En febrero de este año, en medio del avance de las fuerzas iraquíes en sus intentos por retomar el control de la ciudad de Mosul de las manos del autoproclamado grupo Estado Islámico, el corresponsal de la BBC en Irak, Quentin Sommerville, tuvo acceso a varias imágenes almacenadas en una tarjeta de memoria.
Las fotografías eran de combatientes de Estado Islámico (EI) que habían muerto en enfrentamientos con el ejército iraquí. Entonces comenzó la búsqueda para dar con sus identidades y con las historias detrás de las imágenes.
Está por acabar febrero y los soldados del ejército de Irak libran la batalla de sus vidas: buscan la reconquista de Mosul, la segunda ciudad del país, que desde mediados de 2014 está en manos del grupo autodenominado Estado Islámico.
En los últimos tres meses, han hecho un tremendo avance sobre el sur de la ciudad. Estamos cerca de la localidad de al Buseif.
Más adelante, si seguimos avanzando, nos encontraremos con el aeropuerto y con las primeras casas del oeste de Mosul.
Pero antes, en la ribera del Tigris, nos hemos topado con los cuerpos de tres combatientes del grupo islamista.
Uno de ellos llama mi atención: está sepultado bajo una montañas de escombros de lo que antes fue un búnker y su rostro parece más el de un niño que el de un hombre.
Esto certifica el patrón que hemos visto en estos últimos meses: cuanto más se acercan las fuerzas iraquíes a Mosul, más cuerpos se van encontrando.
Los soldados iraquíes limpian primero el área para descartar la presencia de más combatientes cerca. Después comienzan a revisar uno de los cuerpos.
En uno de los bolsillos hallan un fajo de billetes sirios.
Pero en el otro encuentran algo de mayor valor: una tarjeta de memoria de un teléfono.
Y las fotos que están almacenadas allí nos llevarán a conocer fragmentos de la vida de los combatientes de EI que hemos hallado muertos al borde del Tigris.
¿Quién era este joven combatiente y qué secretos de la organización islamista tenía guardados en esa tarjeta?
Las fotografías ocultas
Al examinar las fotos, lo primero que queda en evidencia es que muestran la evolución de este joven: de fotos luminosas con miembros de su familia a otras más oscuras donde se lo puede ver acompañado de otros combatientes.
De abrazar a una niña, pasa a portar un rifle Kalashnikov.
Un oficial iraquí me dirá más adelante que los jóvenes de las fotos pertenecen al grupo de apoyo armado Nínive, una especie de comando que sirve de respaldo a las actividades militares principales.
Hay otra foto donde el joven posa como si estuviera dormido.
Pero hay una en particular que capta mi curiosidad: es una toma, del mismo hombre un poco más viejo y con el pelo más largo. Mira directamente a la cámara, pero lo que es llamativo son sus manos, que están cubiertas por un par de guantes.
Debajo de su ropa lleva un chaleco-bomba. Y los guantes ocultan el dispositivo que activa el artefacto explosivo.
Está disfrazado de forma tal que el posible objetivo no pueda reconocer la amenaza y sonríe cubierto por una chaqueta color caqui.
Hay muchas más fotos -junto a sus compañeros combatientes, junto a otros soldados más antiguos- que evidencian el rigor de la guerra que están llevando a cabo.
Pero hay mucha más información, que sólo conocemos cuando estamos a punto de abandonar la pequeña granja donde nos hemos refugiado en esos días.
Un cuarto lleno de documentos
Las rondas de la batalla por Mosul transitan entre dos estados: la hipervigilancia durante los enfrentamientos y las pocas horas de descanso.
Por eso, a pesar de haber pasado casi dos semanas en el mismo lugar, no caigo en la cuenta de algo fundamental por culpa de la fatiga: al revisar con atención algunas de las fotos del joven combatiente, me doy cuenta de que este cuarto también fue el lugar donde él estuvo durante un lapso de tiempo.
Esta granja abandonada también fue su cuartel. Y fue el escenario de muchas de esas fotos.
Así que comienzo a buscar entre los escombros algún resto abandonado, alguna cosa que me permita acercarme más a su identidad.
En el rastreo hallo documentos de EI fechados en diciembre de 2016 con órdenes precisas sobre la estrategia para repeler un inminente ataque del ejército iraquí.
Después de un rato, y en medio del afán de movernos hacia Irbil, entre el montón de basura que acumula capas de polvo encuentro un cuaderno y en él escrito a mano un nombre en inglés: "Abu Ali Al Moslaue".
¿Es éste el joven de las fotos de la tarjeta de memoria?
La caligrafía es cuidadosa y, por lo que leo, el registro de las notas es meticuloso.
Me doy cuenta de que Abu estaba aprendiendo a disparar morteros.
Se ve que es un buen estudiante. En las notas se pueden apreciar también algunas coordenadas escritas de posibles objetivos que logró tomar de Google Maps.
