Constitución: tres malas ideas. Por Genaro Arriagada
Crear un Vicepresidente
En el orden constitucional chileno hay cosas que han funcionado bien. Una de ellas es la sucesión del Jefe de Estado por muerte o grave enfermedad, que en los últimos 80 años, ha tenido lugar en sólo dos ocasiones; e igualmente, muy bien, la subrogación del Presidente, cuando éste debe viajar al exterior, por el ministro a quien le corresponda según el orden de prelación legal, que asume con el nombre de Vicepresidente, lo que ha ocurrido más de un centenar de veces sin haber afectado la majestad del poder presidencial ni la unidad del Poder Ejecutivo.
Pero en la CC ronda la idea de crear el cargo de Vicepresidente. La razón es disminuir el poder presidencial para lograr un “presidencialismo atenuado”. En las propuestas que se han hecho este nuevo cargo está provisto de importantes atribuciones: la UDI, el PC y remanentes de la Lista del Pueblo, lo plantean como coordinador del gobierno; el PC, además como encargado de las relaciones con el Parlamento; y el Colectivo Socialista, INN, RN, Evópoli lo pretenden coordinador de la cámara alta territorial.
Entre lo más peligroso de la propuesta está la nueva rigidez que agrega al sistema al elegir, en un mismo ticket, presidente y vicepresidente, ambos inamovibles y durando el mismo lapso. La experiencia indica que el poder presidencial se desgasta gravemente cuando se producen fricciones o el choque entre esos cargos. ¿Van a haber dos habitantes en La Moneda?
Es cierto que el poder del presidente es muy superior al de su vicepresidente, pero en el caso de este último su mayor fuerza puede llegar a ser no sus atribuciones legales su crítica al gobierno de que es parte. Han sido los casos de Argentina (Fernández vs. Cristina; antes Chacho Álvarez contra De la Rúa); la larga lista en Ecuador; Guatemala con el Vice pidiendo la renuncia de su superior; Honduras en que Santos es parte del golpe contra Mel Zelaya; Laurel contra Corazón Aquino; etc. La continua ocurrencia del fenómeno ha popularizado el dicho que los presidentes piden a Dios que los ayude a cuidarse de sus vicepresidentes, pues de la oposición se pueden cuidar solos.
Elegir al congreso en la segunda vuelta
Otra idea, discutible, es que la elección de parlamentarios se haga después de la primera vuelta presidencial, coincidiendo con la segunda vuelta.
La institución de la segunda vuelta en las elecciones presidenciales tiene virtudes y también riesgos. Su virtud es que logra un respaldo mayoritario al Jefe de Estado, que no es el resultado de una convicción, sino de una aritmética elemental: si hay sólo dos candidatos uno obtendrá el 50% más uno de los votos. De ahí nace su riesgo, ser una sumatoria que no es resultado de un espíritu común, sino de un temor y, para la mayoría, la opción por un mal menor. Alimenta una proliferación de candidatos -esta semana hubo 25 en Costa Rica- cuyo objetivo, más que ganar en la primera ronda, es superar el umbral que les permita pasar a la segunda.
Esta dispersión es vista como una oportunidad por quiénes saben que nunca obtendrán una mayoría absoluta, pero que con un porcentaje menor podrían forzar al país a elegir entre dos propuestas minoritarias y, a veces, ambas nefastas. Los peruanos, en 2021, debieron optar por un populista de izquierda, que en la primera ronda alcanzó un 19% de los votos; o por una corrupta de derecha que logró el 11. En Guatemala, Giammattei, altamente cuestionado por su moralidad, en 2019, en la primera obtuvo el 14 por ciento… y en el balotaje conquistó la presidencia. El balotaje no es una panacea y está evidenciando daños colaterales de los que habría que hacerse cargo.
Si el balotaje en la presidencial es un riesgo, hacer que la elección parlamentaria coincida con él, es un desastre. Por ejemplo, en Perú, en la primera vuelta Castillo y Fujimori obtuvieron ínfimas minorías, pero les permitieron pasar a la segunda, en tanto que otros 16 candidatos no alcanzaron ese objetivo, aunque sumados representaron el 70% de los sufragios. Ese mismo día, en la parlamentaria, Castillo y Keiko obtuvieron, para el Congreso 13 y 11%; en tanto que las fuerzas que no pasaron a la segunda ronda sumaron el 76% de los votos para congresales.
Es dable suponer que si se hubiera hecho coincidir la segunda vuelta con la parlamentaria esta última habría tendido a ser un dilema binario: “un Parlamento para Castillo” versus “un Parlamento para Keiko”. A la polarización presidencial se habría agregado la del parlamento. Y una alquimia electoral habría hecho que Pedro Castillo, con un 19% de votos, un mes después, en la segunda vuelta, no sólo consiguiera la presidencia sino, también, entre un tercio y el 40 por ciento del Congreso.
Comprendo la preocupación de dar una mayor base parlamentaria al presidente que se elija; pero no de este modo. Si se insiste en usar algo similar, es preferible la elección parlamentaria en Francia, que se hace un mes después de la segunda vuelta, lo que le permite al electorado dar “un plus” -o ¿por qué no? un “minus”- al presidente ya elegido.
Una tercera mala propuesta: la reelección inmediata del presidente
Hay una corriente contraria a las reelecciones de presidentes, donde países la prohíben de modo absoluto (México, Ecuador); o la permiten sólo para un período inmediato, pero luego la niegan para siempre (Estados Unidos). Otros la autorizan, pero no inmediata, sino por períodos sucesivos: Argentina, Perú, Chile. En la vereda contraria, líderes populistas de uno y otro lado las proponen ilimitadas, violentando a sus países al intentar reformas constitucionales que las hagan posible. En la derecha son los casos de Uribe o Alberto Fujimori; y en la izquierda Chávez; Maduro; Daniel Ortega o Evo.
La razón para oponerse a las reelecciones es que afectan negativamente a la democracia, debilitan a los partidos, impiden su renovación e incluso los destruyen y, peor, introducen en el sistema político una dosis de personalismo que es tóxica, conduciendo al caudillismo. El propio Jefe de Estado desarrolla un interés por opacar a los líderes emergentes de su sector pues podrían amenazar su reelección. Una lucha de este tipo omite el debate sobre ideas pues los partidos, sus nombres, ideologías, ceden ante los “kirchnerismos”, “cristinismos” “uribismos”, “chavismos”, “correismos”, “danielismos”. La consigna es: “el programa soy yo”.
La suma en una misma persona de la condición de presidente y candidato conduce, a campañas donde son más frecuentes el abuso de poder, el atropello de la probidad y que la primera víctima sea la caja fiscal. Desde el palacio de gobierno, en los horarios estelares de TV, el “presidente-candidato” prometerá bonos y subsidios; recorrerá el país colocando primeras piedras, inaugurando y reinaugurando obras, escuelas, hospitales; anunciará políticas, muchas de ellas mal concebidas, peor financiadas, carentes de sustento técnico.
En frente, una oposición, enrabiada, denunciando una y otra vez el intervencionismo electoral, la utilización de la presidencia y de los recursos públicos en una competencia desleal. Toda lucha electoral es dura, pero las campañas en que está comprometido un “presidente-candidato” son de las peores por la odiosidad política que generan, y el daño al fisco y a la probidad.