Road Movie: Desvelado en Seattle
Cuando pienso en Meg Ryan me siento viejo y triste. Fue la novia de mi generación porque era linda, simpática, dulce y cómica a la vez. Tuvo una laptop antes que yo en “Tienes un e-mail”, develó para siempre el tema de los orgasmos fingidos en “Cuando Harry encontró a Sally”, obsesionó a Nicolás Cage hasta después de muerto en “City of angels” y cruzó el país persiguiendo a Tom Hanks porque lo escuchó en un programa de radio hablando de su esposa muerta en “Desvelado en Seattle”. Lo confieso; cada vez que las repiten en el cable me quedo pegado, con la condición de que no estén dobladas.
Meg envejeció mal, al igual que yo. Se puso bótox, supongo, los labios y las mejillas se le hincharon, su mirada perdió brillo y, en el afán de no ceder la lozanía, la belleza y la frescura, terminó convertida en la persona que nunca quiso ser. Dejó de aparecer en pantalla porque proyectaba todo lo contrario de lo que algún día nos inspiró. Las cosas como son, dejó de ser natural.
Me desvelo en Seattle porque otra vez cambiarnos de costa, de horario, de fase. Hace algo de frío y puede llover, obvio, porque es Seattle. Aprovechó de pensar en la transformación de Claudio Bravo, que vino a esta Copa con un montón de problemas a cuestas. La salud de su pequeña hija, los problemas impositivos en España, la lesión que lo sacó en la fase final de la Liga, el liderazgo en la disputa de los premios (con la sucia herencia de Jadue) y un entendible malhumor persistente.
Es un pasatiempo culpar de los goles a los arqueros, por cierto, pero Bravo es - desde hace más de una década- prenda de garantía. A veces salva partidos, pero no acostumbra perderlos. Y en esta Copa Centenario ha tenido responsabilidad directa en varios goles. El capitán es un líder maduro de un grupo de talentosos descarriados, como Vidal, Sánchez, Medel, Jara, Vargas. Valdivia. Sería el John Wayne, el Cary Grant, el Clint Eastwood de una banda de forajidos que buscan su redención en una misión imposible.
Cuando falla y se queda en el piso, mirando eternamente las repeticiones de sus propios errores que le ofrecen en pantallas gigantes, el grupo queda sin guía, sin mentor. Se convierte en una pandilla salvaje, donde ni el constitucionalista Jean Beausejour ni Marcelo Díaz (el volante, no el ministro) pueden poner orden. Eso me desvela, claro.
Más aún cuando pienso lo que habría sido de mi vida casado con Meg Ryan.