Resulta más o menos evidente que la Convención Constitucional se encamina a instalar un poder espejo de si misma.
No de otra manera se puede entender la opción por el unicameralismo disfrazado, en que una segunda cámara, llamada territorial, carecerá de incidencia en la formación de las leyes. Será en definitiva la cámara de diputadas y diputados la única que dará la aprobación definitiva de un proyecto, por la mayoría simple de los miembros presentes.
No está claro aún cual será el sistema electoral para elegir esta Cámara, pero posiblemente una mayoría de convencionales buscarán que no sólo sea paritaria y con cupos reservados para pueblos originarios, sino que además se reproduzca la norma que permitió que independientes y movimientos sociales conformen listas. Todo ello, por cierto, sin reflexión sobre las consecuencias que para la gobernabilidad tendría la atomización y particularización extrema del sistema político.
Paralelamente, se otorgan nuevas atribuciones a la Cámara todopoderosa, tales como terminar con el hasta ahora privativo derecho del Ejecutivo a proponer leyes que impacten el gasto público. No es difícil imaginar a los futuros diputados y diputadas promoviendo proyectos de ley para beneficiar a sus clientelas y condicionando su apoyo a los proyectos del gobierno. El parlamentarismo de facto pasará a ser parlamentarismo de derecho.
A esto se agrega la disolución de contrapesos institucionales a través de la politización de la justicia, así como las propuestas que hay para diluir la autoridad unipersonal en instituciones claves como la Contraloría y la fiscalía. Esta lógica -la idea de traspasar el poder al parlamento- llegó incluso a la audacia de proponer un triunvirato que encarne el poder Ejecutivo, afortunadamente el sentido común de los convencionales permitió que se rechazara tal idea.
Los convencionales que suscribieron el acuerdo que se someterá al pleno juran que han optado por un “presidencialismo atenuado y un bicameralismo asimétrico”, cuando la realidad es que se está dibujando un parlamentarismo disfrazado con una segunda Cámara (territorial) meramente decorativa y una presidencia mutilada de sus atribuciones exclusivas.
En definitiva, vamos hacia un constitucionalismo completamente alejado de la tradición democrática chilena, que se ha ocupado de garantizar la gobernabilidad del país y establecer contrapesos al poder político a través de instituciones alejadas de la captura política. Habría sido mejor una discusión sincera sobre las bondades del parlamentarismo respecto de la tradición presidencialista del país.
Las palabras a veces suelen utilizarse para deformar u ocultar derechamente las realidades. En los países de la antigua órbita socialista, “democracia popular” significaba dictadura del partido único. Venezuela ha dado muchos ejemplos al respecto. Cuando esto pasa, cuando las palabras no significan lo que enuncian, la única manera de sobrevivir es el cinismo, declararse felices y confiados y dejar que la procesión vaya por dentro.
Ricardo Brodsky es director del Museo Benjamín Vicuña Mackenna y exdirector del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.