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Xeputul 2: la aldea de Guatemala que decidió volver a vivir sin luz

Xeputul 2: la aldea de Guatemala que decidió volver a vivir sin luz
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En una aislada aldea de Quiché, hace siete años que nadie paga el mantenimiento de sus paneles solares. Creen que, como fue una donación, el donante debería costearlo. Detrás de esa lógica subyace una realidad brutal: en un país en el que la electricidad es una mercancía más y el Estado no garantiza el acceso, los más pobres deben decidir entre alumbrarse y comer.

En 2012, el comité vecinal de Xeputul 2, una aldea rodeada de platanares en el centro del departamento del Quiché, en la región noroccidental de Guatemala, debía seleccionar a las dos mujeres que iban a estudiar durante seis meses en una universidad privada de India para dar electricidad por primera vez a su pueblo.

Solo había que resolver un punto: para emprender un viaje como ese, en la aldea las mujeres debían pedir permiso a sus maridos.

Xeputul 2 está fuera de la red eléctrica nacional, en una de las zonas más pobres de Guatemala. Es una pequeña comunidad de casas de lámina desperdigadas, en las que viven 25 familias agricultoras. En un marco de frondosas montañas, sin electricidad y frente a las torres de cables de alta tensión de la hidroeléctrica Palo Viejo, la quinta más grande de las 44 que hay en el país, la aldea vive en pobreza energética.

Por eso, hace siete años, la universidad india pidió que las mujeres escogidas tuvieran liderazgo en la comunidad y fueran reconocidas por su fortaleza y determinación.

Pero los hombres, posesivos, no querían que sus parejas se fueran a 15 mil kilómetros en avión.

Descartadas las mujeres de 23 familias, sólo quedaban dos, y por eso, Martín Pérez, secretario del comité vecinal, llamó por teléfono a Isabel Torres, que estaba en una finca de la costa de Escuintla, cosechando caña de azúcar.

Torres aceptó.

Aceptó porque su hija casi muere calcinada por dejar una candela encendida al pie de su cama. Además, pudo decidir sin pedir permiso de un hombre. Porque es viuda.

Quedaba una plaza y una sola mujer a la que consultar. Por eso, después, Pérez preguntó a su pareja, Catarina Mejía, si quería ir a India. Mejía pensó que por su propia decisión iría, pero optó por pedir permiso a Pérez.

Mejía convive con Pérez desde hace treinta años sin casarse. Debe rondar los cincuenta, pero no sabe cuántos años tiene. De rostro duro, nariz pequeña y dientes grandes y largos, sonríe y se toca recurrentemente su despeinada cola. Da la impresión de que es tímida. Pero es esa falsa sensación de timidez que percibe uno cuando habla con alguien que no domina tu idioma. Habla ixil, una de las 22 lenguas indígenas de Guatemala. Mejía apenas sabe español y las reporteras no saben ixil.

Es 4 de diciembre de 2018. La que la traduce es Matilia Cedillo, una platicadora ingeniera de la asociación Semilla de Sol, que funciona de enlace con la universidad india en Nebaj, cabecera de Quiché, a tres horas en carro de la verdérrima Xeputul 2.

Barefoot College es la universidad de Nueva Delhi que, con fondos del gobierno indio, beca a mujeres analfabetas de todo el mundo para que se gradúen como ingenieras solares. Tienen que tener entre 35 y 50 años y vivir en extrema pobreza -en Guatemala la incidencia de la pobreza es del 90,6%, del 29,6% de la extrema, según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo-. Después, el gobierno indio dona paneles, las graduadas los instalan y la comunidad tiene que costear el mantenimiento de las baterías.

En 2012, Mejía salió por primera vez de Quiché, se subió a su primer avión con Torres y se fue a India. Con solo primaria, pasó a hacer un curso en una universidad para instalar paneles solares en las 25 casas de Xeputul 2 y en otras dos aldeas, a cambio de un salario de Q50 (casi US$7) el día y su almuerzo.

