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Perfil: Giorgio Jackson, el Misionero. Por Rafael Gumucio

Perfil: Giorgio Jackson, el Misionero. Por Rafael Gumucio
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Es cierto que a la generación de Jackson no parece importarle demasiado el dinero. Otra cosa se puede decir de su relación con el poder, notoriamente más viciosa que la de sus padres y hermanos mayores.

Anteojos gruesos de carey, calva total, mirada perfectamente neutral, Giorgio Jackson ha ido desarrollando un aspecto de un personaje de Marvel. Superhéroe pensará el, que hemos visto tiene un alto concepto de sí mismo, supervillano piensan cada vez los parlamentarios que chocan con su lógica implacable, y falta de cualquier complicidad personal.

No en vano se especializó en ingeniería en la muy izquierdista Universidad Católica, en el trato con los computadores. Le ha preocupado siempre el tema de la trasmisión de la información y el conocimiento en las nuevas redes sociales y plataforma electrónicas.

Cuchillo de palo en casa de herrero, sus conocimientos le deberían haber ayudado a entender que en la red todo lo íntimo es público, todo lo informal es formal y que decir lo que uno siente en una pantalla de un computador es equivalente a desnudarse en la calle y esperar a que vengan todos a quitarte la piel que te queda.

A los personajes de Marvel un rayo de gama, o un experimento genético raro los transforman en otra persona. El periodista más bien tímido Peter Parker es así de pronto el hombre araña, el pacífico Bruce Banner, el increíble Hulk. A Giorgio Jackson la política le llegó como el rayo gama a los superhéroes de Marvel y lo transformó hasta físicamente. Era un joven de pelo y tímida barba rubia que jugaba voleibol en los patios del campus San Joaquín de la Universidad Católica cuando Miguel Crispi y compañía lo convencieron de hacerse presidente de la FEUC.

No era, como la mayor parte de los dirigentes del recién nacido NAU, hijo o sobrino de próceres concertacionistas, ni estudiaba filosofía ni letra, lo que lo hacia triplemente interesante. No había leído, ni parecía dispuesto a leer, ni a Marx ni a Gramsci, pero si a otros autores muy nuevos que hablaban de nuevas tecnologías.

Su cercanía a la izquierda nacía de la admiración por su madre, cercana a la iglesia para la que trabajó casi toda su vida, que le enseñó justamente sus valores, la solidaridad con los más pobres, la caridad y la rabia ante la injusticia. El resto lo hizo el Colegio Alemán (el Tomás Moro) y la ingeniería, un cierto rigor, una cierta distancia emocional, un apego a los datos, que a la hora de las movilizaciones del 2011 fueron esenciales.

Nadie puede estar preparado para lo que sucedió en las calles de Chile y los canales de televisión y las portadas de los diarios ese año. Quizás Giorgio Jackson estaba menos preparado que nadie. Hoy sabemos que se tomó en serio los ríos de tinta que corrieron sobre la pureza de los jóvenes incorruptos que van a cambiar Chile solo porque son jóvenes.

Su universo mental hasta ese entonces era el Techo para Chile. Hasta cierto punto la política era para Jackson una prolongación del voluntariado. Por eso el movimiento del 2011 pecaba de voluntarismo de eso que los misioneros le imprimen a su misión de convertir a los salvajes (es decir los chilenos) en seres de luz.

Un pecado que como hijo de los jesuitas remedio de modo jesuítico, convirtiéndose en la interna de RD (Revolución Democrática) en el más pragmático de los pragmáticos. Capaz como el que toda suerte de purgas internas y muñequeos varios que acometía sin pestañar, aunque el pelo se arrancara de su cabeza y adquiriera este extraño look ligeramente amedrentador que recuerda al de Walter White el protagonista de Breaking Bad: Un profesor de química que se rapa y descubre que es capaz de todo. ¿Ha tenido Jackson su propio Breaking Bad?

Leal como un tatuaje al Presidente Boric, con el que se complementan a la perfección, Jackson se enorgullece de su falta de habilidad blanda, que se conjuga con una capacidad para encajar golpe y seguir adelante que no deja de ser valiosa en una generación conocida por abandonar a la primera lo que no cede inmediatamente a sus encantos.

En cuanto a la superioridad moral de esos jóvenes que hemos visto envejecer en cámara, tiene razón Jackson que no les tocó Soquimich, Penta o Corpesca. No les toco, no porque se negarán al dinero más o menos fácil de la transición, sino porque estaban en el colegio cuando todo eso sucedió.

Es fácil ser incorruptible cuando nadie te intenta corromper. Pero es cierto que a la generación de Jackson no parece importarle demasiado el dinero, en parte porque vienen de familias que ya lo tienen, en parte porque mucho de ellos ganan desde antes de titulares de sus respectivas carreras sueldos de diputados o sus equivalentes. Otra cosa se puede decir de su relación con el poder, notoriamente más viciosa que la de sus padres y hermanos mayores.

Los que vivieron la dictadura y los reconstruyeron la democracia supieron no tener poder, supieron encontrar objetivos para usar ese poder cuando al precio del dolor lo recuperaron. El Frente Amplio ha tenido en cambio con el poder una relación que no se puede calificar de otra manera que de histérica.

Así el propio Jackson aceptó el apoyo de la Nueva Mayoría sin dar nada a cambio. Sus compañeros de partido entraron y salieron del ministerio de Educación con el sigilo con que los roedores abandonan los barcos en zozobra.

Algo parecido hicieron con Josefina Errazuriz en la municipalidad de Providencia. Muchas de las organizaciones estudiantiles a su cargo quedaron atomizadas en manos de anarquistas que las anarquizaron aún más hasta hacerlas completamente insignificantes.

Para qué repetir por enésima vez cómo el Frente Amplio, dirigido por la compañera sentimental de Giorgio Jackson, la imperturbable Constanza Schönhaut, logró la multiplicación de los panes al revés. El 70 por ciento de aprobación a la nueva constitución lo convirtieron en algo entre el 25 y el 40 por ciento.

El sino de esta generación dorada de la política chilena, la más preparada desde la del MAPU-IC, es la capacidad de destruir lo que construye. O más bien la incapacidad de mantener lo construido sin pasar a otra cosa, abandonando a los soldados.

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