Y se ve cómo con la ayuda de un compás calculó la posible trayectoria curva del proyectil disparado desde el mortero.
El comandante
Pero es otro cuaderno el que revela la mayor cantidad de información: al principio sólo se leen algunos poemas, mal escritos, pero a medida que paso las páginas me doy cuenta de que es el libro de anotaciones del comandante de otro pelotón de combatientes que estaba instalado aquí.
Su nombre es Abu Hashem, y de acuerdo a sus apuntes, comandaba a ocho hombres y dos vehículos, que eran una unidad de la brigada móvil de defensa aérea de EI.
En sus notas se descubre a un jefe que aplica con rigor su liderazgo. Intenta manejar a los miembros de su unidad en pequeños grupos de tres, por lo que los obliga a estar juntos la mayor parte del tiempo.
Y se nota su severidad. En una orden escrita le señala a su grupo que siga a una patrulla y sentencia: "Aquellos que desobedezcan serán castigados. Tal vez Alá los recompense con algo de benevolencia".
Tenemos que dejar el refugio. Tomo los cuadernos y los llevo conmigo.
Debo salir no sólo de Mosul, sino de Irak. Pero primero salgo a la calle, me encuentro con los cuerpos de esos combatientes dos semanas después, irreconocibles por las dentelladas de los animales y los picotazos de los pájaros.
Me llevo esa imagen en la cabeza.
El testigo
Regreso a Mosul dos meses después, a mediados de abril, y comienzo a indagar sobre el joven de la foto y sus acompañantes.
El ejército iraquí ha logrado avanzar sobre el oeste de la ciudad y ahora la lucha parece inclinarse más a su favor. Los días refugiados en aquella precaria granja abandonada parecen de otro siglo.
Cuando me encuentro con ellos, uno de los comandantes de la brigada de las fuerzas especiales de Irak me conduce hacia un sector de su nuevo refugio, ubicado en un barrio residencial cerca de la línea del frente de combate.
Allí está un militante de Estado Islámico cubierto de sangre, con evidencias de que ha sido golpeado fuertemente.
Pero no sé quién pudo haberlo dejado así: si fueron los soldados iraquíes o un vecino de Mosul (o varios) a manera de venganza.
Los soldados sacan al hombre herido y entonces entra otro joven, con la apariencia de un soldado fuera de servicio, a quien vamos a llamar Ibrahim.
Ibrahim luchó para EI por dos años. Pero ahora es un doble agente que también entrega información a las fuerzas de seguridad iraquíes.
"Esto no lo sabe nadie", me advirtió el comandante antes de dejarme hablar con él.
Saqué las fotos que había guardado de mi último viaje y se las mostré para que me ayudara con la identificación.
Era difícil. Primero, la mayoría de los combatientes se conocen entre sí por su nombre de guerra.
Segundo, y otro factor fundamental a considerar: los combatientes de las fotos eran demasiado jóvenes.
"Cuando Estado Islámico llegó, ellos eran unos niños. Nosotros no los reconocemos como hombres", dijo Ibrahim.
Libros de oración
Las señales sobre su identidad eran vagas. Fui hasta la fábrica de morteros que indicaban las coordenadas en los cuadernos.
Pero los trabajadores, que ahora se dedican a producir tanques, no quisieron darme ningún detalle para evitar alguna represalia de EI.
Aunque los habían sacado de Mosul, me dijeron, no se habían ido muy lejos.
Así que la última pista quedaba en los libros de oración que también estaban regados por aquella granja y me había llevado conmigo.
Todos esos libros tenían el sello de una mezquita ubicada en el este de Mosul. Y además, estaban firmados por un imán que había escrito varias dedicatorias a los jóvenes combatientes.
Cuando llegué me recibió Mulá Fares. Me explicó que el predicador anterior, quien había firmado los libros de oración, había huido junto a EI. Ahora estaba él de reemplazo.
Entonces le mostré las fotos y finalmente reconoció a cada uno de los jóvenes.
Me confirmó que pertenecían al grupo de apoyo de combate Nínive y que eran asiduos visitantes de la mezquita desde que eran niños.
Entonces se quedó mirando una de las imágenes.
"El poder está con la persona que tiene un arma. Incluso si es una persona pequeña y joven. Como los jóvenes que han asesinado a hombres grandes y fuertes de nuestros barrios. Como un imán que estaba antes aquí, que fue acribillado por niños", dijo Fares.
Queda claro que Estado Islámico tenía bastante apoyo en Mosul, pero incendió ese respaldo cuando comenzó a reclutar a menores y darles armas.
Tomando a los más jóvenes y sacrificándolos para su causa.
En Mosul, EI está cerca de ser derrotado.
Los cuerpos de esos hombres jóvenes a la orilla del río ya no están, se los han llevado los perros y otros animales. No queda un solo rastro allí. Pero su legado de destrucción e incertidumbre permanece: se extiende más allá de Mosul, mucho más allá de la corriente que lleva el río Tigris.