Pero el proceso de donación a cambio de mantenimiento falló pronto: en seis meses, Xeputul 2 acordó bajar de Q30 (US$4) a Q15 (US$2) la cuota mensual.

El comité vecinal que envió a la India a Torres y Mejía fue el primero en dejar de pagar su parte. El pueblo de común acuerdo decidió hacer lo mismo y repartirse el dinero de la cuenta bancaria. El gasto era alto para la gente de la comunidad, que en su mayoría vive de hacer la temporada de café o la zafra del azúcar y de agricultura de subsistencia.

Y, por otro lado, los Q15 que les permitirían preservar acceso a electricidad representaban la mitad de lo que cuesta a una familia comprar candelas para un mes. La pobreza no se elige y esta comunidad escogió dejar de pagar por su electricidad porque les parecía una contradicción tener que desembolsar algunos centavos que no tenían para un servicio que llegaba producto de ayuda. Una donación es una donación, dijeron.

Isabel Torres
Isabel Torres

El primer empleo a los cuarenta

En Guatemala la distribución de electricidad está a cargo de 18 empresas, que no ven rentable llevar el servicio a lugares tan remotos como Xeputul 2, condenada a la oscuridad.


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Seis años después del inicio de aquel experimento de los paneles solares, sólo Torres y Mejía creen necesario gastar ese dinero para poder tener alguna bombilla encendida o evitar caminar dos horas, hasta Santa Avelina, el pueblo con electricidad más cercano, para que sus hijos carguen sus teléfonos celulares. Según la lógica comunitaria de una aldea tan pobre, si los paneles fueron una donación, no deberían costear el mantenimiento.

El empleo le duró seis meses a Mejía. Fue el único que tuvo en su vida fuera de su casa.

De pie en su cocina de piso de tierra, su enjuto rostro es un contraluz delante de la puerta. Si algo falla, es ella la que arregla las baterías de los dos paneles de su casa de lámina. Tiene dos baterías, igual que su compañera Torres. Y dos paneles, que fue el privilegio que recibieron por ser las instaladoras. El resto de la gente tiene solo uno. Desde 2013, ella revisa su equipo eléctrico. Hace poco, la última semana de noviembre, las lluvias duraron siete días y los paneles no sirvieron porque funcionan gracias a los rayos solares.

Mejía no celebra su cumpleaños porque no sabe cuándo es. Recuerda que a los cinco años hacía tortillas de maíz para darles de comer a los seis perros de su papá; huyó a los diez años a las montañas después de que el Ejército de Guatemala matara a uno de sus hermanos durante el conflicto interno armado (1960-1996). Dedicó años a cuidar a sus cuatro hermanos restantes en el bosque. Conoció a su pareja, Martín Pérez, en la montaña mientras ambos huían de los militares. Tuvo tres de sus cinco hijos durante los quince años que pasó oculta para sobrevivir. Ahora dice que necesita un empleo. Sentada en su cocina, arruga hacia abajo la boca porque depende del dinero de su pareja agricultor.

La nieta de Mejía, de tres años, se llama igual que ella. Mira de reojo bajo su gorro de lana azul desde el marco de la puerta mientras ve en su celular la película "Depredador 1". De fondo, suena Gaudeamus Igitur en la radio. La hija de Mejía la apaga. La abuela, con la luz tenue de la puerta, trata de narra su historia. A juzgar por los detalles que contar, su edad debe de rondar entre los 45 y 50 años. Aparenta más, como le sucede a mucha gente que se expone al sol por trabajar en el campo.

Xeputul 2, Guatemala
Xeputul 2, Guatemala

En Guatemala, por ley, la generación, transporte y distribución de electricidad están a cargo de distintas empresas. Por lo tanto, las compañías generadoras de energía no tienen permitido proveer electricidad a las comunidades cercanas. Por esto, la central Palo Viejo estuvo envuelta en muchos conflictos con comunitarios de la zona alrededor de 2012, año de su inauguración.

