Lo que no puedo olvidar del Nueva Orleans de Katrina
Las tres cosas que más recuerdo de los días posteriores al paso del huracán Katrina por Nueva Orleans son las más difíciles de describir: la desolación en los rostros de la gente, un silencio opresivo y el olor nauseabundo que impregnaba la ciudad.
Cuando el 30 de agosto de 2005, al día siguiente del paso de la tormenta, llegué procedente de la vecina Baton Rouge, pude calibrar el tamaño de la tragedia solo al ver cómo la autopista interestatal 10 se hundía en el inmenso lago en que se había convertido la ciudad.
Los helicópteros color naranja de la Guardia Costera formaban un activo enjambre que rescataban a las miles de personas atrapadas en los techos de sus casas.
La ciudad estaba inundada en un 80% por el colapso de diques diseñados precisamente para prevenir que tal cosa pasara.
Pero pasó, luego se sabría que por un descuido negligente del cuerpo de Ingenieros del Ejército encargado de su mantenimiento.
La autopista interestatal 10 convertida en un río para las lanchas que sacaban a damnificados de los techos de sus casas.
La autopista era rampa de desembarco de centenares de pequeñas lanchas que navegaban por las calles de la ciudad también recolectando damnificados.
A salvo de morir entre las ruinas de los que fueron sus vecindarios, los rescatados empezaban otro calvario: el de esperar a abordar un autobús que los llevara a un centro de acogida, quizá en otro estado del país.
No tenían cómo saber que el alivio temporal era solo el inicio de un largo proceso de desarraigo que para muchos de ellos tardaría años en terminar.
Fueron víctimas no de un desastre natural sino humano. El que generó el descuido a la hora de mantener el sistema de diques y que profundizó la negligencia inicial con la que se manejó la operación de rescate.
Mientras la Guardia Costera, bomberos y policía municipal, y miles de voluntarios llegados de todo el país hacían esfuerzos sobrehumanos para socorrer a los afectados, los gobiernos federal, estatal y local se vieron sobrepasados por la emergencia.
No hay una cifra oficial definitiva, pero esa incompetencia resultó mortal para unas 1.800 personas en toda la zona del golfo de México, un dato con el que concuerdan diferentes fuentes.
Ojos moribundos
Las imágenes de la televisión y las fotos que repiten los medios del mayor desastre natural de la historia de EE.UU. no alcanzan para dar idea del padecimiento humano.
En el Centro de Convenciones la gente se agolpaba sin ningún tipo de asistencia oficial.
La mayoría no tuvo la buena idea, o los medios, para cumplir con la evacuación que se ordenó cuando Katrina amenazaba con pasarle por encima a Nueva Orleans como huracán categoría 5, el más poderoso posible.
Vi ojos tristes, frustrados, preocupados y moribundos algunos entre los que se refugiaron para capear la emergencia en el estadio local, el Superdomo, o en el Centro de Convenciones.
Esas miradas todavía hoy me persiguen.
Son cientos las historias de quienes, abandonados a su suerte en esos anárquicos depósitos de gente, ventilaban con los periodistas su frustración.
Me veían con mis atavíos de reportero en campaña –chaleco, botas, lentes oscuros– y creo que me tomaban por un paramédico o policía, por alguien que podía ayudar.
Hoy no sé qué fue de Delma Dillbert, la mujer que me suplicaba que consiguiera una botella de oxígeno para su madre de 92 años, quien padecía de un enfisema.
La mayoría no tuvo la buena idea, o los medios, para cumplir con la evacuación que se ordenó cuando Katrina amenazaba con pasarle por encima a Nueva Orleans como huracán categoría 5, el más poderoso posible.
Vi ojos tristes, frustrados, preocupados y moribundos algunos entre los que se refugiaron para capear la emergencia en el estadio local, el Superdomo, o en el Centro de Convenciones.
Esas miradas todavía hoy me persiguen.
Son cientos las historias de quienes, abandonados a su suerte en esos anárquicos depósitos de gente, ventilaban con los periodistas su frustración.
Me veían con mis atavíos de reportero en campaña –chaleco, botas, lentes oscuros– y creo que me tomaban por un paramédico o policía, por alguien que podía ayudar.
Hoy no sé qué fue de Delma Dillbert, la mujer que me suplicaba que consiguiera una botella de oxígeno para su madre de 92 años, quien padecía de un enfisema.
Este hombre buscaba cómo alimentar a dos bebés de meses.
O del hombre que buscaba ansioso leche para los dos pequeños de meses que abrazaba con fuerza. La madre de los gemelos, su vecina, no había sobrevivido la avalancha de lodo que se llevó las casas del 9º Distrito, el más pobre y el más castigado.
O de las decenas de ancianos sacados de sus camas de convalecencia de sus casas o algún hospital y que quedaron aparcados en sillas de ruedas, precariamente conectados a los tubos que les ayudaban a vivir.
La frustración era mutua: yo no podía hacer nada por ellos, salvo ir a decirle más allá a alguien con autoridad que quizá podía socorrerlos, pero que las más de las veces estaban copados por otras emergencias.
Los que no estaban dentro del Superdomo o el Centro de Convenciones, sufriendo del agobio del calor por falta de ventilación y de olores inimaginables, se enfrentaban al sol que dejaron los cielos implacablemente azules posteriores a la tormenta.
Pero entre toda aquella desesperación vi solidaridad. La de un grupo de jóvenes enormes que parecían candidatos idóneos para un equipo de básquetbol y que se dedicaron a poner algún orden en el caos.
Ellos habían improvisado una pequeña morgue al fondo del edificio donde pude ver cinco cuerpos envueltos en sábanas.
Un grupo de turistas australianos que se tomaron aquella trágica inconveniencia con buen humor, también ayudaban en la labor.
Ciudad inútil
Toda actividad humana se concentraba en esos dos puntos, el resto de la ciudad era una carcasa inútil, sin ningún tipo de servicio. Abandonada.
Era sobrecogedor ver la oscura silueta de los edificios de Canal Street recortarse contra los colores del atardecer.
El centro de Nueva Orleans al atardecer del 1 de septiembre de 2005.
La absoluta quietud de la noche mostraba cómo aquella ciudad normalmente festiva estaba muerta con su gente adentro.
Ocasionalmente veía personas que vagaban por las calles vacías del famoso Barrio Francés y los otros distritos del centro que no quedaron completamente anegados.
Algunos llevaban sus pertenencias en esos carros que usan los botones de los hoteles, otros llevaban las pocas cosas que salvaron en bolsas plásticas.
Al contrario de los que en los centros de refugio esperaban una ayuda que nunca llegaba, estos me pasaban al lado sin expectativa.
Lo único que parecían esperar era un saludo, una sonrisa amarga de esas que quieren comunicar solidaridad. Y ellos devolvían el saludo con la proverbial cordialidad de los que viven en el sur de EE.UU.
Parece algo nimio, pero todos los damnificados lo que esperaban en esa hora desesperada era reconocimiento.
El que por varios días parecían estar negando las autoridades a los que estábamos dentro de la ciudad.
Mientras tanto, el resto de la ciudad estaba bajo el agua.