Cómo un diamante me ayudó a entrar a la universidad (y a la BBC)
Cuando era una adolescente trabajaba como minero artesanal, con el agua a la cintura y el tamiz en la mano, siempre a la búsqueda de diamantes.
Porque si uno crece en la zona oriental de Sierra Leona, en donde abundan esas piedras preciosas, eso es lo que se acostumbra hacer.
Empleos había -y todavía hay- muy pocos, así que las gemas son un verdadero imán: muchos abandonan sus estudios para dedicarse exclusivamente a buscarlas.
Pero yo trabajaba como minero sobre todo durante las vacaciones y, a veces, también los fines de semana.
El distrito de Kono atrae a muchísima gente porque se pueden encontrar diamantes prácticamente en cualquier lado, a veces por pura suerte.
Y mis padres se sumaron a las miles de personas que llegan allá desde todo el país, desde Gambia, Mali, Senegal e incluso Líbano, soñando con hacerse ricos rápidamente.
Así que yo crecí ahí, haciendo el duro trabajo del minero: cavé en el lecho de los ríos en la búsqueda de diamantes, entre picos y palas que me causaban ampollas en la palma de las manos.
El tamiz endurecía mis dedos, a menudo quebrándome las uñas. Y como tenía que levantar sacos repletos con la roja grava tropical, mi cabeza y cuello casi siempre eran fuente de dolor.
En algunos lugares de Kono los depósitos de diamantes a veces están tan cerca de la superficie que es común ver a la gente recogiendo pequeñas gemas dejadas al descubierto por la lluvia.
A mí me pasó un par de veces, en Bumpeh, donde nací. Nunca supe cuál era su verdadero valor, pero me generaron suficiente dinero para mantenerme por una semana o así.
Amos y apoyos
Después de mi bachillerato, me dediqué a la minería a tiempo completo para poder financiarme la universidad.
Y además de trabajar en Kono, también fui a los campos de Tongo, en el vecino distrito de Kenema, donde descubrí que la vida del minero artesanal se parecía mucho a la de un trabajador bajo contrato.
Efectivamente, los mineros de organizan en grupos conocidos como Geng y cada uno cuenta con dos niveles de apoyo y autoridad.
En un lenguaje que remite a los tiempos de la esclavitud, cada grupo tiene un "amo", que supervisa a los mineros y está a cargo de garantizar su comida, alojamiento y medicina.
Aunque, cuando yo estaba ahí, lo único garantizado era un plato de comida al día, y por favor no pregunten a qué sabía la salsa.
A menudo dormíamos en el suelo o en un balcón, mientras chinches y mosquitos se turnaban para mordernos. Y la única medicina que recibíamos en caso de enfermedad era una Panadol.
Luego estaba el "apoyo": la persona que le proporcionaba los fondos al "amo".
Casi nunca lo veíamos personalmente, pero por lo general se trataba de un empresario importante o un vendedor de diamantes que nos proporcionaba herramientas y un estipendio mensual.
Y como me pasaba a mí, muchos mineros no sabían -y todavía no saben- el verdadero valor de los diamantes.
Así que para el "amo" y el "apoyo" era bastante fácil conjurarse para engañarnos.
También hay grupos conocidos como Gado Geng que se autofinancian y venden los diamantes por su cuenta, pero mi grupo de tres personas tenía un "amo" y trabajábamos en terreno autorizado.
Pero, un día, fuimos a hacer un poco de minería ilícita en un terreno abandonado que le pertenecía a la Compañía Nacional de Minería de Diamantes, de propiedad estatal.
Objeto brillante
Ese día, dos de los miembros del grupo trabajábamos con el tamiz, mientras el otro se encargaba de palear la grava.
Y yo me atareaba a sacudir las piedras debajo del agua para quitarles el lodo, cuando de pronto vi un objeto que brillaba en la mitad del tamiz.
No estaba seguro si se trataba de un diamante o de un corindón, una piedra brillante de poco valor.
Así que levanté el tamiz, para confirmar.
Mi corazón latía con fuerza. Y emocionado murmuré para alertar a mis colegas: "Na diamond", lo que en lengua krio quiere decir "Es un diamante".
No lo dije en voz muy alta por miedo a que alguien pudiera oírme en la distancia.
Mi colega, Yarpo, dejo caer el barril y la pala para verificar mi hallazgo. Y estuvo de acuerdo en que se trataba de un diamante.
Entonces, tiramos nuestras herramientas y salimos corriendo, huyendo antes de que alguien nos encontrara ahí.
100.000 leones
Obviamente, no le dijimos nada al "amo" y le vendimos el diamante de dos kilates a un comerciante local por 100.000 leones, la moneda local.
No sé cuánto era eso en dólares en 1991, pero en el aquel momento en Sierra Leona era muchísimo dinero.
Y aunque yo era el más joven del grupo mis dos colegas me trataron justamente. Dividimos el dinero y a mí me correspondieron 34.000 leones, un poquito más que a los demás.
A diferencia de otros buscadores de diamantes, no malgasté el dinero comprando zapatillas deportivas de colores, pantalones vaqueros o camisetas.
Sabía exactamente qué quería hacer con ese dinero: pagar la colegiatura de mi primer año de universidad, que costaba aproximadamente 24.000 leones.
Sueño cumplido
Como todavía estaba esperando el resultado de mis exámenes de bachillerato, le di el dinero a una tía para que los invirtiera en algún negocio.
Y mientras esperaba regresé a la minería. Pero esa fue la última vez que la suerte me sonrío como buscador.
Siempre había querido convertirme en periodista y había crecido con el Servicio Mundial de la BBC sonando en nuestra casa.
Mi padre, que nunca había ido a la escuela, era adicto a la BBC. Y viejos periódicos y revistas también se apilaban debajo de su colchón y en otras partes de su pequeño cuarto.
Pero como en esa época la universidad de Fourah Bay no ofrecía la carrera de periodismo, mi instinto me dijo que estudiara inglés y francés, para tener alguna posibilidad en el plano internacional.
Me gradué en Artes y Letras y logré trabajar como periodista.
Y, como me pasó a mí, mis hijos han crecido con el Servicio Mundial de la BBC sonando en casa. La única diferencia es que, entre las voces que escuchan, también está mi propia voz.