En Xeputul 2, en un plazo de semanas la solución al problema se convirtió en un nuevo problema.

Para resolverlo, la comunidad decidió que la electricidad era un servicio innecesario. Que la electricidad no es un bien básico, sino un privilegio del que tuvieron que prescindir. Un lujo para una comunidad olvidada por el Estado.

Seis años después, cada panel donado genera electricidad para dar luz a un enchufe y dos bombillas, pero no hay mantenimiento de los equipos por decisión comunitaria. El tiempo de vida de las baterías ronda los nueve años: si la gente no costea el mantenimiento por su propia cuenta, en tres años la aldea volverá a usar solo candelas. Un retorno a la pobreza energética extrema.

Desde que Mejía instaló los paneles, no hay hogares que se hayan quedado sin luz, porque el tiempo de vida de las baterías donadas es de nueve años. Faltan tres años para que empiecen a dejar de funcionar. La donación tiene fecha de caducidad y los vecinos, ninguna intención de cambiar el previsible final de la historia de la primera electricidad en Xeputul 2.

La de esta aldea no es una historia aislada. En Latinoamérica, muchas comunidades beneficiadas con paneles solares les dejan de dar mantenimiento. La pobreza energética es una decisión: si hay que invertir el poco dinero que tienen, no será en luz. Saben vivir sin ella.

Una historia de desarraigo

Fue a principios de los ochenta cuando Mejía conoció a Pérez en la montaña. Aunque apenas eran unos niños, crearon una Comunidad de Población en Resistencia (CPR) junto a otros desarraigados que habían huido del área de Chajul, un municipio de Quiché.

Durante al menos diez años fueron nómadas escondidos del Ejército, que consideraba a las CPR el brazo comunitario de la guerrilla comunista.

En octubre de 1982, el comandante del destacamento de San Juan Cotzal, un pueblo contiguo, amenazó de muerte a los vecinos de Xeputul 2. Así queda recogido en Guatemala, memoria del silencio, informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, uno de los escasos documentos oficiales sobre el Conflicto Armado Interno de Guatemala, que cifró en más de 200.000 los muertos durante la guerra. Les dijo que en su comunidad había guerrilleros.

Unos días después, el Ejército capturó y desapareció a Nicolás Pérez y a otros dos hombres en San Juan Cotzal. Los tres eran dirigentes del comité vecinal de Xeputul 2. Así lo recuerdan los vecinos la desaparición del papá de Martín Pérez, cuyo testimonio quedó recogido en el informe.

La mamá de Pérez era Ana Zambrano. Su hijo evoca que poco después de la desaparición de su padre, a su madre y a sus cinco hermanas también se les perdió la pista. Él tenía 13 años. La mayor de sus hermanas, Susana, como su mamá, nunca regresó. Las cuatro sobrevivientes fueron dadas en adopción y vivieron en Ciudad de Guatemala hasta que hace una década lograron organizar un reencuentro en la capital con su hermano.

En diciembre de 1982, prosigue el informe, el comandante de la Patrulla de Autodefensa Civil (PAC) -unidad comunitaria de refuerzo militar acusada de centenares de asesinatos en Quiché- dijo a la gente de Xeputul 2 que la guerrilla había vuelto y que se dirigieran a la San Francisco, una de las dos fincas cafetaleras más grandes del occidente de Guatemala. De allí trasladaron a unas noventa personas al destacamento militar que había en la finca. Nunca se volvió a saber de ellos, señala el informe.

No se empezó a hablar de paz en el país sino hasta principios de los noventa. En ese momento, las CPR de la sierra empezaron a confiar en regresar a la vida sedentaria.

Fue a mediados de la década, Mejía y Pérez volvieron de la clandestinidad para establecer Xeputul 2 cuando la guerra estaba por terminar. Construyeron sobre una aldea arrasada, que primero se llamó Xeputul, mismo nombre que su CPR.

