"A la edad en que las niñas florecen, empecé a morir en el gueto de Varsovia. Mi familia gozaba de una buena posición en Polonia y jamás nos imaginamos que la vida podía cambiar tanto. De haber sabido lo que nos esperaba, nos habríamos suicidado. Los Rotsztejn éramos seis: mi padre, madre, dos hermanos y una hermana. Al fin de la guerra quedamos dos: mi mamá y yo”.
Ese fue el crudo relato que Eugenia Rotsztejn de Ungerque le entregó a Infobae y con el que graficó cómo fue su paso de niña en el campo de concentración de Auschwitz.
“Genia” la llamaban sus amigas. Tenía una vida feliz y convencional, hasta que el 1 de septiembre de 1939 explotó la primera bomba en Polonia. Su padre le decía que no pasaba nada. La historia que inventaban a los niños para ocultarles la guerra era poco creíble. “Son los nashe (deportistas en Polonia)” mencionaba su padre, cuando en verdad eran nazis que rompían casas, mataban judíos y bombardeaban todo.
“Me daba mucho miedo que mis padres salieran de noche” decía Eugenia, donde agrega que llegar a Argentina para ella fue el paraíso.
“Tantas veces he estado en las filas de judíos dentro de las cámaras de gas. Dios me preservó para dar estos testimonios”, menciona “Genia”. Sus hijos no quieren que siga recordando ese suceso tan horrible en su vida, pero a Eugenia le sale del alma y no puede olvidar. Estuvo seis años en manos de los nazis, llegó al campo de concentración con su madre en trenes donde viajaban como sardinas. “Era inhumano. Aún recuerdo los gritos de desesperación y que la gente hacía sus necesidades encima porque no podía moverse”. Ella se preguntaba dónde estaba Dios en ese momento y dónde estaba el mundo cuando pasaban estás cosas.
Cuando llegó a Auschwitz la raparon, la desvistieron, la obligaron a ponerse el pijama a rayas que usaban los alemanes para identificar a los judíos dentro de los campos de concentración y le tatuaron un número en su brazo.
Se arremanga la blusa como puede y, en su antebrazo izquierdo, se percibe el número 48914 que le marcaron en Auschwitz-Birkenau hace casi 70 años. “Para reconocernos, nos tatuaron en el brazo el número que todavía conservo. Y nos vistieron con esa especia de pijama a rayas, inútil para protegernos del frió insoportable”. Con mirada perdida dijo que a veces se pellizca para ver si de verdad está viva. Eugenia no sabe cómo contar su historia, que fue su pesadilla: la masacre nazi de la II Guerra Mundial.
Holocausto Judío
Desde ese 1 de septiembre, Eugenia dejó de ser personas para convertirse en un ser despreciado, humillado y olvidado. Los alemanes se burlaban de ellos dándoles comida a los perros cuando los judíos se desplomaban de hambre ante sus ojos. Los niños no podían caminar por la delgadez de sus piernas, muchos despertaban muertos en camas donde dormían cinco. “Genia” vio cómo mataban a bebés a golpes contra las paredes, cómo la gente moría de hambre y en las cámaras de gas.
“No sé cómo estoy viva. Ni yo puedo creer que pasé por eso durante seis años que parecieron seis siglos”. Después de la guerra, Eugenia no sabía dónde ir, dormía en las calles, lloraba porque hombres querían que se prostituyera. Se preguntaba dónde estaba el mundo. Sin embargo, en el campo conoció a Ana, amiga y cómplice, y quienes juntas lidiaron con el miedo y la desgracia.
El escape
Casi al término de la II Guerra Mundial, en 1944, Estados Unidos y el Reino Unido se acercaron por el oeste a los campos de concentración y la Unión Soviética por el este. Por este motivo, la SS (Organización Militar de la Alemania nazi) decidieron abandonar los campos para que el mundo no se enterará sobre el Holocausto. Destruyeron evidencias, asesinaron prisioneros y se trasladaron con algunos prisioneros al interior de Alemania.
“Mientras caminábamos, miré a Ana y le dije: Ahora Ana, corramos”, mencionó emocionada Eugenia.
Esa corrida fue la única posibilidad de escape para ellas y lo lograron. “Corrimos hacia un establo lleno de vacas y nos escondimos ahí. En un momento se abrió el portón y el pánico volvió, pero por suerte se cerró la puerta y nadie entró”, agregó.
Tras escapar de las manos de los nazis, Eugenia empezó a buscar donde vivir. Pasó cuatro años deambulando por distintos lugares, hasta que se casó con David Unger, un ex combatiente del ghetto de Varsovia y con quien tiene dos hijos.
Llegó clandestina a Argentina en 1959 y hasta hoy vive en Buenos Aires. Es personalidad destacada de los Derechos Humanos de Buenos Aires y fundadora del Museo del Holocausto en la misma ciudad. Recorre el mundo dando conferencia y contando su historia. Con 90 años, Eugenia aún llora y se emociona al recordar es terrible experiencia y por las 6 millones de víctimas del Holocausto.