Durante décadas, Japón y Corea del Sur han sido grandes socios comerciales y, al mismo tiempo, los mayores aliados estratégicos de Estados Unidos en Asia oriental.
Pero en los últimos meses, esa relación ha sufrido un vertiginoso deterioro hasta el punto que este viernes se anunció la decisión de Tokio de despojar a Seúl de su estatus de socio comercial preferente.
La medida adoptada por el gobierno del primer ministro Shinzo Abe dificultará el acceso que tienen industrias que son clave para la economía de Corea del Sur, como las del automóvil o la petroquímica, para adquirir más de un millar de productos nipones.
Esta limitación se suma a una restricción previa impuesta a inicios de julio, mediante la cual Tokio puso límites a la exportación de materiales industriales que Seúl necesita para fabricar semiconductores y pantallas de visualización.
Más allá del daño que puedan causar a una relación comercial que en 2017 superó los US$82.000 millones, se teme que estas medidas generen perturbaciones en la cadena de suministro global de productos de alta tecnología, sumando un problema adicional a una economía global que parece perder fuelle.
Seúl ha amenazado con hacer que la controversia sea resuelta ante la Organización Mundial de Comercio (OMC) y ha advertido que dispone de medidas que puede hacer "mucho daño" a la economía de Japón.
Sin embargo, curiosamente, esta disputa no tiene su origen en ninguna diferencia comercial sino en una controversia histórica que durante décadas ha arrojado su sombra sobre la relación entre ambas naciones.
Colonia y esclavitud
En 1910, la península coreana fue anexada por el imperio japonés a través de un polémico tratado que dio inicio a un periodo de dominio nipón que se extendió hasta el final de la II Guerra Mundial.
Se trataba de la culminación de un proceso que se había iniciado en 1905 con la firma de un acuerdo impuesto por la fuerza desde Japón, mediante el cual la península se convertía en su protectorado.
A partir de entonces Tokio impuso en la península un gobierno conformado por un gobernador y por oficiales militares nombrados por el emperador.
Los ciudadanos coreanos quedaron privados de derechos elementos como la libertad de expresión y de asociación, mientras las autoridades coloniales intentaban impulsar su asimilación a través de un sistema educativo que favorecía la enseñanza del japonés y excluía la formación sobre lengua e historia coreana.
La expansión del imperio japonés y el inicio de la Segunda Guerra Mundial tuvieron fuertes consecuencias para la población coreana.
De acuerdo con fuentes surcoreanas, se estima que hasta 7,8 millones de coreanos fueron reclutados como soldados o como trabajadores esclavos desde la etapa previa hasta el final de la guerra.
Muchos fueron enviados a trabajar en minas o en fábricas de municiones a lo largo de Asia, mientras otros tuvieron que combatir en las filas del Ejército nipón.
Las mujeres, sin embargo, tuvieron un destino distinto, incluso peor. Decenas de miles de ellas fueron forzadas a trabajar en prostíbulos creados para satisfacer a los soldados japoneses.
Eran llamadas "mujeres de confort" y se estima que hubo unas 200.000 de ellas, incluyendo coreanas, chinas y filipinas.
No eran prostitutas. Eran esclavas sexuales.
Muchas fueron secuestradas y obligadas a tener relaciones sexuales con los soldados durante años.
La disputa por las reparaciones
Después del final de la II Guerra Mundial, el gobierno de Corea del Sur buscó que Japón pagara algún tipo de compensación por el daño infligido a estos trabajadores.
Así, en el acuerdo para el restablecimiento de relaciones diplomáticas firmado por ambos países en 1965, Tokio aceptó pagar US$300 millones en ayudas y US$200 millones de préstamos para Corea del Sur.
Esos fondos, sin embargo, no fueron a parar a manos de aquellos trabajadores que habían sido esclavizados sino que fueron utilizados por el gobierno militar que entonces regía el país para la construcción de autopistas, fábricas y acueductos.
No sería sino hasta finales de la década de 1980, después de que Corea del Sur logró democratizarse, cuando muchos de los que habían sido sometidos a trabajos forzados acudieron a la justicia para buscar ser resarcidos.
Aquellas primeras demandas fueron introducidas ante juzgados de Japón, que terminaron desechándolas con el argumento de que las compensaciones ya habían sido pagadas tras el acuerdo de 1965.
Allí se señala textualmente que todos los reclamos relacionados con la era colonial se consideran "resueltos de forma completa y definitiva".
Ante el rechazo de las cortes japonesas, a partir del año 2000 las demandas comenzaron a ser presentadas ante tribunales en Corea del Sur.
Allí los juicios tampoco prosperaron inicialmente. Sin embargo, en 2004 un tribunal ordenó al ministerio de Exteriores de Corea del Sur a hacer públicos los documentos relacionados con el acuerdo de 1965.
Posteriormente, esto llevó a la creación de una comisión nacional que estudio el tema, la cual concluyó que el tratado no incluía las compensaciones por los "actos ilegales en contra de la humanidad".
Además señalaba que gran parte de los US$300 millones que había pagado Japón debieron haber sido entregados a las víctimas del trabajo esclavo.
Como consecuencia de todo este proceso, el gobierno de Corea del Sur terminó distribuyendo después unos US$547 millones entre unas 72.600 personas.
Pese a todo, hubo muchas víctimas que no recibieron nada.
Las cosas dieron un giro en 2012, cuando la Corte Suprema dictaminó que quienes fueron sometidos a trabajo forzado tenían derecho a demandar a las empresas japonesas y ordenó a los tribunales inferiores revisar decisiones anteriores a la luz de ese fallo.
Esa sentencia encendió las alarmas en el propio gobierno surcoreano y llevó al ministerio de Exteriores a emitir una opinión en la que advertía al máximo tribunal acerca de una "catástrofe irreversible", en caso de que se autorizara la incautación de bienes pertenecientes a las empresas japonesas.
El Ejecutivo surcoreano temía ser considerado como un país que desconoce los acuerdos internacionales y que rompe sus promesas.
Muchos años pasaron antes de que la Corte Suprema volviera a decidir sobre este tema hasta que finalmente, en octubre de 2018, emitió un fallo a favor de Lee Chun-shik, un nonagenario surcoreano que en su adolescencia fue llevado a Japón para trabajar como esclavo en la fabricación de acero.
Esa empresa para la que trabajó se llama Nippon Steel & Sumitomo Metal y es en la actualidad la mayor fabricante de acero de Japón, con propiedades en muchas partes del mundo, incluyendo una participación valorada en unos US$9,6 millones en NPR, una acería en Corea del Sur.
Aunque aquella decisión de la Corte Suprema solamente ordenaba el pago de US$89.000 para Lee y para las familias de otros tres demandantes, el fallo abrió la puerta a otras decisiones similares.
En noviembre del año pasado, hubo dos sentencias similares en contra de Mitsubishi Heavy Industries, mientras que hay una decena de casos que se ventilan en tribunales inferiores en contra de unas 70 empresas japonesas, entre las cuales hay verdaderos gigantes mundiales como Nissan, Toshiba o Panasonic.
Así las cosas, las demandas de los surcoreanos que fueron esclavizados van dirigidas en contra de los grandes de la industria japonesa.
Una probable explicación de por qué, más allá del costo económico de estas compensaciones, esta disputa entre Japón y Corea del Sur tiene muchos componentes de historia y de orgullo nacional.