Casa con cartel con el nombre de la aldea en Xeputul II, Guatemala
Casa con cartel con el nombre de la aldea en Xeputul II, Guatemala

La de Xeputul 2 es, pues, una historia de desarraigo social, político y energético.

La lideresa que nunca lo fue

"Aquí, la cultura de los hombres es de ser celosos, pero eso no fue un problema para mí", dice Pérez de las costumbres de la aldea. El 4 de diciembre de 2018, día de la visita a Mejía, él está trabajando en su parcela, a dos horas de distancia, y le contactamos días después por teléfono. Dice que aceptó la misión de ella porque era por el bien común. Fue el único.

En Barefoot College, Mejía estudió guiada por dibujos y colores cómo armar e instalar distintos tipos de sistemas eléctricos. El objetivo era que se convirtiera en lideresa en su comunidad para que enseñara a otras mujeres el oficio. Ella ríe. Cree que sus dos hijas algo han aprendido de verla con los paneles, pero dice que sólo ella se encarga. Nadie le ha pedido que le enseñe y ella no lo va a hacer porque no le pagan.

La separación no fue un período fácil. En el tiempo que Mejía y su compañera vivieron en Nueva Delhi, las mujeres del pueblo cuestionaron a Pérez. "Algunas comenzaron a maltratarlo, le decían que no era hombre, que [yo] estaba durmiendo con otro", recuerda. "Él creía que tal vez. Los rumores sí afectaron".

Mejía es poco expresiva hasta que algo le hace gracia. Entonces, exhibe con seguridad la abrupta cordillera que tiene por sonrisa. Está acostumbrada a no tener luz, pero le gusta poder cocinar en su estufa de leña a las tres de la madrugada iluminada con una bombilla. Es la hora en la que le prepara el desayuno y el almuerzo a Pérez, quien sale a trabajar temprano al campo.

¿Crees que un hombre es menos hombre por dejar que su mujer se vaya o crees que la mujer puede decidir libre?, le preguntamos a Mejía.

-Los hombres tienen que dar expresión [voz] a la mujer, pero como mi pareja me vio buen comportamiento, tuvo la confianza de que me fuera.

La maestra analfabeta

Por tratarse de un modelo alternativo, el sistema de Barefoot no puede formar a tantas mujeres como las universidades tradicionales. Hasta el momento, esta universidad de "pies descalzos" (por su nombre en inglés) ha capacitado a un centenar de mujeres de Latinoamérica en India. Es un título propio, específico para analfabetas y semianalfabetas.

Provenientes de aldeas remotas de Guatemala, una docena de mujeres han estudiado en India de 2012 a la fecha. Desde 2014, Barefoot College negoció con los dos últimos gobiernos para recibir el aval político que le permitiera instalar una universidad entre San Juan Cotzal y Chajul (Quiché), dos de los municipios más afectados por asesinatos y desapariciones en los años más duros de la guerra (1980-1982) y una de las zonas más pobres del país. El terreno, cedido por una asociación, hace tiempo que está disponible. La idea es que la docena de mujeres que ya han sido formadas en todo el país puedan ser maestras. Pero cinco años después de ese inicio de negociaciones, el proyecto de Barefoot en Guatemala es una idea que no ha cuajado.

El gobierno indio, que es el principal donante, invirtió US$70.000 para comprar los paneles solares, las baterías, las bombillas y los cables para Xeputul 2 y otras dos comunidades donde Mejía y Torres instalaron los equipos. También se encargó del boleto de avión de las dos mujeres.

La importación de los paneles solares a Guatemala los pagó la transnacional Enel Green Power, empresa italiana dueña de la hidroeléctrica Palo Viejo, uno de los proyectos más polémicos y politizados en los años en los que las energías renovables parecían la vaca de oro de los negocios en el país. El enfrentamiento con los llamados líderes ancestrales de Cotzal -con legitimidad social pero no institucional- elevó el bloqueo a Palo Viejo hasta los tribunales. En el año en que la central empezó a funcionar, contactó a Barefoot para pagar la importación de todos los materiales de India a Guatemala.

