Cuando el imperio soviético en Europa oriental colapsó en los últimos meses de 1989 fui enviado a informar sobre cada una de las revoluciones que tuvieron lugar en un espacio de seis semanas: la caída del Muro de Berlín, la revolución pacífica en Checoslovaquia y la revolución violenta en Rumania.
El 1 de octubre de 1989, nadie se imaginaba que para Navidad el Muro de Berlín habría caído, que Checoslovaquia sería liberada y que el déspota rumano Nicolae Ceausescu sería derrocado.
La mayoría de la gente asumía que el bloque soviético duraría para siempre. Sin embargo, éste era un castillo de naipes y lo único que lo mantenía en pie era el miedo de una intervención rusa.
En 1953, los disturbios en Alemania oriental fueron brutalmente aplastados. En 1956, cuando Hungría trató de separarse, los tanques soviéticos destruyeron la revolución.
En 1968, el líder checo Alexander Dubcek introdujo el "socialismo con rostro humano", y Moscú envió los tanques nuevamente.
Pero para octubre de 1989, la amenaza de la fuerza había desaparecido. Cuando los manifestantes salieron a las calles de Alemania oriental, el líder reformista soviético Mikhail Gorbachev advirtió al régimen en Berlín oriental que no disparara.
Sin embargo, el colapso del bloque soviético ocurrió por accidente.
La caída del imperio soviético
En la noche del 9 de noviembre de 1989, el portavoz de Alemania oriental Günther Schabowski llevó a cabo su usual conferencia de prensa.
El Politburó en el poder esperaba dispersar la tensión ofreciendo a la gente visas para visitar Alemania occidental, pero solo por medio de un proceso deliberadamente lento y burocrático.
Nadie le explicó esto a Schabowski. Y cuando se apresuraba a realizar su conferencia de prensa extravió el documento que detallaba el plan.
Alguien le preguntó cuando comenzaría el nuevo sistema. El portavoz, nervioso, respondió: "Inmediatamente".
La televisión de Alemania occidental, que todos en el Este veían, interpretó esta respuesta como si el Muro de Berlín iba a ser abierto esa noche.
Una enorme multitud se congregó en el Este y los guardias fronterizos los dejaron pasar. El Muro, el símbolo clave de la represión del bloque soviético, había dejado de dividir a Alemania.
La noche siguiente me encontré bailando sobre el Muro, algo que yo nunca había podido imaginar que ocurriría.
La luz regresa a la Linterna Mágica
En la vecina Checoslovaquia, la oposición estaba dirigida por los intelectuales del Capítulo 77.
Ellos habían sido brutalmente reprimidos, pero su líder, el dramaturgo Vaclav Havel, insistía en que debían comportarse como un gobierno en espera, con propuestas detalladas para reformar la economía y las leyes.
Solo ocho días después de que cayó el Muro de Berlín, el 17 de noviembre, comenzó una serie de manifestaciones de protesta en la Plaza de Wenceslao de Praga.
En cuanto aterricé, el 19 de noviembre, me dirigí a la plaza.
Pude ver que la mayoría de los ancianos, que habían soportado el dolor de la invasión de 1968, caminaban fatigosamente a su casa, mientras que los jóvenes, que no recordaban 1968, se daban empujones entusiasmados para llegar a la manifestación.
Lentamente, durante los días que siguieron, los ancianos también se unieron. Y para el 24 de noviembre, la plaza estaba llena de gente.
Esa noche, Alexander Dubcek, el líder en 1968 que había estado bajo arresto domiciliario desde entonces, llegó al edificio Melantrich desde donde se miraba la plaza.
Yo estaba parado al lado de Vaclav Havel cuando éste lo saludó y lo llevó hacia el balcón para observar a la enorme multitud en un gesto tierno, como si fuera un padre anciano con su hijo.
La multitud clamó jubilosa. La voz de Dubcek tembló al principio, pero después se fortaleció: "La luz estaba aquí antes. Debemos actuar ahora para que la luz vuelva otra vez".
Abajo, la gente lloraba abiertamente.
Más tarde esa noche, en la sede del Capítulo 77 -en el el Teatro Linterna Mágica- pude mirar a Dubcek y Havel y los otros sentados en el escenario.
Su portavoz, Jan Urban, llegó apresurado con una botella de champaña y anunció que el régimen comunista había renunciado. La revolución había terminado, y había sido totalmente pacífica.
El dictador de Rumania se queda sin combustible
Se sabía que el hueso más duro de roer iba a ser Rumania, y, sin embargo, solo tomó un mes más.
Nicolae Ceausescu, el líder comunista, se había vuelto cada vez más totalitario con el paso de los años, y su policía secreta, la Securitate, era feroz.
Para mediados de diciembre, los que pertenecían a la oprimida minoría de habla húngara en Rumania habían salido a protestar a las calles de Timisoara.
Nadie se atrevía a decirle a Ceausescu lo serios que eran los disturbios en Timisoara, así que él no tuvo ningún reparo en llamar a una contramanifestación en Bucarest el 21 de diciembre.
La Securitate transportó a trabajadores de fábricas para que la participación pareciera mayor, y en el anonimato de la multitud algunas personas comenzaron a abuchear.
Ceausescu se quedó congelado en la mitad de su discurso, con la boca abierta. Nunca antes lo habían interrumpido.
La gente que miraba la televisión en vivo fue testigo de su súbita vulnerabilidad.
Esa noche la revolución estalló en serio. La mañana siguiente, el 22 de diciembre, Ceausescu y su esposa, Elena, abordaron un helicóptero justo cuando la multitud había allanado la sede del gobierno, y se dirigieron hacia el norte.
El piloto, sin embargo, aterrizó antes argumentando que se había quedado sin combustible. Los guardaespaldas de los Ceausescu se evaporaron. Elena, más fuerte que su esposo, sacó una pistola y secuestró un auto que iba pasando.
Al final fueron capturados.
El día de Navidad, mi equipo y yo filmamos en el departamento abandonado de los Ceausescu y su ama de llaves me dio el bolígrafo del dictador como recuerdo.
Esa noche yo estaba a punto de salir al aire en televisión cuando alguien anunció que la pareja había sido ejecutada por un pelotón de fusilamiento.
Reescribí mi guión a toda velocidad y me senté con alivio. Fue entonces cuando me di cuenta que había escrito el obituario de Ceausescu con su propio bolígrafo.