañía y modelo para tiendas y artistas.
En 1904 volvió a su país, con la idea del suicidio en mente. A esa altura de su vida ya había comenzado también a ejercer la prostitución y también bailes exóticos. “Lo he hecho solo para salir de la pobreza”, le escribió a su primo Edward.
El nombre de Mata Hari, que había adoptado desde sus días en Asia y cuyo significado es “Ojo del Amanecer”, empezaba a ganar fama en Francia, donde volvió tras una breve estadía en Holanda.
Su acto sobre el escenario, inspirado en las ceremonias religiosas de Oriente, consistía en moverse sensualmente y despojarse de a poco de sus ropas hasta quedar semidesnuda. Hoy se le considera una de las pioneras del striptease.
El baile no fue eterno y ya para la segunda década del siglo pasado era más conocida por ser una cortesana de militares de alto rango y gente influyente, a los cuales les contaba distintas y fantasiosas historias sobre su origen, que por otra cosa.
Los eventos que la llevarían a quedar en la historia como la “gran espía” y la primera “femme fatale” sucedieron durante la Primera Guerra Mundial.
Las versiones van más o menos así. Primero se le acercó el cónsul alemán en Holanda, Karl Kroemer, quien le dijo que estaba reclutando espías y le ofreció 20 mil francos, además de un nombre en clave: H-21. Algunos biógrafos aseguran que aceptó el dinero, simplemente, porque lo necesitaba.
Entró en el radar de los servicios inteligentes porque era una mujer de belleza exótica, que viajaba sola, bien educada y que hablaba cinco idiomas. Despertaba sospechas, aunque no mucho más.
Un romance con un oficial ruso que cayó herido, la acercó al capitán francés Georges Ladoux, quien sospechaba que trabajaba para los germanos.
Como no le dejaban visitar a su amante en el hospital en Vittel, se le ofreció como espía, le dijo que conocía al príncipe Guillermo de Alemania, con quien había estado en varias fiestas, y podía sacarle valiosos secretos. A cambio, pedía un millón de francos. Ladoux, un ambicioso oficial, aceptó.
Así inició un ir y venir entre oficiales de distintas las nacionalidades involucradas en el conflicto bélico, con romances incluidos e información entregada a los franceses, hasta que la inteligencia gala interceptó unos telegramas germanos con información que se creyó era para el agente H-21.
Hasta hoy no existen pruebas contundentes que lo demuestren la acusación. Encarcelada, ella siempre negó ser una doble espía y clamaba su amor por Francia, el país que le había recibido.
Treinta años después de su muerte, uno de los fiscales de su caso aseguró que “no existía suficiente evidencia para inculparla”.
Aunque las transcripciones oficiales de su juicio recién se podrán conocer este año, en 2001 algunas de ellas aparecieron en el libro “Mata Hari, autopsia de una maquinación”, de León Schirmann.
"Cada pieza de evidencia no hace más que confirmar que Mata Hari fue víctima de una mentira patriótica del establishment francés interesado en endilgarle a alguien los desastres militares y las privaciones de la población civil en 1917, un año en el cual el ejército francés se amotinó y los aliados llegaron a contemplar la posibilidad de una derrota”, aseguró Schirmann.
La investigación llegó casi un siglo tarde. Nadie pudo ni quiso salvar a Mata Hari de ser fusilada ese 15 de octubre de 1917 frente a un pelotón de 12 soldados.
Nadie reclamó su cuerpo.
Su cabeza, donada al Museo de Anatomía de Francia, se perdió en la década de los 50, igual que oportunidad de conocer su verdad.