La alianza ya no existe porque Enel apoyó a Xeputul 2 dentro de su programa de Responsabilidad Social Empresarial, que se circunscribió a 2012. La razón es que su RSE estaba vinculado al Pacto Mundial, un programa en el que empresas firman un decálogo de buenas prácticas. En 2013, la municipalidad de Cotzal y la firma italiana firmaron un acuerdo que aseguró por 20 años el funcionamiento de la hidroeléctrica Palo Viejo, a cambio de un aporte anual mínimo de Q2,3 millones a la alcaldía. Hoy, Enel Green Power Guatemala (EGPG), con una capacidad instalada total de 85 megavatios genera 6% de la energía hidroeléctrica del mercado guatemalteco, que representa el 36% del total de energía generada, según datos del Ministerio de Energía y Minas.

Si el objetivo era que el proyecto de paneles tuviera impacto y que Mejía y Torres fueran lideresas comunitarias, el proyecto no sólo fracasó al no conseguir que la aldea se comprometiera a pagar la cuota de mantenimiento de los paneles, sino también falló en su objetivo de empoderamiento. "Las instituciones están abonadas en la solución inmediata. Para cambios estructurales a nivel rural necesitamos entre diez y veinte años", lamenta Rodrigo París, director para Latinoamérica de Barefoot College.

Xeputul 2 está bajo la jurisdicción del municipio de San Gaspar Chajul, cuya cabecera está a dos horas de distancia. En aldeas así de pequeñas y pobres y alejadas de su municipalidad porque sus habitantes no tienen transporte, el consenso social es fundamental. Son lugares históricamente abandonados por el Estado y, lejos de ser una prioridad para sus alcaldes, es el comité vecinal, llamado Consejo Comunitario de Desarrollo (Cocode), el que ejerce de máxima autoridad. Las decisiones se toman por votación popular y quedan registradas en actas. Así sucedió cuando Xeputul 2 decidió dejar de pagar el mantenimiento de los paneles. Igual fue cuando eligieron no costear más el servicio. "No volvimos a pagar. Ahí se quedó [el proyecto]", dice Gabriel Cruz, tesorero del penúltimo Cocode.

Ahora Pérez está de nuevo en el Cocode. Como presidente. Acepta que la comunidad no ha vuelto a hablar de los paneles, pero que él quizá lo proponga: "Lo voy a intentar, porque la gente no piensa que si se termina la batería volverá a las candelas".

"Good morning", dice riéndose Mejía. Esa fue una de las palabras que recuerda de un país al que le gustaría regresar. Del empleo que aprendió en India, sólo le queda arreglar el equipo eléctrico de su casa. Y un pequeño gesto de liderazgo ganado, porque forma parte desde hace unos meses de una asociación de mujeres de aldeas de Cotzal, organizada por la municipalidad.

¿Su esposo sintió que usted cambió tras el viaje?

- No me ha dicho nada. Sigo siendo la misma mujer como he sido siempre. Solo me dice que si se hace una convocatoria de la asociación a la que ahora pertenezco, tengo que asistir, porque es mi responsabilidad, responde, en boca de la traductora.

El taller para el mantenimiento de los paneles que Mejía compartía con su compañera Torres, lleva cerrado seis años. Cuando ambas mujeres entran con las visitantes a verlo de nuevo, lo miran con apatía. Para Mejía ya no es su responsabilidad si Xeputul 2 regresa a la oscuridad. Como ella sí arregla su equipo solar, su cocina seguirá iluminado en las madrugadas.


* Este reportaje forma parte del proyecto periodístico Centroamérica Desconectada producido por El Intercambio. Para verlo completo pueden ingresar al siguiente enlace: www.elintercamb.io/centroamericadesconectada.

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